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– Oh, Señor -dijo el Barón Lelino, el menos viejo de la Asamblea-. Mucho me complazco en oír vuestros razonamientos… y como yo, todos los demás… Pero aún hay otro asunto que desearíamos consultaros.

– ¿Qué asunto?

Y aun cuando el tono del Rey logró desfallecer un tanto al audaz Barón Lelino, no tuvo más remedio que continuar:

– Es que circulan rumores… sobre un nuevo matrimonio vuestro. Esto nos complacería de veras… Pero ese rumor insiste en señalar como futura Reina a… bien, a una antigua y feroz enemiga de este Reino. ¿Es cierto ese rumor, Señor, o vulgar y maligna calumnia?

– Es cierto -dijo Gudú-. Y sabed que los antiguos enemigos (y tal vez pensando en vosotros mismos lo podréis comprobar) por variados y singulares caminos llegan a tornarse los mejores aliados. Así, os aseguro que esta alianza será el precio que debamos pagar a esa paz y esa holgura por las que tanto suspiráis.

La Asamblea permaneció en silencio y perpleja durante largo rato. Al fin, el Duque Foreste atinó a decir:

– En verdad, Señor, que sois tan sabio como valiente.

Y prorrumpieron en entusiastas -tal vez excesivamente entusiastas- vivas al Rey, al Reino y a todo lo que se les pasó por la cabeza y consideraron podía halagar al monarca.

Pero aún no habían terminado las aclamaciones y, sin protocolo alguno, el Rey se ausentó. Y cuando los nobles atinaron que no se había aún elegido el nuevo Presidente de la Asamblea, les llegó un emisario del Rey. Simplemente, y sin preámbulo alguno, les hacía sabedores de que, puesto que el más noble de cuantos nobles allí se reunían era él mismo, no existía otro jefe más oportuno para la presidencia de tan titubeante Asamblea. Con lo que todos callaron y regresaron a sus castillos o mansiones. Pero la simiente del descontento, de la rebelión y de la envidia no se había extinguido en la mayor parte de aquellos corazones.

El Rey cumplió lo prometido: y así, el tiempo de paz y prosperidad se produjo -al menos en apariencia-. En lugar de permanecer en la odiada Corte Negra, Gudú se instaló en Olar. Convocó y asistió a las reuniones de la Asamblea, y se mostró propicio a escuchar a todos y cada uno: permitió que abrieran poco a poco sus corazones en privado, y atendió -o lo fingió sus minúsculas y mezquinas ambiciones. Con lo que los ánimos empezaron a alborozarse, y más aún cuando pidió ser recibido por la Reina. De niño jamás se dirigió a ella de otra forma que como un humilde vasallo a su señora, pues ella era el único ser de la tierra que gozaba de su respeto. Cuando se hallaron a solas, le habló de la siguiente manera:

– Señora, como sabéis, he decidido permanecer durante un tiempo en Olar, y atender al pueblo y la nobleza en sus minucias. He llegado a la conclusión de que desean más fiestas, alegría y diversiones. Y como tan sabia sois en conducir (a vuestro provecho, y mi provecho) tales debilidades, os pido ahora que vuestra administración sea más blanda, y organicéis, de nuevo, una especie de Corte alegre y un tanto frívola, y de paso, para satisfacer ciertos gustos, algunos festejos para el pueblo. Algunos jóvenes nobles, que llevan ya mucho tiempo lejos de mujeres de su raza y condición, también deben tener nuevamente trato con las muchachas de Olar. Creo que así ablandaremos muchas suspicacias, y nos daremos un respiro, o margen (si lo preferís), para recomenzar nuestras verdaderas actividades.

– Haré como tú deseas, hijo -respondió Ardid. Pero no escapó al Rey el tono un tanto fatigado y desprovisto del antiguo entusiasmo de la Reina por estas cosas.

– Hijo mío -añadió al fin Ardid, pues una pregunta le quemaba la lengua-, ¿es cierto que pensáis desposaros con Urdska, y nombrar vuestro heredero a uno de los hijos?

– Es tan cierto como cuando os lo comuniqué.

– Pero… ¿cómo habéis olvidado que otros hijos de vuestra noble raza, y de vuestra mejor esposa?

– ¿Qué decís madre? Según noticias, se ahogaron con su madre en la nave que les conducía a la Isla de Leonia. Y si no ocurrió así, y se me ha engañado, sea quien sea el embustero, pagará con la muerte tal superchería.

El paladar de la Reina se secó repentinamente. Pero no cejó en su empeño:

– Tal vez, sin engaño ni superchería, tal cosa ocurriera. No sé nada de ellos, pero…, a veces, los náufragos reaparecen. Y si por casualidad sucediera así, y os lo pregunto tan sólo para estar bien informada de vuestras intenciones, que nunca, hasta ahora, me habéis ocultado, ¿nombraríais a Raigo heredero del trono de Olar?

– No -dijo el Rey, con tan glacial firmeza, que las piernas de la Reina temblaron-. Sólo recuerdo a esa criatura como un débil gorgojo, a quien apenas si estimé. Kiro y Arno llevan mi sangre y la de la más extraordinaria mujer del mundo: con lo cual, la sangre de esta raza decadente se vivificará, y la alianza con las Hordas quedará asegurada en este Reino. Kiro o Arno (me da lo mismo, el que a mi juicio mejor disposición muestre para ello) será el Heredero: y ningún otro le suplantará, os lo juro… al menos en vida mía.

Así, Gudú dio por terminada su entrevista con la Reina. Y así también, sin que nadie rechistase por ello, Olar se enteró de la próxima boda del Rey con la ex Reina Urdska.

Aparentemente, la ciudad revivió como en sus mejores días. Desgraváronse y redujéronse impuestos, se animó y facilitó nuevamente el comercio con los puertos del Sur, y nombróse al Duque Rangote -hombre en verdad de curioso aspecto y extravagantes modales- en el cargo de Buenas Relaciones Vecinales -parecido o igual al que ostentara antaño Almíbar-. Y si bien la Isla de Leonia había huido mar adentro, y nadie conocía su paradero, los reyezuelos costeros -a menudo ex piratas-, que ella tanto despreciaba, florecían que era un contento.

La Plaza del Mercado bullía de animación y festejos. En vísperas de la boda del Rey, ante el asombro de todos, Gudú concedió audiencias especiales en las que recibía representantes del pueblo: comerciantes y aun campesinos, a quienes atendió en sus demandas. Revisó también el sistema de juicios imperante, y depuso a muchos jueces y nombró a otros; y reformó las leyes -muy escasas, en verdad- de forma que si bien eran férreas y severas para el delincuente, más suaves se mostraban para el pequeño ladrón, débil e ignorante. Aunque el nuevo sistema de juicios y castigos distaba mucho de ser perfecto y justo, muchos salieron ganando con ello. Y si algunos desgraciados vieron aliviadas sus amarguras, no fue menos cierto que otros, mezquinos ratones y olisqueadores de ganancias, llenaron sus bolsas abundantemente. Todas estas cosas, no obstante, revestían, al menos exteriormente, de prosperidad y progreso al Reino. Y bien lo sabía Gudú, como bien lo sabía la Reina, que le secundó en todo con tanta dedicación y empeño, como firmemente se proponía en su interior, tarde o temprano, derribar a la intrusa y restituir los derechos al Trono de su nieto amado, Raigo.

Nobles, damas y caballeros, tenderos, comerciantes, barberos, herbolarios, campesinos, sastres, tejedores, alfareros, vinateros, cerveceros, y toda la gente de Olar, en general, remozaron sus establecimientos, vestuarios y apariencias. Nuevas modas trajo del Sur el Duque Rangote, y, según decían, él mismo aparecía floreciente y asombrosamente refinado. Y las jóvenes nobles de Olar probaron sin cansancio tocados y vestidos, en espera del gran acontecimiento: la boda del Rey.

En el transcurso de diez días de fiesta continua, en la que el pueblo disfrutó de vino, carne y harina gratuitamente, celebráronse los esponsales del Rey Gudú y la Reina Urdska. Ésta hizo solemne entrada en Olar, sentada en carroza y rodeada de guardia en verdad gallarda -si bien, según todos comprobaron, constaba íntegramente de gentes de su raza-. El pueblo, ebrio de vino y alegría tras largos años de austeridad, aclamó con júbilo la presencia de la Reina; pero, sobre todo, se encandiló con la visión de los dos jóvenes príncipes Kiro y Arno, que, jinetes en preciosos corceles esteparios, tan altivos, fuertes y hermosos se mostraban. Si tenían los acusados pómulos y la breve y un tanto aplastada nariz de la estepa, sus ojos azul-gris eran idénticos a los del Rey, y sus facciones recordaban mucho las de su padre. Pero, aun tan niños como eran, más de uno -noble o plebeyo no dejó de estremecerse ante sus miradas, y quien las sintió sobre su persona, jamás les hubiera tomado en adelante por cándidas palomas, sino por rapaces y astutos gavilanes.

El primer encuentro de Urdska con Ardid fue singular. La Reina Urdska llegaba vestida con tal esplendor, que en otro tiempo hubiera deslumbrado a Ardid. Se cubría de finas sedas, multicolores como el arco iris, y su manto estaba hecho de pieles de pequeños animales, cosidos pacientemente entre sí; y su color era de plata, o negro como la noche, como sus trenzas entretejidas de cintas doradas.

«Ay, Almíbar, amado mío -oyó murmurar a su corazón Ardid-, tú fuiste quien trajo a Olar la primera tela de seda, para engalanarme,… ¿Por qué fui contigo tan egoísta, tan estúpida…?» Y recordaba, recordaba…, aunque su recuerdo ya no servía para nada ni para nadie.

Ambas mujeres permanecieron mirándose, en silencio; ambas erguidas con igual prestancia, brío y majestad. Y los ojos en los ojos, sonriéronse con aparente dulzura, en tanto el brillo de sus miradas revelaba la más feroz y salvaje enemistad, como sólo dos mujeres, reinas y madres, ambas vengativas y astutas, ambas indomables, pueden llegar a sentir una por otra.

Por contra, ante sus nuevos nietos, la Reina Ardid sintióse, a su pesar, ligeramente enternecida: pues halló en sus ojos la mirada de Gudú, y tal cosa hubo de reblandecer un tanto su odio. Pero a poco que observó la ferocidad de sus movimientos y la rudeza de sus modales, el despego y la crueldad que hacia ella y todos los cortesanos -incluido su padre- mostraban, la ternura cedió y llegó, incluso, a desaparecer. «Mejor -se dijo-. Así será menos penoso para mí derrotarles.»

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