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Al fin, cierta mañana en que el cansancio y las privaciones le hacían vacilar sobre sus pies, notó cómo ante sus ojos -que sabían ver en la oscuridad y otear en la lejanía como el águila- medio se borraban los contornos de árboles y tierras. Allí estaban -y las adivinaba más que veía-, sueño o delirio de fiebre, las Rocas Gigantes, tantas veces descritas por su abuelo, que guardaban el paso a los Desfiladeros. Allí estaban las negras siluetas, los gigantes que les daban nombre. Y con esta adivinación o visión, cayó de bruces. Sintió cómo su corazón golpeaba contra el suelo, como un sordo tambor que desde tiempo y tiempo atrás -antes de su vida, pero en la misma ruta de su sangre- latía lenta pero ininterrumpidamente, hasta que llegara un día en que su eco se extendiera por toda la corteza de la tierra, como no lo lograría el sueño de Gudú.

En la fría mañana se anunciaba un invierno que habría de ser crudo. Muchas aves ya habían emigrado al Sur, y sólo las nubes, lentas y cambiantes, huían quién sabe hacia qué países o mares. Lisio permaneció tendido, en la fría tierra, como asido al golpeteo todavía débil, pero indomable, de su corazón. El sol fue adueñándose del helado firmamento y, lentamente, bajo sus pálidos rayos, su cuerpo renacía, olía la tierra húmeda las raíces; y el viento que ahora llegaba a su frente, a diferencia del frío que atenazaba sus movimientos, parecía quemar. Abrió al fin los ojos y vio huir hacia su madriguera dos animalillos. Esto le hizo pensar en otros agujeros, otras madrigueras donde sus aún hermanos permanecían y, sin saberlo ellos, retenían para él todo el vigor del mundo. Así recibió de nuevo su fuerza, la sintió penetrar por su aterida piel, poro a poro, y reanimarle como un vino misterioso.

Las nubes se adelgazaron, se abrieron y alejaron lentamente. El sol envió más calor y, poco a poco, Lisio fue incorporándose. Oyó manar, cerca de allí, una fuente. O quizás era un arroyo. O acaso un río… Aunque él no lo sabía, estaba muy cerca del lugar donde, tiempo atrás, Predilecto detuvo su espada sobre la mirada despavorida de su hermano. Allí donde, otro hermano, le dio muerte violenta, sin piedad alguna, sin el más remoto sentimiento de duda, remordimiento o pesadumbre. Y algo flotaba entre los juncos, algo parecido a una voz que narraba aquellas cosas. Aunque sólo los juncos y las piedras, y acaso una asustada nutria, las escuchaban con el mismo pavor que oían el vuelo de los buitres o el suave hollar la hierba de la raposa. Sólo los trasgos, los elfos y acaso las criaturas fluviales podrían entender aquel lenguaje, y poco podían afectarles estas cosas. «Humanas rencillas, hediondas podredumbres, necias historias», comentaría a lo sumo la carpa con el transparente silfo, o el cándido elfo que asomara sus ojos de rocío entre la hierba.

Y Lisio tampoco oía otra cosa que no fuera el latir de su odio contra el pecho, ni veía más que el rostro moribundo de su abuelo, o los desesperados ojos de Lure. Incluso las palabras de su abuelo casi habían desaparecido de su memoria, y sólo una, negra y luciente, llenaba su pensamiento: «venganza». Y se repetía esta palabra en el latido de su corazón, y en el latido de otros corazones lejanos -en el tiempo pasado, en el tiempo que aún habría de venir- por los misteriosos caminos de la especie humana.

Siguiendo el rumor del agua, Lisio encontró el río. Refrescó el ardor de su frente y bebió. Le pareció que al beber se llenaba de vida, una vida renovada y sabia. Se sentó entre los juncos y, por vez primera, que él recordara, las lágrimas caían en sus manos manchadas de tierra, y se mezclaban al barro del mundo donde le había tocado nacer. Pero no eran lágrimas de tristeza, sino lágrimas de odio. Pues ni el recuerdo de Lure lograba devolverle la lejana ternura que, en tan largo camino, tal vez había perdido para siempre. «¿Por qué no maté aquel día al Príncipe Predilecto?», se dijo. Y con ira, secó sus ojos, y con ira tuvo fuerza para incorporarse, sin reparar que acaso centraba aquel sentimiento en la criatura que menos merecía odiar. Pero quien con vanas esperanzas estimula el corazón ajeno, hiere más que aquel de quien sólo mal se espera. Y el recuerdo de su quebrada fe, del sueño roto, de su pisoteada esperanza, le llenaba de ira. «La ira», se dijo, «la ira…». Un descubrimiento, una nueva forma de estar vivo. Y allí mismo deseó matar, con mil muertes que pudiera, al que no tuviera valor, o fuerza, para vengar la vida de un hermano. Sin saberlo, se repitió las mismas palabras de Gudú: «No vacilaré: una sola duda significa la muerte para los de mi raza y para mí mismo».

Avanzó prudentemente, medio oculto entre los juncos del río, hasta alcanzar, al fin, el Desfiladero. Le llegó entonces el olor, el humo, las voces del campamento de los soldados que defendían o guardaban aquella entrada, y el piafar de un caballo. Luego lo vio avanzar, con su jinete, y oyó sus cascos alejándose. El eco los repetía entre las grandes piedras. Planeaba la forma de trepar hacia las rocas y adentrarse en el interior de aquella especie de inmensa fortaleza natural, superior a cuantas un hombre pudiera levantar sobre la tierra, cuando oyó voces muy cercanas, y se tendió entre las jaras, anhelante.

– Bestia -decía una de aquellas voces, si bien en voz baja y silbante-. Bestia inmunda: acabaré contigo y te despedazaré, y tus pingajos serán devorados por los buitres. Pero atino que serías un bocado demasiado dañino, incluso para ellos. Mejor sería convertirte en cenizas: pero vivo, quiero verte arder vivo, lentamente…

Y aquella sarta de malos deseos se quebró en un conocido sonido: el entrechocar de armas. Alzó la cabeza y, con gran estupor, comprobó que dos ancianas mendigas, de aspecto muy lastimoso, esgrimían sendas espadas y se atacaban con saña ejemplar -como si se hubiera tratado de Cachorros de Gudú.

La feroz y sanguinaria pelea duró hasta que una de las dos mendigas logró desarmar a su contrincante: la espada contraria voló por los aires y vino a caer tan cerca de donde él se hallaba, que a punto estuvo de clavársele en el hombro. Lisio se apoderó de ella, mientras con un mal reprimido grito, semejante a silbido de víbora, y dispuesta a degollarla como a un puerco, la mendiga vencedora se lanzaba sobre la que, caída en el suelo, se tapaba ominosamente la cabeza, como despidiéndose de este mundo para siempre. Sin embargo, y antes de que tal cosa ocurriera, la atacante resbaló en el barro y vino a caer junto a su víctima. Entonces, la que tan resignadamente se despedía de la miseria humana, cobró ímpetu y, con una risita baja y siniestra -que recordó a Lisio otra risa odiada y conocida-, se lanzó sobre su compañera: ambas rodaron entonces entre el cieno, distribuyendo aquí y allá golpes y puñetazos. La fuerza, el ánimo -o tal vez las rencillas-parecieron mitigarse entre ellas; y a medida que los golpes languidecían, parecieron calmarse. Quedaron, al fin, en el suelo y a cuatro patas, una frente a otra, como dos fatigados animales. Brusca y sorprendentemente decidieron dar por terminadas sus cuestiones y, sacudiéndose como mejor pudieron el barro que las cubría, se sentaron entre los juncos e intentaron localizar las zonas de su cuerpo más magulladas. Desciñéronse de sus harapos, y Lisio comprobó con sorpresa que no se trataba de mujeres, sino de un par de larguiruchos, amarillentos y feos cuerpos varoniles. La espada de la última -o último- había caído un tanto lejos de donde él se hallaba. Pero aun así, se deslizó suavemente a sus espaldas y logró apoderarse de ella. La guardó en su cinto, junto a la suya propia, y se dispuso a aguardar los acontecimientos.

Una vez comprobadas sus magulladuras, los estrafalarios personajes dedicáronse a cubrirlas amorosamente con cieno y yerbas: tal como solían hacer los soldados o los luchadores heridos. Y a poco, se inició entre ellos esta apacible conversación:

– Hermano, creo que, considerando la confianza con que ya nos movemos por este lugar, hora sería de entablar conversación con los Desdichados y prender la primera esperanza, junto a la primera rebeldía.

– No sé, no sé -dijo el otro, frotándose una rodilla que comenzaba a hincharse-. Si tuviera que fiarme de ti, hace tiempo penderíamos los dos de una cuerda. ¿Qué hubiera sido de nosotros si hubiéramos llevado a cabo el plan anterior? Recuerda cómo por puro milagro o azar no lo pusimos en práctica, y cómo comprobamos con nuestros propios ojos la grosera armazón de todo lo proyectado, cuando…

Y así, frase por aquí, comentario por allá, Lisio llegó a comprender, aunque someramente, tan enrevesadas cuestiones. Aunque no llegó a calibrar la forma en que pretendían llevarlas a cabo, lo cierto es que estaban guiados por una sola intención: soliviantar a los sometidos Desdichados contra los soldados -según ellos, relajados en extremo- y organizar una revuelta contra el Rey Gudú. A todas luces, aquellas intenciones coincidían con sus propios deseos.

Su primer impulso fue unirse a ellos, con gozosa y feroz alegría. Pero la experiencia de tantas amarguras pasadas y los desengaños que sufriera durante su corta vida, le aconsejaron prudencia y reflexión. Algo había en aquellos semblantes y aquellos comentarios que no despertaba su confianza. Debía ser cauto, pensó, antes de darse a conocer y unir las mutuas ansias de venganza.

Les vio entonces sentarse, muy juntos, y se les acercó, sigiloso, por detrás. Llevaba ahora una espada en cada mano, y estaba dispuesto a luchar con ambos brazos, para lo que había sido adiestrado y era particular gloria y orgullo tanto de los Cachorros como de Yahek y del mismo Gudú. Tan silenciosa como cautelosamente se había deslizado hasta el momento, avanzó hacia las dos escuálidas espaldas. Con delicadeza, pero sin que ofreciera dudas sobre sus intenciones, apoyó la punta de sus espadas en ambas nucas, y en voz tan baja como ellos hablaban, y tan roncamente como ellos, murmuró:

– No os mováis, o seréis degollados como cerdos aquí mismo.

Tan sólo por el convulso temblor de aquellas nucas, abundantemente pobladas de rojiza maraña, podía sospecharse que ambos aún vivían. Lisio pensó que ambos estaban, o muy famélicos, o muy asustados. Así que creyó oportuno añadir:

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