Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Apenas el Rey partió, sabiéndose sola en una Corte donde, a pesar de todo, se estimaba, admiraba o respetaba a su enemiga Ardid, Urdska olfateó el peligro que para ella y sus hijos suponía esta mujer. Con humildad comunicó a su suegra que, ya que la ausencia del Rey la sumía en gran tristeza, y sabiendo cuánto quería Gudú el Castillo Negro, deseaba de nuevo recluirse allí.

En principio, esta decisión -aunque manifestada como una consulta de opinión- no agradó a Ardid. Pero al cabo, atinó que tal vez así podría controlar y espiar mejor sus movimientos -que tenía por cierto no eran buenos-. Así, respondió con su beneplácito, junto al de la Asamblea. Y Urdska, con sus hijos, regresó a la Corte Negra -de donde, se dijo Ardid, jamás debió salir-. Ahora, quizá disponía de mayor libertad de acción, en especial hacia Raigo.

5

Andaba el Trasgo borracho por las playas o las orillas de los ríos, aún sin asomar la cabeza. Oía el golpe de las olas, y las confusas advertencias que le hacían las criaturas submarinas, sin apenas entenderlas. Así estuvo llorando mucho tiempo, confundiendo sus senderos, porque los labraba en la arena, y a la arena volvían, sin remedio. Al fin terminó todo el vino que llevaba, y estuvo un tiempo vagando por ríos dorados y secos, hasta que se despejó. Y entonces regresó al subsuelo de la viña donde Gudulín permanecía aún tan inmovil, sordo y mudo como si jamás hubiera existido. Y entonces, el terror le bañó: pues un enjambre de gnomos, severos y puros, habían bajado de las montañas y con sus picos negros horadaban por doquier, y se lo habían llevado con ellos. Estremecido, al ver que había perdido al niño entre innumerables niños, que, como su amor, no oían, hablaban ni veían, exclamó: «Ah, gnomos entrometidos, ¿por qué habéis confundido mi tesoro con vuestras coronas?».

Pero el Gnomo Más Viejo se abrió paso al oír su voz de borracho contaminado y le miró con tal dureza que una profunda tristeza llenó al Trasgo y empezó a sollozar: «Gnomo purísimo, ¿no sabes que aquí guardaba a mi niño?». «Quita eso de ahí -dijo entonces el Gnomo, señalando con un dedo que encendía todos los subterráneos y se apoderó luminosamente del cuerpo de Gudulín-. Está estorbándonos.» «Pero Gnomo, éstas son tierras de Trasgos, éste es el Sur: y aquí puedo yo guardar cuanto me plazca.» «Calla, contaminado», rugió el Gnomo, con tal desprecio e ira, que los robles y los almendros, y hasta las raíces más escondidas, tuvieron un estremecimiento, y se oyó en las entrañas del bosque la música de un órgano monstruoso, un órgano hecho de Tiempo que hubiera desencadenado su tempestad en el interior del mundo. «¿Quiénes sois los contaminados para ordenar a los puros? Has de saber que en el vientre de la montaña y el valle permanecen muchos, muchos niños que, como ese que tú guardas, murieron sin conocer ni entender el mundo: porque Gudú llegó con sus hombres a pacificar estas tierras, y los primeros en caer fueron los niños de la oscura región.» «Ah, mi niño, mi niño -lloró el Trasgo-. Mi niño era la Oscuridad del mundo… Hazme el favor, déjamelo guardar en esta viña.» «¿Por qué la quieres, si ni siquiera la recuerdas ya?», dijo el Gnomo Menos Severo. El Trasgo escudriñó en su memoria, y súbitamente apareció el rostro vivaz, las mejillas doradas, los ojitos de ardilla de una niña que allí le vio por vez primera. «Niña querida, niña querida -rugió el Trasgo, súbitamente exaltado-, ¿dónde andas, niña mía?»

Entonces el Gnomo Menos Severo sintió lástima de él. Puso su mano sobre la roja pelambre del Trasgo y dijo, mirando hacia todos los niños que reposaban entre raíces y ríos subterráneos: «Oscuros, oscuros niños del mundo…, ¿hasta cuándo seréis tan ferozmente ignorados?, ¿hasta cuándo será nuestra misión recogeros y guardaros de la cruel glotonería, de la estúpida indiferencia? Mira Trasgo: he visto cómo se va abriendo paso hacia aquí un manantial, y huele como tú. Es tu manatial y si lo remontas, llegaras a la viña querida. ¿Sabes avanzar al revés del agua?». «Sí, puedo, si vuelvo al revés mis ojos -dijo el Trasgo-. Pero entretanto, ¿guardarás a mi niño?» «Sí, junto a los demás, te lo prometo: labor tuya es reconocerle si regresas.» «Regresaré. Ésta es mi tierra, y en ella está la luz de mi vida.» «¡Pobre contaminado!», se escandalizaron los gnomos, desde lo más escondido del subsuelo, desde las raíces del valle hasta las lejanas montañas. «¿Estás seguro de que mi niño querido no esta ahí, entre los tuyos?», suplicó el Trasgo. «No lo creo. Quizá lo encuentres al final del manantial que te pertenece.» «Déjame ver, al menos.» «Puedes buscarlo, si te place», dijo entonces el Gnomo Superior -el Señor de los Subsuelos-. Y ordenó que todos los gnomos mantuvieran los picos alzados y que iluminaran los recónditos senderos de la tierra.

Y el Trasgo, uno a uno, iba mirando todos aquellos niños escondidos, y alzaba sus párpados. Pero ya no podía encontrar los amados ojos de ardilla, ningunos ojos con Gota Lunar le miraban en el frío de la muerte. «No estás aquí, mi niño: así, regreso al principio del manantial.» El Trasgo hundió los dedos en los ojos del último niño, y los volvió del revés: y la corriente le condujo contra la fuerza del agua, hasta el brote mismo del manantial. «Oscuros, oscuros niños del mundo -retumbaron sus palabras, como un sordo tambor o temblor, bajo la tierra-, ¿hasta cuándo?…» Pero la ceguera ya era todo, y ellos sabían que aún por siglos y siglos así había de suceder.

Desolado, el Trasgo tomó nuevamente el camino de Olar.

Tornó al Norte y allí reconoció el manantial, el bosque y el cansino que le conducía a la cámara real. Y así sucedió que hallándose la Reina solitaria y triste -ya ni tan sólo llamaba a su amigo, se había cansado de hacerlo y había perdido toda esperanza de recuperarlo-, mientras atizaba el fuego, súbitamente las brasas se encendieron: dos llamas se volvieron intensamente azules y un sinfín de geniecillos del hollín huyeron aterradamente hacia lo más alto de la chimenea.

– Niña querida, ¿por qué me has abandonado? -gimió el Trasgo. Y con los brazos extendidos se abalanzó al cuello de Ardid, y se abrazó a ella tan estrechamente, que despertó un gran temblor no sólo en la Reina, sino en toda la estancia: como si el viento hubiera penetrado impetuosamente por alguna rendija. Las cortinas se alzaron, y todos los tapices temblaban, y el dosel de la cama se bamboleó: y tintinearon sus flecos, como si fueran de cristal en vez de oro ennegrecido y sucio.

– Ah, Trasgo, Trasgo -clamó Ardid, mientras corrían por sus mejillas silenciosas lágrimas-. Trasgo querido, no me abandones más… nunca más.

– No te he abandonado -dijo el Trasgo, con el rostro hundido en los plateados cabellos de la Reina. Nerviosamente, hebra a hebra, los tomó entre sus dedos-. Ah, traidora, traidora… ¿por qué te has vuelto así? -aulló dolorido-. ¿Por qué no eres mi niña?

– No ha sido culpa mía, te lo aseguro. Fue el Protector de Once quien lo hizo…

– No mientas, sabes que a mí nada se me oculta: y no puedes negar ahora que sólo tú has hecho una cosa tan horrible contigo misma. El Protector de Once sólo contempla y reseña estas cosas… No las hace, las hacemos nosotros, tonta criatura. ¿Por qué te has traicionado de tal forma…, si sabías que con ello a mí me traicionabas? Ay, ni siquiera aquella niña tan extraordinaria fue capaz de salvarse…

Como Ardid no podía ni sabía contestarle, se limitó a abrazarle y acunarle entre sus brazos; hasta que así ambos se durmieron.

Lejos de allí, en el Sur, los Señores del Subsuelo habían taladrado la tierra hasta el mar, de forma que éste penetrase y pudiera elegir entre los niños tontos. Y así, fue llevándose con él a la mayoría; a unos los condujo bajo las islas, a otros les dejó vagar por las costas, bajo los acantilados, confundidos con delfines. Al llegar a Gudulín, un enjambre de topos y murciélagos lo apartaron del mar, aullando jubilosamente: «Éste no, éste no. Éste es el Príncipe de la Oscuridad». El mar dijo: «Apartaos, ése es como los otros». «No es como los demás. Ése no puede ir al mar, porque perdió todas las oportunidades del amor.» «Bien -volvió a decir el mar-, apartaos; prometo dejarlo ahí.» Pero lo ciñó de un espeso cinturón de ecos y lo convirtió en isla, como siempre fue. El mar no es vengativo, y por ello iba y venía y lamía sus bordes, y sonaban todas sus caracolas en sus infantiles costas. Pero una caracola rosada conocía a Gudulín, y dijo: «Gudulín no quiere ser más isla: él quería ser una nave». Vio entonces el mar aquella triste nave que el Trasgo empezaba y nunca terminaba: con sus costillares relucientes y sus torpes clavos de diamante. Así que, suavemente, lo desprendió de su raíz, y lo dejó adentrarse en él, isla oscura, niño tonto y solitario, rodeado por todas partes de un azul tan profundo que nunca antes había conocido.

Pero cuando salió el sol, el Trasgo aún no lo sabía, y creía que los gnomos cumplían su palabra y lo guardaban. Seguía acariciando los cabellos de Ardid, suspirando, y al oído le decía:

– Al fin y al cabo, niña querida, pienso que no tengo derecho a reprocharte esto. Padeces una suerte de contaminación, ¿no crees?

– Sí -dijo débilmente Ardid.

– Y yo -prosiguió el Trasgo-, ¿quién soy yo para reprochar las contaminaciones, humanas o de cualquier especie? Sólo te pido algo: ¿volverás a la viña conmigo? Allí estaremos los tres juntos, otra vez. -Tenía la vaga idea de que habían sido tres, pero ya no recordaba quién fue el tercero.

– Lo prometo -dijo Ardid, recuperando su ingenio-. Pero antes debo cumplir algo aquí: ayúdame por última vez, y te acompañaré a la viña.

– No me engañes, no me engañes -respondió el Trasgo. Y para reforzar su advertencia, se abrió el pecho y mostró el racimo corazón. Y vio entonces Ardid, horrorizada, que lo que fue espléndido y maduro racimo era ahora un esqueleto retorcido del que pendían sólo tres granos a punto de caer.

141
{"b":"87706","o":1}