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– Vístete y lárgate.

Y era capaz de decírselo a ese pobre diablo bigotón pero también a él, al maestro Gabriel Atlan-Ferrara. Lo obedecía en los ensayos. Es más: había un entendimiento perfecto entre los dos. Era como si ese arco de luces art nouveau del escenario los uniese a él y a ella, dándose las manos del foso orquestal al escenario en un encuentro milagroso del conductor y la cantante que, además, estimulaba al Fausto tenor y al Mefistófeles bajo, acercándolos al circulo mágico de Inez y Gabriel, tan avenidos y parejos en su interpretación artística, como invertidos y disparejos en su relación carnal.

Ella dominaba.

Él lo admitía.

Ella tenía el poder.

Él no estaba acostumbrado.

Se miraba al espejo. Se recordaba siempre altivo, vanidoso, envuelto en capas imaginarias de gran señor.

Ella lo recordaba emocionalmente desnudo. Rendido ante un recuerdo. La memoria del otro joven. El muchacho que no envejecía porque nadie lo volvería a ver. El muchacho que desaparecía de las fotos.

Por ese hueco -por esa ausencia- se colaba Inez para dominar a Gabriel. Él lo sintió y lo aceptó. Ella tenía dos látigos, uno en cada mano.

Con uno le decía a Gabriel, te he visto despojado, indefenso ante un cariño que te empeñas en disfrazar.

Con el otro le fustigaba: Tú no me escogiste a mi, yo te escogí a ti. No me hiciste falta entonces y tampoco me haces falta ahora. Nos amamos para asegurar la armonía de la obra. Cuando terminen las representaciones, terminaremos, también, tú, yo…

¿Sabía todo esto Gabriel Atlan-Ferrara? ¿Lo sabia y lo aceptaba? En brazos de Inez decía si, lo aceptaba, con tal de gozar a Inez aceptaría cualquier trato, cualquier humillación. ¿Por qué tenia que estar ella siempre montada sobre él, el boca arriba y ella encima, ella conduciendo el juego sexual, pero exigiéndole a él, desde su posición yacente, sujeta, sometida, tactos, imperativos, placeres evidentes que él no tenía más remedio que obsequiar?

Se acostumbraba a estar con la cabeza sobre la almohada, tendido, mirándola a ella erguida encima de él como un monumento sensorial, una columna de carne embelesable, un solo río carnal del sexo unido al suyo rumbo a los muslos abiertos, las nalgas jineteando sobre sus testículos, fluyendo hacia la cintura a la vez noble y divertida como una estatua que se riera del mundo gracias a las gracias del ombligo, divertida también y al cabo por los senos duros pero rebotantes, pero confluyendo, la carne, en un cuello de una blancura insultante mientras el rostro se alejaba, ajeno, oculto por la masa de pelo rojizo, la cabellera como máscara de una emoción perdediza…

Inez Prada. («Se ve mejor que Inés Rosenzweig en las marquesinas y se pronuncia mejor en otros idiomas.»)

Inez Venganza. («Todo lo dejé atrás. ¿Y tú?»)

¿De qué, Dios mío, después de todo, de qué se estaba desquitando? («La interdicción pertenecía a dos tiempos distintos que ninguno de los dos quería violar.»)

La noche del estreno, el maestro Atlan-Ferrara subió al podio en medio del aplauso de un público expectante.

Éste era el joven conductor que le había arrancado sonoridades insospechadas -latentes no, perdidas- a Debussy, a Ravel, a Mozart y a Bach.

Esta noche dirigía por primera vez en México y todos querían adivinar la fuerza de esa personalidad tal y como la anunciaban las fotografías, la cabellera larga, negra y rizada, los ojos a medio camino entre el fulgor y el sueño, las cejas malditas que reducían a comedia los disfraces del Mefisto; las manos implorantes que volvían torpes los gestos de deseo del Fausto…

Decían que era superior a sus cantantes. Sin embargo, todo lo dominaba la sintonía perfecta, creciente y admirable entre Gabriel Atlan-Ferrara e Inez Prada, entre el amante dormido en el lecho y alerta en la escena. Pues por más que ella luchase por la paridad convenida, en el teatro él se imponía, él conducía el juego, él la montaba, la sujetaba a su deseo masculino y la ubicaba al fin, al terminar la obra, en el centro del escenario, tomada de la mano de los niños-serafines. Cantando al lado de los espíritus celestes, haciéndole notar que, contra lo que ella pudiese sospechar, Inez era siempre la que dominaba, el centro de la relación que (ni ella ni él dejarían de pensarlo) en todo caso era paritaria sólo porque ella era la reina del lecho y él el dueño del teatro.

Murmuraba el maestro dirigiendo las escenas finales de la ópera, las vírgenes tan hermosas apaciguan tu llanto, Margarita, te arrancan del dolor de la tierra, te devuelven esperanza, y entonces Margarita que es Inez unida de la mano a los niños del coro, cada niño dándole la mano a otro y el último dándosela a un cantante del coro celestial y éste al vecino y el siguiente al que tenia a su lado hasta que todo el coro, con Margarita/Inez en el centro, era realmente un solo coro reunido por la cadena de las manos y entonces los dos ángeles en el extremo del semicírculo formado en el escenario extendieron cada uno la mano al palco más cercano al foro y tomaron la mano del espectador más próximo y éste de la persona más cercana a él y ésta la de la siguiente hasta que la totalidad del teatro de las Bellas Artes era un solo coro de manos tomadas las unas de las otras y aunque el coro cantó conserva la esperanza y sonríe de felicidad , el teatro era un gran lago en llamas y en el fondo de las almas un horroroso misterio tenia lugar: todos se fueron juntos al Infierno; creían subir al Paraíso y se iban al Demonio, Gabriel Atlan-Ferrara exclamó en triunfo, jas! Irimuro karabao, jas, jas, jas!

Se quedó solo en la sala abandonada. Inez le dijo dándole la mano en medio del aplauso:

– Nos vemos dentro de una hora. En tu hotel.

Gabriel Atlan-Ferrara, sentado en primera fila de butacas del teatro vacío, vio el descenso del gran telón de vidrio compuesto a lo largo de casi dos años por los artesanos de Tiffany con un millón de piececillas relucientes, hasta formar, como un río de luces que aquí encontraran su desembocadura, el panorama del Valle de México y sus temibles y amorosos volcanes. Se iban apagando con las luces del teatro, de la ciudad, de la representación concluida… Pero seguían brillando, como sellos de cristal, las luces del telón de vidrio.

En la mano, Gabriel Atlan-Ferrara tenía y acariciaba la forma lisa del sello de cristal que Inez Roserizweig-Prada había colocado allí a la hora de los aplausos y las gracias frente al público.

Él salió de la sala a los vestíbulos de mármol color de rosa, murales estridentes e instalaciones de cobre lustroso, todo en el estilo art nouveau con que concluyó, en 1934, la construcción iniciada con boato cesáreo en 1900 e interrumpida por un cuarto de siglo de guerra civil. Afuera, el Palacio de Bellas Artes era un gran pastel de bodas imaginado por un arquitecto italiano, Adarno Boati, seguramente para que el edificio mexicano fuese la novia del monumento romano al rey Vittorio Emmanuele: el matrimonio se consumaria entre sábanas de merengue y falos de mármol e hílos de cristal, sólo que en 1916 el arquitecto italiano salió huyendo de la Revolución, horrorizado de que su sueño de encaje fuese pisoteado por las caballadas de Zapata y Villa.

Quedó, abandonado, un esqueleto de fierro y así lo vio Gabriel Atlan-Ferrara al salir de la plazoleta al frente del Palacio: desnudo, despojado, oxidado durante un cuarto de siglo, un castillo de herrumbre hundiéndose en el fango rencoroso de la ciudad de México.

Cruzó la avenida al jardín de la Alameda y una máscara de obsidiana negra lo saludó, llenándolo de alegría. La máscara de muerte de Beethoven lo miraba con los ojos cerrados y Gabriel se inclinó y le dio las buenas noches.

Entró al parque solitario, acompañado sólo por estrofa tras estrofa de Ludwig Van, hablando con él, preguntándole si en verdad la música es el único arte que trasciende los límites de su propio medio de expresión, que es el sonido, para manifestarse, soberanamente, en el silencio de una noche mexicana. La ciudad azteca -la Jerusalén mexicana- estaba hincada ante la máscara de un músico sordo capaz de imaginar el rumor de la piedra gótica y el río renano.

Las copas de los árboles se mecían con gran suavidad en las horas después de la lluvia, goteando los poderes dóciles del cielo. Atrás quedaba Berlioz, resonando aún en la caverna de mármol con sus valientes vocales francesas rompiendo las cárceles de las consonantes nórdicas, esa «espantosa articulación» germana armada de corazas verbales. El cielo en llamas de La valkiria era de utilería. El infierno de aves negras y caballos desbocados de Fausto era de carne y hueso. El paganismo no cree en sí mismo porque nunca duda. El cristianismo cree en si mismo porque su fe siempre está a prueba. En estos plácidos jardines de la Alameda, la Inquisición colonial ejecutó a sus víctimas y, antes, los mercaderes indios compraron y vendieron esclavos. Ahora, los altos árboles rítmicos cobijaban la desnudez de estatuas blancas e inmóviles, eróticas y castas sólo porque eran de mármol.

El cilindrero lejano rompió primero el silencio de la noche. «Sólo tu sombra fatal, sombra del mal, me sigue por dondequiera, con obstinación.»

El primer golpe lo recibió en la boca. Lo tomaron de los brazos para inmovilizarlo. Luego el bigotón de barba rala le pegó con las rodillas en el vientre y en los testículos, con los puños en la cara y el pecho, mientras él trataba de mirar a la estatua de la mujer acuclillada en postura de humillación anal, ofreciéndose, malgré tout, a pesar de todo, a la mano amorosa de Gabriel Atlan-Ferrara manchando con su sangre las nalgas de mármol, tratando de entender esas palabras ajenas, cabrón, chinga a tu madre, no te acerques más a mi vieja, te faltan güevos, pinche joto, esa mujer es mía… jas, jas, Mefisto, hop, hop, hop!

¿Requería una explicación sobre su conducta en la costa inglesa? Podría decirle que él siempre huyó de las situaciones en que los amantes adoptan costumbres de matrimonio viejo. El aplazamiento del placer es un principio a la vez práctico y sagrado del verdadero erotismo.

– Ah, te imaginabas una falsa Luna de miel… -sonrió Inez.

– No, prefería que tuvieras de mi un recuerdo misterioso y amante.

– Arrogante e insatisfecho -ella dejó de sonreír.

– Digamos que te abandoné en la casa de la playa para preservar la curiosidad de la inocencia.

– ¿Crees que ganamos algo, Gabriel?

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