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Con la caída de la noche, cercana ya la hora de despedirnos de Gracq, éste nos habló de la televisión, nos dijo que a veces la encendía y se quedaba de una pieza al ver a los animadores de las emisiones literarias actuar como si estuvieran vendiendo muestras de diferentes telas.

En la hora del adiós, el Jefe nos acompañó por la pequeña escalera de piedra que conduce a la salida de la casa. Un perfume de tibio fango subía desde el Loira adormecido.

– Es raro que en enero el Loira esté tan bajo -comentó.

Le dimos la mano al Jefe y empezamos a irnos, y allí se quedó el escritor oculto vaciándose lentamente, como el río, su río.

78) Klara Whoryzek nació en Karlovy Vary el 8 de enero de 1863, pero a los pocos meses su familia se trasladó a vivir a Danzig (Gdansk), donde pasaría su infancia y adolescencia: una época sobre la que ella dejó escrito, en La lámpara íntima, que sólo conservaba «siete recuerdos en forma de siete pompas de jabón».

Klara Whoryzek llegó a Berlín a los veintiún años y allí formó parte, junto a Edvard Munch y Knut Hamsun entre otros, del círculo habitual de August Strindberg. En 1892 fundó la Verlag Wohryzek, editorial que sólo publicó La lámpara íntima, y poco después -cuando se disponían a sacar Pierrot lunaire, de A. Giraud- quebró.

En modo alguno fue el desaliento por la inexistente recepción de su libro y tampoco el hundimiento de la editorial lo que la llevó a un silencio literario radical hasta el final de sus días. Si Klara Whoryzek dejó de escribir fue porque -tal como le comentó a su amigo Paul Scheerbart- «aun sabiendo que sólo el escribir me ligaría como un hilo de Ariadna a mis semejantes, no podría, sin embargo, hacer que me leyera ninguno de mis amigos, pues los libros que he ido pensando a lo largo de mis días de silencio literario, son pompas de jabón de verdad y no se dirigen a nadie, ni siquiera al más íntimo de mis amigos, de modo que lo más sensato que podía hacer es lo que he hecho: no escribirlos».

Su muerte en Berlín, el 16 de octubre de 1915, se debió a su negativa a ingerir alimentos como medida de protesta contra la guerra. Fue una «artista del hambre» avant la lettre, abrió el camino al insecto Gregor Samsa (que se dejó morir con humana voluntad de inanición), y siguió el ejemplo, posiblemente también sin saberlo, de Bartleby, que murió en postura fetal, consumido sobre el césped de un patio, los ojos vidriosos y abiertos, pero por lo demás profundamente dormido bajo la mirada de un cocinero que le preguntaba si no iba a cenar tampoco esa noche.

79) Mucho más oculto que Gracq o que Salinger, el neoyorquino Thomas Pynchon, escritor del que sólo se sabe que nació en Long Island en 1937, se graduó en Literatura Inglesa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.

Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lo te 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent -autor de un gran libro sobre Hemingway- fue invitado, en Los Ángeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York, pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más insignificantes de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contestó sin la menor turbación:

– Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.

80) Entre los escritores antibartlebys destaca con luz propia la energía insensata de Georges Simenon, el más prolífico de los autores en lengua francesa de todos los tiempos. De 1919 a 1980 publicó 190 novelas con diferentes pseudónimos, 193 con su nombre, 25 obras autobiográficas y más de un millar de cuentos, además de artículos periodísticos y una gran cantidad de volúmenes de dictados y escritos inéditos. En el año 1929, su comportamiento antibartleby roza la provocación: escribió 41 novelas.

«Empezaba por la mañana muy temprano -explicó una vez Simenon-, generalmente hacia las seis, y acababa al finalizar la tarde; eso representaba dos botellas y ochenta páginas (…) Trabajaba muy deprisa, en ocasiones llegaba a escribir ocho cuentos en un día.»

Rayando en la insolencia antibartleby, Simenon habló en cierta ocasión de cómo alcanzó poco a poco un método o una técnica en la ejecución de la obra, un método personal que, una vez alcanzado, convierte en infinitas las posibilidades de que la obra de uno se vaya expandiendo sin que sea posible la aparición de la menor sombra de un preferiría no hacerlo: «Cuando empecé, tardaba doce días en escribir una novela, fuera o no un Maigret; como me esforzaba en condensar más, en eliminar de mi estilo toda clase de fiorituras o detalles accesorios, poco a poco pasé de once días a diez y luego a nueve. Y ahora he alcanzado por primera vez la meta de siete.»

Con ser desconcertante el caso de Simenon, lo es aún más el de Paul Valéry, escritor muy cercano a la sensibilidad bartleby -sobre todo en Monsieur Teste, como ya hemos visto-, pero que nos legó las veintinueve mil páginas de sus Cahiers.

Pero, con ser esto desconcertante, yo he aprendido a no extrañarme ya de nada. Cuando algo me desconcierta, recurro a un truco muy sencillo que me devuelve la tranquilidad, pienso simplemente en Jack London, que, pese a estar minado por el alcohol, fue uno de los promotores de la prohibición en Estados Unidos. A la sensibilidad bartleby le sienta bien estar curada de espantos.

81) Giorgio Agamben -ligado a los del No por su libro Bartleby o della contingenza (Macerata, 1993)- piensa que nos estamos volviendo pobres y concretamente en Idea della prosa (Milán, 1985) realiza este lúcido diagnóstico: «Es curioso observar cómo unas cuantas obras filosóficas y literarias, escritas entre 1915 y 1930, ostentan aún las llaves de la sensibilidad de la época, y que la última descripción convincente de nuestros estados de alma y de nuestros sentimientos se remonta, en suma, a más de cincuenta años atrás.»

Y, hablando de lo mismo, mi amigo Juan explica así su teoría acerca de que después de Musil (y de Felisberto Hernández) no hay mucho donde elegir: «Una de las diferencias más generales que pueden establecerse entre los novelistas anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial reside en que los de antes de 1945 solían poseer una cultura que informaba y conformaba sus novelas, mientras que los posteriores a esa fecha suelen exhibir, salvo en los procedimientos literarios (que son los mismos), una total despreocupación por la cultura heredada.»

En un texto del portugués Antonio Guerreiro -texto en el que he encontrado la cita de Agamben- se formula la pregunta de si se puede hablar hoy de compromiso en la literatura. ¿Con qué y a qué se compromete quien escribe?

Encontramos también esa pregunta, por ejemplo, en el Handke de El año que pasé en la bahía de nadie. ¿Sobre qué hay que escribir y sobre qué no? ¿Es soportable el constante desencaje entre la palabra nombrante y la cosa nombrada? ¿Cuándo no es demasiado pronto ni demasiado tarde? ¿Está todo escrito?

En Lecturas compulsivas Félix de Azúa parece sugerir que sólo desde la más firme negatividad pero creyendo (o deseando) que todavía no está agotado el potencial de la palabra literaria, nos será posible despertar del mal sueño actual, del mal sueño en la bahía de nadie.

Y Guerreiro parece decir algo por el estilo cuando sostiene que en la sospecha, en la negación, la mala conciencia del escritor, fraguada en las obras de los autores de la constelación Bartleby -los Hofmannsthal, Walser, Kafka, Musil, Beckett, Celan- hay que rastrear el único camino que queda abierto a la auténtica creación literaria.

Ya que se han perdido todas las ilusiones de una totalidad representable, hay que reinventar nuestros propios modos de representación. Escribo esto mientras escucho música de Chet Baker, son las once y media de la noche de este 7 de agosto del 99, el día ha sido especialmente caluroso, de gran bochorno. Ya se acerca -espero- la hora del sueño, de modo que voy a ir terminando, voy a hacerlo en la confianza de que es tan posible que aún debamos atravesar túneles muy oscuros como que el rastreo del único camino abierto que nos queda -el que, en su negatividad, han abierto Bartleby y compañía- nos conduzca a una serenidad que algún día habrá de merecerse el mundo: la de saber que, como decía Pessoa, el único misterio es que haya quien piense en el misterio.

82) Hay quien ha dejado de escribir para siempre al creerse inmortal.

Es el caso de Guy de Maupassant, que nació en 1850 en el castillo normando de Miromesnil. Su madre, la ambiciosa Laura de Maupassant, quería a toda costa un hombre ilustre en la familia. De ahí que confiara su hijo a un técnico de la grandeza literaria, lo confió a Flaubert. Su hijo sería eso que todavía hoy conocemos por «un gran escritor».

Flaubert educó al joven Guy, que no empezó a escribir hasta que tenía treinta años, cuando ya estaba suficiente mente preparado para ser un escritor inmortal. Desde luego, un buen maestro lo había tenido. Flaubert era un maestro inmejorable, pero, como se sabe, un gran maestro no asegura que el discípulo salga bien. La ambiciosa madre de Maupassant no ignoraba esto y temía que, a pesar del gran maestro, todo funcionara mal. Pero no fue así. Maupassant comenzó a escribir y se reveló inmediatamente como un grandísimo narrador. En sus relatos se advierte un extraordinario poder de observación, un magnífico trazo en el retrato de personajes y ambientes, así como un estilo -a pesar de la influencia de Flaubert- personalísimo.

En poco tiempo, Maupassant se convierte en una gran figura de la literatura y vive lujosamente de ella. Es aclamado por todo el mundo menos por la Académie, para la que no entra en sus planes disponer la consagración de Maupassant como immortel. No es nada nueva la tontería de la Académie, pues también Balzac, Flaubert y Zola se han quedado fuera de ella. Pero Maupassant, tan ambicioso como su madre, no se resigna a no ser inmortal y busca una natural compensación a la indolencia de los académicos. Esa compensación la encontrará en una espiral de engreimiento que le llevará a creerse inmortal a todos los efectos.

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