Y aquí está, delante de mis botas, sin nombre aún, sin fecha hacia el olvido, el cuadro de tierra removida donde, desde esta tarde, está esperándome mi padre.
– Soy yo: Ángel. He bajado.
– Quítate esa ropa. Estás empapado.
Lina ha apagado la luz y ha cerrado con llave las puertas de la calle. Ahora atiza el rescoldo de la lumbre y una sustancia roja se levanta desde el fondo del fogón iluminando su rostro somnoliento y duro. Estaba ya en la cama.
– ¿El niño?
– Durmiendo. Habla bajo.
Lina mete mis botas en el horno y extiende sobre el cuadro de la trébede la ropa y el capote. Me trae luego un pantalón y una camisa, anchos, excesivamente grandes.
– Eran de Gildo -dice.
Poco a poco, voy entrando en calor. Poco a poco, voy arrancándome del alma la huella de la niebla que atraviesa ahí afuera la noche de noviembre con su cuchillo helado.
Lina, despeinada y cubierta con un camisón blanco, se sienta junto a mí, en el extremo del escaño. Está muy pálida, más delgada, y un mar de arrugas infinitas, profundizadas por el sueño, surca su cara. Pero quizá eso mismo contribuye a acentuar todavía más la belleza dura y extraña de esta mujer que avanza ya, completamente sola, hacia la frontera de los cuarenta años.
Esta mujer que ni siquiera en los momentos más difíciles me ha abandonado.
– ¿Cómo estás, Ángel?
– Cansado. Cada vez más.
– El invierno está ya ahí fuera. Pronto va a nevar.
Sobre la chapa del fogón el agua de la ropa levanta gotas de humo, blancas burbujas que se deshacen en el hierro sin haber nacido aún. Como las grietas de la niebla. Como mi voz en el silencio gris de esta cocina:
– No sé cuánto podré aguantar ya.
– ¿Sabes?
– ¿Qué?
– ¿Sabes lo que dice la gente? -Lina cambia de postura; se mueve, incómoda, en el escaño. Evita mis ojos para decirme-: Dicen que lo mejor que podrías hacer es beberte una botella de coñac y pegarte un tiro.
Se ha quedado mirándome con el pulso en suspenso. Como asustada de lo que acaba de decirme. Como asustada de sí misma.
Se ha quedado mirándome como si ésta fuera la primera vez que me hubiera visto.
Antes de marchar, me tapa con una manta y atiza por última vez las brasas mortecinas. Me había quedado dormido.
– Te llamaré a las cinco. Duerme tranquilo.
– Lina.
– ¿Qué?
– Diles que no soy un perro. Díselo, Lina.
Tumbado en el escaño, escucho sus pasos por la escalera, el crujido de las tablas encima de la cocina, el ruido de la cama al recibirla. Tumbado en el escaño, oigo durante un rato su respiración solitaria y profunda. Y, sin saber por qué, me duermo con la oscura sensación de estar traicionando la memoria del hombre cuya ropa llevo encima.
Cerca de Fuente Amarga, por los tejares solitarios de Respino, un olor a quemado me detiene, inmoviliza mis pasos y mi respiración. Es un olor a humo lejano, muy lejano, deshecho entre los hilos de la niebla.
Desde lo alto de una roca, la metralleta ya empuñada, olfateo como un lobo la soledad de la noche, escucho atentamente los sonidos del monte a mi alrededor. Pero la niebla lo borra todo, borra y confunde olores y sonidos en un tejido único. Deshace las distancias en un fantasmagórico temblor.
Imposible conocer el origen del fuego. Imposible adivinar la dirección del humo.
Algún pastor habrá hecho lumbre en algún sitio.
Ha sido en la collada, abandonados ya los piornales y los robles del camino, donde una ráfaga de humo más espeso, más negro y definido, me ha arrojado entre las urces, me ha aplastado contra el suelo, sobre la grama dura y helada. Ninguna hoguera arde, solitaria y lejana, bajo la niebla. No hay pastores ni arrieros calentándose a la lumbre en ningún sitio. El fuego está ahí al lado, frente a mí. El fuego está ahí al lado: en las cortadas verticales de la peña. Y el humo sale a bocanadas por la abertura oculta de la cueva.
De pronto, la metralleta ha dejado de ser una simple boca de muerte dispuesta a matar. De pronto, la metralleta se ha convertido en un relámpago de hierro que se arrastra velozmente hacia los robles huyendo de la collada y su indefensión. Bajo la escarcha roja va dejando un reguero de hojas. Entre los claros de las retamas va descubriendo las señales violadas que yo ayer dejé al marchar: esa rama cruzada que ya no está ahí: esa línea de hojas que ha sido pisada: ese montón de tierra que alguna bota seguramente se llevó…
El disparo ha segado los hilos de la niebla como una exhalación. Ha cortado mi avance y ha estallado en la peña, casi encima de mí.
El disparo ha segado al unísono los hilos de la niebla y de mi corazón. Pero, antes de que éste pueda apenas darse cuenta, antes aun de que quienes me estaban esperando hayan tenido tiempo de reaccionar, yo estoy rodando ya por la quebrada de la peña, arrastrando matojos y piedras desprendidas, rebotando en la tierra como una piedra más. Las ramas arrancadas me acompañan y empujan. Los cardos y las urces se agarran a mi ropa intentando pararme. Pero no hay elección. La pendiente no se detiene. La pendiente no acaba nunca. Los disparos aúllan buscando mi sombra y los gritos de los guardias desgarran ya la niebla a mi alrededor. Están ahí, mezclando casi su aliento con el mío. Están ahí. No hay elección.
El salto ha sido eterno, interminable. El tiempo se ha detenido, indefinidamente, en mi corazón. Sólo la niebla, negra y helada. Sólo la niebla, cubriéndolo todo, y, al fin, un golpe seco, brutal, bajo mis pies.
He corrido con todas mis fuerzas. He corrido con rabia, como un perro herido, conteniendo el dolor.
Monte abajo, sobre los matorrales, rompiendo la niebla, he corrido con todas mis fuerzas hasta caer reventado en el fondo del valle, a la orilla del río, entre la espesura vegetal y fría de la que brotan ya los primeros destellos del amanecer.
Gritos, sombras de pájaros. Una racha de viento entre los avellanos y el temblor fugitivo de las hojas que caen.
Escucho. Asomo levemente la cabeza entre las espadañas y los juncos. Miro a mí alrededor: nada, el silencio, la niebla, las ovas enredadas en el centro del río y mi propio reflejo en la profundidad.
Ni rastro de los guardias. Ni una sombra. Ni un ruido. Ni el eco amortiguado de un paso o de una voz.
Pero, hasta que anochezca, ya no podré salir de aquí.
Dos días y dos noches duró la tormenta. Dos días y dos noches huyendo por los montes, en medio de la nieve, siempre hacia el norte. Hacia el confín del viento y de la soledad.
Comenzó a media tarde, todavía en el río. Una ráfaga seca destrozó los restos de la niebla, entre los avellanos, y un bramido profundo bajó de las montañas arrastrando a su paso retamas y árboles caídos. Se embraveció aguas abajo el grito de las algas y una lámina blanca, como de acero y hielo, borró todo el paisaje en torno a mí.
Sobre los cuatro extremos de la tierra, adelantando la noche y el invierno, adelantando estrellas y muertes y oraciones, súbitamente comenzó a nevar.
Dos días y dos noches duró la tormenta. Dos días y dos noches huyendo por los montes, cegado por el viento, sin comer ni dormir, sin saber dónde esconderme, a dónde ir, sin otra fe en mis fuerzas que mi propia, infinita, inexpugnable desesperación. Esta pasión que me ha arrastrado lejos de los rescoldos mortales de la cueva. Esta pasión que me ha empujado a través de la ventisca y me ha guiado en la oscuridad: evitando el peligroso contraluz de colladas y laderas, fundiéndome en la nieve bajo una manta blanca que robé en un corral de Vegavieja, caminando de espaldas por el día para desorientar el rastro de los guardias que, al saberme sin cueva, acorralado, vigilan pueblos y caminos y baten las montañas en una gigantesca cacería que esperan -tanto tiempo han esperado- sea la definitiva.
Dos días y dos noches duró la tormenta. Ahora es ya el amanecer del tercer día. Para mí, tal vez, el último.
Espero, completamente inmóvil, cerca de una hora. Una honda calma ha sucedido a la ventisca y, en la distancia, bajo la manta blanca, nadie podría distinguirme entre la nieve.
En torno a mí, un paisaje irreal y desolado marca las extensiones infinitas del silencio. Hay una luz metálica, como sobrevenida. Y, en el confín de las montañas que ahora me rodean, la línea del horizonte ha desaparecido otra vez borrada por la niebla.
Un movimiento mío, un solo movimiento, bastaría para romper este equilibrio tan perfecto.
No es eso, sin embargo, lo que me retiene aquí, tumbado entre la nieve como un animal muerto. No es la alucinación borrosa de los bosques que flotan a lo lejos como fantasmagóricos ejércitos de hielo la que me mantiene inmóvil, cara al cielo, desde hace cerca de una hora. Es el agotamiento de los días de caminar sin descanso y, sobre todo, la constatación final de lo que, en sueños, ya había presentido: la barba helada y las uñas reventadas por el frío, la transparencia gris en que la nieve y la humedad del río han convertido mis huesos y mi aliento. Y el miedo a descubrir, cuando me mueva, esa zona insensible de mi cuerpo que el hielo, a lo peor, ya ha dormido para siempre.
Pero no puedo quedarme indefinidamente aquí. Tengo que seguir. Tengo que incorporarme y reanudar la marcha en busca de ese sitio -un chozo abandonado, una cueva, un caserío- donde poder esconderme hasta que mis perseguidores abandonen su captura.
Con miedo, busco bajo la manta y el capote el contacto de mis manos, de mis piernas, de mis pies. Las ropas están heladas, extrañamente duras. Las botas son sólo ya dos masas de cuero mojado y rígido. Lentamente, froto todo mi cuerpo con torpe indecisión. Los músculos se contraen sin fuerza ni dolor. Pero están vivos. Todos. Despiertan poco a poco de un sueño profundísimo, de un sueño tan lejano que ni siquiera al corazón puede alcanzar. Ya de rodillas, como una res caída, miro de nuevo las sombras y las líneas que enmarcan el silencio. Nada: la soledad y yo. La soledad y el cierzo y el llanto deshojado de la nieve con la que froto mis manos y mi rostro para hacerles reaccionar.
Me incorporo con torpeza infinita. Todo mi cuerpo rechina como una máquina fría y oxidada. Pero hay que seguir. Hay que volver, de nuevo, a caminar.
Hacia el mediodía, descubro un chozo de pastores al pie de la montaña. La ventisca ha destruido su techumbre y las empalizadas del corral aparecen cubiertas por la nieve. Pero, a pesar de ello y de la desorientación total en que desde el amanecer he caminado, no me es difícil reconocer en él el viejo chozo de los pastores de Láncara.