Días más tarde, evaporados los entusiasmos por el entumecimiento y el hastío, aventados ya los últimos humos alcohólicos -pues la cerveza presidía sus menores actos-, estremecíase Sikrosio en una suerte de terror o arrepentimiento del más oscuro y turbio origen, puesto que sus lamentaciones no iban dirigidas hacia las víctimas y los atropellos causados, sino ante la amenaza del infierno que, sin duda, acechaba con golosa delectación el vuelo -seguramente poco gracioso- de su alma hacia parajes menos carnales. Ordenaba entonces otra clase de lúgubres orgías: penitencias colectivas, donde jamás faltaban la sangre, los latigazos y las cadenas, en desagravio a unas faltas que había cometido él solo. Y no era extraño ver azotados a sus siervos en expiación de la última de sus barrabasadas.
En este clima de violencia, no era difícil adivinar una total carencia de energía, si se hubiera presentado la posibilidad de tener que enfrentarse a cualquier peligro que, por parte de fuerzas externas, sobreviniera al país. Y con indudable olfato, alguien percibió estas flaquezas, pues no tardaron en resurgir por el horizonte estepario, que tan acertadamente guardara el Margrave Olar, los temibles jinetes, que todos llamaban Diablos Negros.
Desguarnecidas las antiguas fronteras, donde la madera se pudría y derrumbaba, relajada la tropa, pronto quedaron abiertas grandes brechas en su otrora imponente muralla. Y así, los temidos jinetes hollaron de nuevo la verde hierba olarense. Incendiaban aldeas, degollaban gente y saqueaban ermitas y monasterios, para replegarse luego tan brusca y velozmente como llegaran, hasta desaparecer como tragados por el mismo suelo. Gritos esteparios, pavorosos como la imagen de la muerte, cruzaban el cielo de las praderas. Los Diablos Negros -o bien Hordas Feroces, que de ambas maneras les llamaban los de Olar- aventuráronse, en más de una ocasión, hasta las mismas colinas.
No formaban parte, al parecer, de ejército alguno, al menos tal y como concebían un ejército las gentes de Olar, de forma que resultaba realmente imposible dado el caso de que lo hubieran intentado, con tan escasos medios como baja moral presentarles batalla. Montados en velocísimos y hermosos corceles, al viento sus gritos de guerra -guturales sonidos que helaban la sangre olarense-, sembraban el pánico con su salvaje y sanguinaria crueldad. No intentaban conquista de tierra alguna, y esto sorprendía mucho a los de Olar; sólo parecían sedientos de una total y espeluznante destrucción: incendiar, matar y, sobre todo, saquear.
Los de Olar -hasta entonces tierra de caballos grandes y pesados, buenos para portar hombres armados de lanzas, escudos y toda clase de aparejos guerreros- envidiaban y aborrecían a aquellos seres que parecían la continuación de sus magníficas monturas. La táctica de estos guerreros llenábales de confusión y espanto y, en el mejor de los casos, tan sólo lograron perseguirles, para, de este modo, caer neciamente en sus manos. Sueños eran ya, al parecer, las gloriosas victorias atribuidas al Margrave Olar. Los desperdigados señores que, con más energía y buena voluntad que dotes guerreras -o simple buen seso-, cayeron en tales trampas, jamás regresaron. No es extraño que, de nuevo, el pavor de otros tiempos al oír el redoble de aquellos cascos en la lejanía, sumiera a cualquier habitante de las praderas en la más atropellada y confusa huida. La sola idea de adentrarse en la estepa, por pacífica que ésta pudiera presentarse, les producía un irreprimible y terrorífico entumecimiento, o aun parálisis.
De otra parte, se recrudecieron en el apocado espíritu olarense viejos temores y sombrías leyendas en torno al vecino País de los Desfiladeros. Nadie en Olar había visto jamás a Tersgarino, su Rey. Manteníase, tanto él como su pueblo, en el más feroz aislamiento y misterio. Sólo, de tarde en tarde, algún minero fugitivo -de los muchos que padecían cruel cautiverio en aquel sombrío país- osó contar alguna de las cosas que allí dentro ocurrían. Y estas noticias no añadían valor ni coraje a los escasos entusiasmos que, por naturaleza y circunstancias, animaban a las gentes de las praderas y colinas. Y nadie pudo dar fe de lo que nunca vieron sus ojos, puesto que los fugitivos de las Minas de Tersgarino -tan escasos como depauperados- huían rápidamente hacia tierras cuanto más lejanas mejor, sin facilitar mayores detalles de todo lo que vieron sus ojos, vejaron sus espíritus y padecieron sus poco envidiables cuerpos.
Sólo en dos o tres ocasiones, algún barón de las cercanías se dejó tentar por la codicia y, envenenado por la leyenda de los fabulosos tesoros que Tersgarino acumulaba, se arrojó al asalto del País de los Desfiladeros. Pero todo intento de este tipo resultó no sólo infructuoso, sino cruento. En las mil grietas y recovecos de sus escarpadas vertientes, los guerreros de Tersgarino tendían celadas laberínticas, astutas emboscadas y trampas sin cuento, donde los pretendidos invasores morían como moscas y sin remisión posible. Por boca de los escasos y desgraciados supervivientes se sabía que Tersgarino no perdonaba a sus enemigos, antes bien, se cebaba en los prisioneros como, al decir de Olar, un cerdo en bosque de bellotas. Por todo lo cual puede decirse que el miedo, la muerte y la ruina llegaban a Olar por su zona oriental, aparte de ser ésta la más pobre, pues, exceptuada la hierba para el pastoreo y unas minas de hierro abiertas en las llamadas Tierras Negras, nada bueno les llegaba por aquel lado.
Como todos los varones de su estirpe, Sikrosio era criatura de singular fuerza física. Pero con una curiosa particularidad: sentado daba la impresión de un gigante, pero al ponerse en pie ofrecía, a quien tuviera ganas de contemplarle -cosa poco frecuente-, el asombroso espectáculo de una increíble cortedad de piernas. Tenía la cabeza grande, profusamente invadida de pelo fuerte y rojo, y sus ojos grises -en un tiempo hermosos- hundíanse en bolsas de grasa.
Sus pasiones -caza, encuentros de caballeros y mujeres, por este riguroso orden de prioridad- eran de todos conocidas. Poseía la mejor halconería de Olar, y hubiera podido ser todavía un buen guerrero -como lo había sido- caso de decidirse a enfrentar enemigos, en lugar de afanarse en atropellar a propios. Su brazo era férreo, descomunal su fuerza, y era muy ducho en tretas y lances guerreros, así como buen esgrimidor de lanza. Pero a causa de la cortedad de sus piernas -ayudado en esta desdicha por la gran dificultad que le suponía respirar con regularidad, dado la mucha grasa que llegó a acumular su cuerpo-, resultaba un pésimo jinete. Este defecto le humillaba en extremo, y se mostraba muy suspicaz al respecto. Tanto que, en razón a los reconcomios y recelos que le asaltaban en lo tocante a este asunto, llegó incluso a matar. Y esa circunstancia sería, precisamente, la perdición de su esposa, la Margravina Volinka.
Esta mujer era en todo distinta a su marido: pacífica, piadosa y triste, de naturaleza sobria y carnes enjutas. Pero, a causa de las múltiples desdichas y sinsabores que le deparara su vida conyugal, agrióse su carácter hasta el punto de que, a menudo, sus palabras -aunque escasas y espaciadas- revestían tal dureza que mucho sorprendía oírlas en labios de tan frágil criatura. Sólo suavizaba sus intemperancias ante dos niños: sus hijos, Sirko y Volodioso. No era agradable la existencia de estos dos niños, porque, dado el carácter de su padre, despertaban mucho odio por doquier.
Un vigía velaba día y noche en lo alto del torreón mayor, y abajo, en las dependencias de la pequeña fortaleza, Sikrosio se codeaba con sus huéspedes: sus jóvenes caballeros, los bufones y las concubinas, cuya convivencia se veía obligada a soportar Volinka. Sikrosio no podía respirar, al parecer, sino en la promiscuidad más espesa: rodeado siempre de sus guerreros, lacayos y jóvenes feudales de cuyo sustento y educación militar se encargaba. Le servían, hacían la guardia, conversaban y se emborrachaban con él, y con él fraguaban secretas tropelías por los contornos. Tenían orden de velar su sueño -no se fiaba de nadie-, incluso cuando dormía con la Margravina u otra mujer. jamás comía solo: en la sala principal, en torno a largas mesas, se hacinaban todos. Él, entre sus caballeros y sus perros. De cuando en cuando, sentaba a su lado a la concubina de turno.
La Margravina había obtenido permiso, al fin, para comer sola con sus hijos -aún muy niños- en otra estancia. Pero cuando Sirko, el mayor, cumplió cinco años, Sikrosio la obligó a entregárselo. Desde entonces, con sus ojos estupefactos bajo la estrecha frente cubierta de pelo rojo y crespo, aquel robusto y pesado niño participó pasiva y taciturnamente de la promiscua vida de su padre. Lo mismo hizo con el segundo, Volodioso. Pero éste, aunque tan silencioso como Sirko, no era en modo alguno como su hermano mayor, que parecía ajeno a cuanto le rodeaba. Antes bien, sus enormes ojos grises, de un brillo singular, vencían el sueño para absorber, con sedienta fruición, el abigarrado mundo que su padre extendía ante su mirada. Pero era el segundón, y la atención de su padre se centraba en Sirko.
Ambos niños dieron muestras muy pronto de gran capacidad y disposición para el manejo de las armas, lo que llenó de alegría al Margrave.
Allá abajo, en los huecos de las escaleras, se cobijaban a veces mendigos, gentes de camino o maleantes a sueldo de Sikrosio, lo que en ocasiones dio oportunidad a que se sucedieran lances desagradables. Todos contribuían a la algarabía y el hedor general, mientras la vida de Sikrosio continuaba en el absoluto menosprecio de las de los demás, lo cual no evitaba -sino al contrario que el descontento creciese. Especialmente por parte de algunos barones de más sobrias y honradas costumbres, y muy en particular del Abad de los Abundios, cuyo Monasterio se alzaba cerca del Castillo de Sikrosio. Por supuesto que los más desesperados eran los pobres campesinos, los villanos y siervos: pero la opinión de éstos no contaba -ni contó nunca.
Cierto día, hallándose encinta la Margravina del tercero de sus hijos, y muy próxima a dar a luz, oyó gran revuelo en el patio. Entre los ladridos de la jauría y gran vocerío de gentes, entraron a Sikrosio en el Castillo, en parihuelas y con una pierna rota. Se había caído del caballo. La Margravina contempló en silencio cómo le acomodaban, con grandes alharacas, junto a la chimenea, donde ardía un enorme leño. Tal vez, harta de vivir de aquel modo, Volinka sabía lo que hacía…; tal vez creyó que por hallarse su esposo en tal estado… -hay que añadir que la caída no fue sólo debida a la torpeza del jinete, sino a la mucha cerveza que espesaba su cerebro-; tal vez porque hay momentos en la vida que parecen una llamada, o un aviso, o un signo, el caso es que, encarándose a él, dijo clara y fríamente: