– Guarda el bote -le dice a Gildo-. Puede servir para algo.
Gildo guarda el bote en su mochila y reanudamos la marcha.
Los tres sabemos para lo único que puede sernos útil ese trozo de hojalata, una vez lleno de pólvora y metralla.
En Peña Negra, la noche es una lámina de estrellas y de arándanos.
A medida que avanzamos, bordeándola, la vegetación desaparece poco a poco bajo el alud de piedras desprendidas que cubre la ladera. El valle va quedando cada vez más abajo, cada vez más hundido en la marea de helechos y piornos por el que corre, rumoroso, el río Susarón.
En Peña Negra, sólo hay arándanos. Y piedras. Y soledad. Y estrellas.
En Peña Negra, sólo hay tres sombras que caminan en silencio contra el viento.
La Llera, sobre el cauce tajado del río, es un puñado de casas y negrillos acurrucados, como un rebaño, al pie de Peña Negra.
Justo delante de las primeras casas, una pradera verde y jugosa -blanca bajo la luna- se lanza por la pendiente buscando el frescor del agua. Luego, ya abajo, se extiende plácidamente a ambos lados del río que se aleja en dirección a Vegavieja y los lavaderos de carbón de Valselada.
La Llera tiene una iglesia arruinada, un torreón medieval carcomido por el tiempo y los líquenes silvestres y una escuela de piedra donde yo explicaba la lección diaria la mañana en que llegó aquí la guerra. Nunca, desde aquel día, había vuelto a verla.
Ahora, sin embargo, estoy junto a ella, escondido a su sombra con Gildo y Ramiro. Y, a través de las ventanas, puedo ver, levemente iluminados por la luna, los pupitres alineados, la mesa del maestro -mi vieja mesa-, el encerado de pizarra en la pared. Todo como yo lo dejé aquella mañana de verano.
Pero ni Gildo ni Ramiro tienen aquí ningún recuerdo. Y esperan, impacientes, observando la casa que acabo de indicarles.
– El portón está abierto -dice Gildo.
Sí. Pero hay que ir con cuidado. Seguramente estará armado.
La hoja del portón se entreabre sin ruido. El corral está en sombra, en silencio. Pero una luz rojiza se adivina al-fondo, enredada en las telarañas de una ventana.
De pronto, un perro nos sale al paso. Con ojos amenazantes. Pero, antes de que pueda darse cuenta, un nudo corredizo se abraza a su garganta. El animal se queda mirándonos, colgado de la rueda del carro, con los ojos manchados de sorpresa y de sangre.
Desde la ventana de la cuadra, veo al hombre que venimos buscando. Está sentado en una banqueta, ordeñando.
Gildo y Ramiro se quedan afuera para cubrirme la retirada.
El hombre se vuelve en su asiento, sin soltar el caldero, alertado por los pasos. Al principio, simplemente sorprendido. Pero, cuando me ve, los músculos del cuello y de la boca se le contraen violentamente y su rostro palidece por completo. Me mira con ojos incrédulos, desorbitados.
– ¿Qué pasa, Guillermo? -estoy parado frente a él, en medio de la cuadra-. ¿Ya no me reconoces?
Él ni siquiera se atreve a contestarme.
– Me miras como si estuvieras viendo a un muerto.
El caldero se le cae de entre las piernas dejando un charco de leche sobre la paja. Las vacas se revuelven asustadas.
– ¿O es que acaso pensabas que había muerto?
– No, no. ¿Por qué dices eso?
Ha hablado al fin, con voz mansa y asustada, muy distinta de aquella que encabezaba mi búsqueda la noche que permanecí escondido en un pajar antes de conseguir escapar a la montaña.
– ¿No habías vuelto a saber nada de mí?
– Sí -susurra apenas-. Sabía que andabas huido. En el monte.
– ¿Y nunca pensaste que podría venir a visitarte?
Él no responde. Ha palidecido definitivamente más allá de los límites del miedo soportables y un sudor frío, amarillento, le recorre la cara.
Se levanta sin dejar de mirarme.
– ¿Qué vas a hacer, Ángel? ¿Qué vas a hacer?
Levanto la metralleta en dirección a ese bulto desmadejado, a esa imagen borrosa que me suplica con los ojos la compasión que ya no puede pedirme con palabras.
Y espero unos segundos a que el silencio se hinche como una nube antes de reventarlo:
– Escúchame, Guillermo. Esta vez no voy a matarte. ¿Me oyes? Esta vez no voy a matarte. Pero, ahora mismo, en cuanto me haya ido, coges la yegua y vas a Cereceda a ver al sargento de mi parte. Dile que esto es solamente un aviso. Por lo de mi hermana. Él ya sabe. Pero que, la próxima vez, alguien, tú por ejemplo, aparecerá con un tiro en la carretera. ¿Me has entendido, Guillermo? ¿Me has entendido?
Guillermo ya no puede contestarme. Se ha doblado con los ojos vidriados, sobre el pesebre, y ha empezado a vomitar ácidamente.
El arroyo del bosque de Las Loberas nace en los altos neveros de Peña Barga, salva la vertical de la cascada de La Morana -restallando en su salto contra las palas de la hidroeléctrica- y bordea por el norte Peña Illarga, entre macizos de musgo y castaños salvajes, buscando el magnetismo del molino de Pontedo y del cauce ya cercano del río Susarón.
El arroyo del bosque de Las Loberas, por el camino, forma tajos de vértigo y rápidas torrenteras, rabiones, hoces embravecidas y pozos de espuma negra. Y, también, de cuando en cuando, mansas tabladas donde se agrupan las truchas en las noches de verano y luna llena.
Gildo, metido en el agua hasta la cintura, aparece entre la maleza:
– Vamos, Ángel. Acerca la cesta.
Trae una trucha en la mano. Le arranca la cabeza con los dientes y la arroja a la orilla, sobre la hierba.
– Esto está lleno de truchas -me dice-. Estate atento.
Gildo desaparece de nuevo entre la maleza. Se sumerge en el agua y reanuda la búsqueda bajo las ovas espesas.
Yo me quedo en la orilla vigilando la cesta y la noche. Vigilando esa luna que tiembla junto a mis pies como una trucha muerta.
Cuando volvemos a la cueva, Ramiro espera ya con las noticias de la radio.
Ha bajado a escucharla a casa de Julio, el caminero de Ancebos, en ese viejo aparato milagrosamente salvado de múltiples registros y requisas por el que, una noche de lluvia -hace ahora justamente ocho semanas-, oímos, sobrecogidos, el último y definitivo parte de la guerra.
– Las fronteras siguen cerradas -dice Ramiro-. Y todos los trenes y carreteras vigilados. No queda otro remedio que aguantar.
Gildo y yo le escuchamos sin demasiado interés. Los dos sabíamos ya lo que Ramiro iba a contarnos: registros, paseos, fusilamientos… Lo mismo, exactamente, que, desde que estamos en el monte, venimos escuchando.
Gildo ensarta seis truchas en un alambre y las pone a asar sobre el fuego. El resto las limpia y las sala y las saca fuera de la cueva para que se oreen.
– No queda otro remedio que aguantar -dice, mirando a Ramiro, con una sonrisa.
Cuando acabamos de cenar, Gildo y Ramiro se quitan las botas y las chaquetas, encienden sendos cigarros y se tumban en sus camastros, cerca del fuego.
Son las cuatro de la madrugada y, esta noche, yo haré ya la guardia entera.
Desde la boca de la cueva, con el pasamontañas calado y la metralleta cruzada sobre las piernas, no tardo en escuchar el bombeo regular y monótono de sus corazones cansados, las respiraciones profundas que preceden al sueño. Poco a poco, el monte comienza a recobrar la perfección de las sombras y sus misterios, el orden primitivo que la noche y el fuego disponen frente a mis ojos. Poco a poco, todo va quedando sepultado bajo la ingravidez profunda del silencio. Incluso esa luna fría, clavada como un cuchillo en el centro del cielo, que me trae siempre al recuerdo aquella vieja frase de mi padre, una noche volviendo cerca del cementerio:
– Mira, hijo, mira la luna: es el sol de los muertos.
Al amanecer, oigo la voz del águila huyendo, la descarga violenta del hacha y el estrépito seco del árbol que cae con una marea lenta de ramas desgajadas.
Así, uno tras otro, hasta formar un pozo de sol claro en medio del hayedo.
A las ocho, alta ya la nube azul de la mañana, los leñadores hacen un alto para desayunar. Sentados en un tronco nos ven aparecer entre las hayas disimulando la inquietud que les producen nuestras armas.
El capataz nos ofrece la bota de vino.
– No está muy bueno -se disculpa-. El niño la dejó al sol y el vino se ha calentado.
El niño no dice nada. El niño -un muchacho de trece años- nos mira en silencio, con una mezcla de admiración y miedo, desde que llegamos.
El vino sabe a monte y a cuero sobado. Tiene el aroma rancio de las hierbas escasas, largamente guardadas. Pero aún puede apagar el primer sol de la mañana.
– Lo trajimos de abajo, de La Morana -explica el capataz-. Nosotros somos del aserradero de Valselada. Hace sólo un par de días que estamos por aquí.
Los leñadores tienen la tienda cerca: unas mantas sujetas con palos. La montan y desmontan cada día según la ruta que les marque su trabajo.
Dicen que somos los primeros que encuentran desde que llegaron.
El capataz nos mira con sorpresa:
– Ustedes
Ramiro le dedica una sonrisa amenazante.
– A nosotros no nos ve nadie -dice-. Nadie. ¿Está claro?
El capataz ha comprendido. Asiente con la cabeza en medio del profundo silencio de sus compañeros. Un silencio que se alarga, temeroso, hasta que nos ven desaparecer definitivamente entre los árboles.
Aunque, todavía cerca, oigamos la voz del niño preguntando:
– Son ellos, ¿verdad? Los del monte.
Lo ha dicho entre feliz y asustado. Como si una manera de lobos hubiera pasado a su lado sin hacerle daño.
En la cumbre del puerto de Láncara, hacia las fuentes del arroyo Nogares, el rebaño de las merinas es una nube de lana tendida al sol. Ayer llegaron en el tren a la estación de Cereceda y, desde allí, atravesando los campos de La Llánava y Candamo, remontaron la vieja cañada, que sube hasta el puerto, hasta los pastos altos y las majadas de verano.
Desde que llegó y extendió su manta sobre la grama, el pastor debe de estar esperándonos.
Cerca del chozo, varios corderos lamen bolas de sal en un tronco ahuecado y sujeto entre bálagos. Los mastines están arriba, con el rebaño. Pero una perra carea, llena de tedio y manchas marrones, sale del cobertizo y comienza a ladrar cuando nos ve aparecer al extremo del cercado.
En seguida, un hombre se asoma a la puerta de la cabaña. La perra acude a su lado y los dos se quedan mirándonos mientras nos acercamos.