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– Abreviad -murmuró el Rey, bastante confuso; en parte por la debilidad y en parte porque apenas comprendía las palabras-. ¿De qué hijo habláis?… He tenido algunos, pero los he olvidado. Estoy herido y lleno de fiebre, ahorradme la molestia de pensar en necedades…

Entonces entró un joven de gallardo aspecto, rubios cabellos y ojos inolvidables en los que reconoció la imagen de su madre.

– Señor, soy el Príncipe Raigo, vuestro hijo. Y os ruego que escuchéis lo que debo deciros.

– Hablad -dijo el Rey, como empujado por una misteriosa fuerza y cansancio a un tiempo.

Oyó entonces las concisas explicaciones de Raigo. En verdad que aquel muchacho había heredado -o bien aprendido- la precisión y claridad del discurso de su abuela, tanto como heredó su florida fluidez, cuando el caso lo requería.

– Dejadnos solos -dijo Gudú al cabo de unos instantes. Inesperadamente, alguien se adelantó entonces, pese a los intentos de Indra por detenerle.

Tratábase de un joven y extraño guerrero, de rostro barbilampiño y facciones tan finas como agudas. Sus ojos relucían en su tez morena, enmarcada por negras trenzas esteparias.

– Señor -dijo hincando su rodilla al suelo-, yo soy quien condujo a vuestro hijo hasta aquí: y tened por seguro que, si no fuera por mí, tal vez jamás habríais llegado a verle. Y también deseo deciros algo: hace mucho tiempo deseo incorporarme a vuestras filas y todos me lo impiden.

– ¿Cómo es posible? -dijo el Rey-. Un joven guerrero como vos, fuerte y audaz, según veo, jamás es rechazado en el ejército de Gudú.

– Oh, Señor, no escuchéis tan insensatas palabras -dijo Indra, sobresaltada-. Tened en cuenta algo que calla: no es un soldado, sino una mujer. Y como mujer, no puede tener lugar en el Ejército.

Entonces, Raigo la miró, asombrado. Y el Rey no permaneció indiferente a tal revelación, sino que, por vez primera desde hacía muchísimo tiempo sonrió fugazmente, y contestó:

– Si así es, reflexionaré sobre su caso. Aguarda afuera, muchacha, y ten por seguro que se tendrán en cuenta tus razones. Salieron las dos mujeres, con evidente disgusto y zozobra de la más vieja. Una vez solos, el Rey contempló silenciosa y despaciosamente a Raigo.

Era la segunda vez que el Príncipe veía a su padre, y se sentía profundamente afectado ante el cambio operado en el Rey. Su rostro se había endurecido extraordinariamente. En su atezada piel destacaban dos largas cicatrices: una que iba desde su oreja hasta su cuello, y la otra desde la sien a la mejilla. Y en el negro cabello resaltaban los mechones blancos que poblaban sus sienes y barba.

– Raigo -dijo al fin, como si intentara recuperar este nombre a través de una brumosa memoria-. Raigo… ¿quién es vuestra madre?

– Mi madre fue la Reina Gudulina -respondió el Príncipe, tan conmovido ahora como atónito-. Y es mi abuela, la Reina Ardid, vuestra madre, quien me ha enviado a vos.

Extrajo de su pecho el cartucho y lo entregó al Rey, y éste lo leyó con esfuerzo, pues una sutil niebla debilitaba sus ojos. Pero ocurrió que la lectura pareció despertarle a la vida, y renació en él aquel vigor que, a decir verdad, nunca había decaído demasiado. Sentándose en el lecho, extendió el brazo hacia el Príncipe, obligándole a sentarse a su lado. Apoyó su mano en el hombro del muchacho y murmuró, como para sí:

– ¡Un hijo, como vos!… En verdad, Raigo, que no lo sospechaba. ¿Cómo es posible tener un hijo tan crecido? No creí que hubiera pasado tanto tiempo… -Y contempló sus brillantes ojos, el altivo porte y apostura de Raigo. Luego, añadió-: Ahora, Raigo, háblame con toda franqueza y cuéntame detalladamente qué ha sucedido en Olar desde que yo partí.

Raigo explicó a su padre cuanto sabía. Y añadió que, según temía, la vida de la propia Reina Ardid hallábase en peligro y en poder de la despiadada y traidora Reina Urdska. Al parecer, ésta había soliviantado también a ciertos estúpidos y mezquinos nobles.

– Señor -concluyó-, si habéis decidido aguardar a la primavera para atacar de nuevo a las Hordas, os ruego atendáis esta súplica: que hasta entonces, regresemos juntos a Olar a sorprender a vuestra enemiga y salvar tal vez lo que ahora parece insalvable.

– Bien hablas -dijo Gudú-. Por lo que veo eres tan inteligente como osado: lo que no me desagrada… Y háblame ahora con más detalle de los Hermanos Pastores y cómo se ha producido el combate.

Con detenimiento no exento de placer, Raigo se entretuvo en la descripción de la matanza -que Gudú llamaba combate-. No pasó desapercibido a su perspicacia el deleite con que le complacía su hijo. Cuando Raigo terminó su relato, el Rey esperó un instante.

– Traedme al jefe prisionero -dijo por todo comentario Gudú, reposando la cabeza. Y en su rostro brillaban como carbones encendidos sus ojos azules. Bruscamente, Raigo vio en ellos los ojos de Kiro, Arno… y Gudrilkja. Un cruel presentimiento le estremeció, mientras oía ordenar al Rey:

– Trae también a mi presencia al jefe Lar.

A poco, ambos penetraron en la tienda del Rey. Amén de moribundo y desfallecido por la herida y malos tratos, sólo de sentirse ante la presencia del Rey, el jefe Usklaidoj casi perdió el sentido. Y como no querían que muriese antes de obligarle a hacer su confesión, hubieron de sostenerle para que no diera con sus huesos en el suelo. Lar, por contra, se mostraba tan admirado y cándidamente respetuoso como un niño, a pesar de su feroz aspecto que, por otra parte, agradó profundamente a Gudú.

– Usklaidoj -dijo Gudú mirando glacialmente a su antiguo Cachorro-. Me has traicionado, y ya sabes lo que se acostumbra a hacer con los traidores.

Y ordenó fuese atado a las colas de cuatro caballos y descuartizado. Pero agonizó en el trayecto.

En cuanto a Lar, tras contemplarlo largamente, dijo:

– Eres Hermano de Raigo, según él me ha dicho, y por tanto Hijo mío. Como Hijos os tendré conmigo a ti y a tu pueblo. Desde este momento os uniré a mi ejército y os aseguro que os daré de por vida gloria y honor.

Ordenó entonces que le dejaran solo. Con fatiga, volvió a tenderse en el lecho, pero permaneció con los ojos abiertos. Brillaban como aquellas piedras del desfiladero, que gnomos, trasgos, duendes y criaturas de toda especie, sabían poseedoras de un fuego interno, difícil de extinguir.

A partir de aquel día, poco tiempo permaneció postrado el Rey. Su herida -mortal según Delko, el Físico que le cuidaba- fue sanada por los Hermanos Pastores. Así, tuvieron ocasión los soldados de contemplar, atónitos -ante la envidia de Delko- un extraño ritual de los bosques del Norte: primero bebieron un sorbo de sangre de cabra, y con el resto bañaron el rostro y torso del Rey, el suyo propio y el de Raigo, pronunciando unas misteriosas palabras. Al son de tambores untaron, enjugaron, apretaron y sangraron la herida de Gudú: y un líquido verdeamarillento salió de ella, como espíritu maligno. Luego enrojeció sus puñales al fuego, y los aplicaron a la herida, invocando al dios de la sangre y de la niebla. Confesaron preferir seguir adorando a este dios que al de los cristianos de Olar, cosa que no les fue discutida ni negada. Al alba, aplicaron barro y raíces, tres mariposas de oro reducidas a polvo, la piel machacada de dos lagartos y las cenizas de un cuerno. Y sobre este emplaste hicieron que orinase el jefe Caprino. Con amorosa delicadeza lo cubrieron de pieles rojizas, volvieron a resonar tambores y a beber sangre -así lo parecía-, pues el efecto de tal bebida pareció, a ojos de los presentes, como el que procura un buen vino añejo.

Los Hermanos daban saltos, y pasaban encima de altas hogueras, como si volaran. Y el joven Hermano de Oro les imitaba y parecía uno de ellos. Bebiendo sangre -o lo que fuera- su corazón se hinchaba, crecía, y todos sus sentidos se embriagaban y le transportaban de nuevo a un viaje fantástico, sobre precipicios donde, entre niebla y viento, le acechaban manadas de lobos: las fauces abiertas, los ojos encendidos y anhelantes.

La joven Gudrilkja les contemplaba de lejos, el puño apretado sobre la empuñadura de su espada; y sus dientes rechinaban igual que los de los perros, o las alimañas, con temblorosa ira. Pero era mujer, todos conocían ya su secreto, y sólo el desprecio o la burla o el carnal apetito de los hombres la acechaban. Mientras amanecía, y en el horizonte de la estepa se alzaba el sol, rojo también como la sangre, iban apagándose los gritos de los Hermanos, el Rey recuperaba su perdida energía, y ella se juraba que jamás, jamás se comportaría como mujer mientras esta condición no se viera igualada a la de aquel que amaba y odiaba entremezcladamente.

Después de aquello, el Rey se recuperó de forma increíble. De nuevo llamó a los Hermanos Pastores y les dijo:

– En verdad que muy noble y valientemente os habéis conducido, tanto con mi hijo como conmigo. Y no sólo habéis dado pruebas de valor y lealtad, sino de asombrosa sabiduría, al sanar mi herida como ningún otro hubiera podido hacerlo. Tal como os prometí, os tengo desde ahora como Hijos míos, y tanto vosotros como vuestros hijos (podéis tomar mujer en mi país, si es vuestro deseo) formaréis un inolvidable regimiento llamado de los Hijos del Rey, Hermanos Pastores; y, según haré constar en leyes, ni en vida mía ni en vida de toda mi estirpe, podréis ser jamás despojados de vuestros privilegios. De suerte que equipararé vuestras virtudes a las de los nobles, y una nueva y especial nobleza, guerrera y curandera, se iniciará con vosotros: y será así en tanto el Reino de Gudú exista. -Antes de que la emoción y estupor pudiera interrumpirle con agudos gritos y libaciones de sangre, u otros ritos similares, añadió solemnemente-: Y el Reino de Gudú no se extinguirá jamás.

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