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Debido a su aislada y parca educación, Lauria era muchacha muy inocente. Es más, incluso un tanto simple para su edad. Asimilando sin gran sutileza las recomendaciones de Almino, creyó cumplía bien sus órdenes hospitalarias obedeciendo con absoluta escrupulosidad a Volodioso, cosa que por otra parte, desde su niñez, viera hacer a todo el mundo, incluido su venerable abuelo. Y así, aprestóse a cumplir también aquella orden. En rigor, la pobre Lauria jamás había disfrutado refinamientos semejantes a los que halló, reunidos y a su disposición, en aquella hermosa tienda blanca y azul. Y lo cierto es que se alegró como una niña por tener la oportunidad de alojarse allí.

Cuando apenas hacía un rato que se había retirado a ella, y aún permanecía entusiasmada a la vista de la cantidad de adornos, perifollos y baratijas con que el Rey la mandó adornar, el propio Rey se anunció -sin demasiada ceremonia- y entró. Nada mejor se le ocurrió a Lauria, aún presa de la embriaguez que tanto regalo la causaba, que correr a su encuentro y abrazarle, diciéndole, también, que mucho debía apreciarla quien tanto la honraba. Volodioso quedó muy complacido ante esta reacción, que contrastaba, ciertamente, con su fundada sospecha de hallar -como estaba acostumbrado- los consiguientes y habituales lloriqueos, súplicas y hasta arañazos, en la presa de turno. Así es que, entre mimos y carantoñas, poco le costó persuadir de sus verdaderos deseos a la inocente criatura -cuya mente no parecía, en este aspecto, rebasar los ocho años.

Como simple que era, accedió de buen grado a complacerle en sus requerimientos; y es más, como en puridad no conocía, ni aún tenía noticia de su profundo significado, incluso los juzgó banales a cambio de tanto halago como jamás la infeliz había recibido. No obstante, era una joven tan sana, agreste y pura, que cuando aquella noche -y varias noches siguientes- tuvo noticia y conoció los más amplios y variados aspectos que componen las humanas relaciones -especialmente en lo que concierne a hombre y mujer-, llegó a la diáfana conclusión de que, si en verdad misteriosa era la vida, resultaba al fin mucho más divertida y placentera de lo que sus cortos años en el Castillo y las severas costumbres de su abuelo le hicieron suponer. Por ninguna parte aparecían las dos fastidiosas dueñas con que éste la obligaba a compartir todas sus horas, y amén de sentirse tratada con un mimo y regalo jamás soñado durante el transcurso de todos los festines, bajo la arboleda, la instalaban junto al Rey, coronada de rosas, llegó a sentirse, al fin, como una verdadera Reina.

Por su parte, el mismo Volodioso comenzó a experimentar hacia la muchacha un curioso sentimiento. jamás en toda su vida topó con mujer parecida, que, desde el primer instante, sin fingidos o forzados forcejeos, se prestara tan cándida y graciosamente a su voluntad. Además, aquella candidez no privaba a Lauria de agudo instinto y delicadeza en lo que tocante al amor se refería. Así que, como invadido por un sutil y dulce veneno -más aún teniéndose en cuenta que Volodioso ya rebasaba, si bien con mucha arrogancia, la edad del amor sin tregua-, el Rey de Olar se entretuvo en aquellos parajes mucho más tiempo del previsto.

Mientras duró aquel idilio, Volodioso prohibió que se comunicara a la muchacha la muerte de su abuelo, pues juzgó -no sin razón- que resultaba menos enfadoso dejarlo para cuando él hubiera partido. Pero era notable el hecho de que si bien en ocasiones similares no le preocupó nunca un detalle semejante, esta vez envió soldados al Castillo con la severa advertencia de que si alguno de los sirvientes osaba revelar a la jovencita antes o después de su partida la verdadera causa de la muerte de Almino, el imprudente sería despedazado vivo y sus piltrafas expuestas al escarmiento general. Huelga decir que todo el mundo selló sus labios al respecto. Y halláronse bien dispuestos a propagar -como ordenó el Rey- que la causa de tal muerte obedecía a las malignas calenturas que, ya en ocasión de la regia visita, padecía el buen señor.

Pasados algunos días, Volodioso recibió urgente aviso de una revuelta estallada entre los siervos mineros que habitaban en las Tierras Negras. Era ésta una región tan mísera, que a las pobres gentes que allí habitaban se les llamaba el Pueblo de los Desdichados. Desde hacía años, desde los tiempos de su padre, estas gentes solían rebelarse, pese a los escasos medios de que disponían para ello. Una vez tras otra, la rebelión brotaba en aquella zona, sólo armados por el hambre y la desesperación. Pero, al decir del vulgo, estos motivos resultaban a la larga más convincentes que la venganza de cualquier agravio o aun la defensa de una religión o patria.

Muy a su pesar, y con grandes muestras de ternura, Volodioso se despidió de la muchacha. Ordenó que desde aquel momento nada les faltara ni a ella ni a sus sirvientes. Así mismo dispuso que los impuestos y gabelas fueran disminuidos, y se obedeciera y respetase a la Marquesa Lauria como Señora del Castillo y tierras adyacentes, y disfrutara de cuantos privilegios y bienes como antaño disfrutara su familia. Dicho lo cual, y para evitarse el dolor de verla derramar la primera lágrima -la carencia de lloriqueo mucho le complacía en Lauria y, a su juicio, la diferenciaba muy grata y considerablemente de las mujeres por él conocidas-, partió dispuesto a sofocar aquella nueva rebelión minera, pero prometiéndose a sí mismo, y a la muchacha regresar a Lorenta muy a menudo y allí, de nuevo, reanudar, gustar y prolongar la desconocida y embriagadora emoción que ella le inspiraba y que le llenaba de felicidad.

La revuelta fue, como de costumbre, sofocada sin dificultad. Y tras colgar de la Torre Negra a sus cabecillas – la Tierra de los Desdichados se extendía muy próxima al Castillo de Sikrosio-, la calma reinó nuevamente en Olar. Entre escombros y redobladas sanciones, el Pueblo de los Desdichados volvió a cavar los escasos y rocosos terruños que les permitían cultivar, y de los que subsistían. Y Volodioso regresó a sus lares, con la satisfacción de un deber cumplido.

Por aquellos días, la Condesa Soez aún vivía en el Castillo. Si bien ya empezaba a mostrarse un poco gruesa, aún era su piel tan tersa, que -según el Físico- podría escribirse en ella. Entre tanto, una joven muchacha, hija del Conde Silcasmundo, fue presentada por su padre al Rey. No era bella, pero tan complaciente y rozagante, y tan hábilmente le fue metida por los ojos -como vulgarmente se dice- por su propio padre, que al fin despertó la pasión de Volodioso.

Licenció a la Soez -que se quedó muy contenta, a decir verdad- y, cansado y harto de castigar gente y atravesar cuerpos, el Rey juzgó buena a la joven rolliza para su solaz y descanso de guerrero. A su vez, Silcasmundo ascendió en importancia y alcanzó alguna prebenda. Entretenido con la muchacha y acaso por primera vez fatigado, Volodioso olvidó lentamente a la pequeña Lauria.

Años más tarde, ocurrió que Volodioso hubo de retornar a Lorenta llevado por algunos asuntos de su interés, entre los que no era tema baladí sus famosos viñedos. Y muy grande fue su asombro al oír que, apenas sus habitantes divisaron el cortejo real, las campanas de la villa repicaban alegres. A su vez, dos lindos pajes acudían a la Puerta de Honor para recibirle. Sobre bordado cojín, portaban la llave del Castillo de Almino, y advirtiéronle que su Señora, la Marquesa Lauria, esperaba les honrase con su presencia -como en otra ocasión- y descansara en su Castillo.

Volodioso recuperó entonces la dulce emoción de su recuerdo y, espoleando su montura, adelantóse al cortejo a galope, sin boato ni protocolo alguno, como un vulgar adolescente enamorado. Llegó al Castillo y comprobó con estupor que la pequeña Lauria había acudido a sus puertas para recibirle y que habíase convertido en una mujer de belleza serena, jugosa y extraordinaria. Con gravedad y dulzura, le hizo una reverencia tan exquisita como jamás ninguna de las enfatuadas y torponas damas de la Corte olarense hubiera conseguido, sin caer en titubeos o disparatados tropezones. «Esto -pensó- no es una reverencia: es como si una bandada de cisnes se hubiera posado en copa de oro.» Y satisfecho y asombrado de que se hubiera cocido en su propio caletre tan peregrina imagen, ordenó enviaran emisarios a Caralinda para que se aprestase a componer una canción con ese motivo. Levantó con toda la suavidad de que era capaz a Lauria, y la abrazó tiernamente.

Desde aquel punto y hora, su amor se prolongó de tal modo y con tanta gloria, que el maduro Volodioso creyó reverdecían los años en que, jinete en su caballo, el halcón al puño, cabalgaba por los espesos bosques de una tierra que aún no era su Reino, entre unos hombres que aún no eran sus súbditos y vasallos, cuando sentía en su pecho los golpes de un corazón que aún no era (en modo alguno) el fatigado corazón de un hombre viejo.

No obstante, Volodioso no pudo prolongar aquella felicidad demasiado tiempo: puesto que, por mucho que el amor le deleitase, al fin y al cabo era Rey. Así que, un día, partió nuevamente hacia Olar. Pero con tan raro perfume en los labios, con tan oscuro temblor en lo hondo de su pecho, como jamás conociera antes. Y cuando el Castillo de Lauria y la hermosa tierra y el fascinante mar se perdían tras las Lisias, cuando entró de nuevo en las rudas tierras donde había nacido, una gran melancolía llegó hasta él. Y se dijo que ninguna mujer en el mundo mostró hacia él tan suave y graciosa conducta, atinada conversación, delicado y encendido amor. Y recordó y comprobó con estupor que, en los años de ausencia, cuando se mantuvo lejos de Lauria, ella no conoció a ningún otro hombre. Por el contrario, el nombre de Volodioso y aun su efigie -pintada por no sabía qué benigno artista, pues en aquel retrato el Rey se vio a sí mismo con una expresión y una sonrisa que, a decir verdad, nada le pareció más lejos de la realidad- eran en Lorenta respetados e incluso -¿quién sabe?- hasta amados. Cosa que no sucedía jamás allí donde ponía su pie.

Y así, pasaron días y días y días. Y transcurrido algún tiempo, llegó a Olar un emisario de Lorenta, con la triste nueva de que Lauria había muerto.

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