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Una noche, después de haber cenado con su madre en Cannes, regresa a su casa y hace un experimento un tanto arriesgado: quiere cerciorarse de que es inmortal. Su mayordomo, el fiel Tassart, se despierta sobresaltado por una detonación que hace retumbar toda la casa.

Maupassant, erguido ante la cama, está muy contento de poder contar a su mayordomo, que irrumpe en su dormitorio en gorro de noche y sujetándose los calzoncillos con las manos, la cosa tan extraordinaria que le acaba de suceder.

– Soy invulnerable, soy inmortal -grita Maupassant-. Acabo de dispararme un pistoletazo en la cabeza y sigo incólume. ¿Qué no te lo crees? Pues mira.

Maupassant apoya nuevamente el cañón en la sien y aprieta el gatillo; una detonación tal hubiera podido derrumbar las paredes, pero el «inmortal» Maupassant continúa manteniéndose erguido y sonriente ante la cama.

– ¿Lo crees ahora? Ya nada puede hacerme nada. Podría cortarme la garganta y seguro que la sangre no manaría.

Maupassant no lo sabe en ese momento, pero ya no va a escribir nunca nada más.

De todas las descripciones de esta «inmortal escena», la de Alberto Savinio en Maupassant y el otro es la más brillante, por su genial síntesis entre humor y tragedia.

«Maupassant -escribe Savinio- pasa sin pensárselo dos veces de la teoría a la práctica, coge de encima de la mesa un abrecartas de metal en forma de puñal, se hiere la garganta en una demostración de invulnerabilidad también al arma blanca; pero el experimento lo desmiente: la sangre brota a borbotones, baja a oleadas impregnando el cuello de la camisa, la corbata, el chaleco.»

Maupassant, tras ese día y hasta el de su muerte (que no tardaría mucho en llegar), ya no escribió nada, sólo leía periódicos en los que se decía que «Maupassant se ha vuelto loco». Su fiel Tassart le llevaba todas las mañanas, junto con el café con leche, periódicos en los que él veía su fotografía y comentarios de este estilo al pie de las mismas: «Continúa la locura del inmortal monsieur Guy de Maupassant.»

Maupassant ya no escribe nada, lo que no significa que no esté entretenido y que no le sucedan cosas sobre las que podría escribir si no fuera porque ya no piensa molestarse en hacerlo, su obra está ya cerrada pues él es inmortal. Le ocurren, sin embargo, cosas que merecerían ser contadas. Un día, por ejemplo, mira fijamente el suelo y ve un hormigueo de insectos que lanzan a una gran distancia chorros de morfina. Otro día, marea al pobre Tassart con la idea de que habría que escribir al papa León XIII.

– ¿Va a volver a escribir el señor? -pregunta aterrado Tassart.

– No -dice Maupassant-. Serás tú quien le escriba al Papa de Roma.

Maupassant querría sugerirle a León XIII la construcción de tumbas de lujo para inmortales como él: tumbas en cuyo interior una corriente de agua, bien caliente, o bien fría, lavaría y conservaría los cuerpos.

Hacia el final de sus días, se pasea a gatas por su habitación y lame -como si estuviera escribiendo- las paredes. Y un día, finalmente, llama a Tassart y pide que le traigan una camisa de fuerza. «Pidió que le llevaran esa camisa -ha escrito Savinio- como quien pide a un camarero una cerveza.»

83) Marianne Jung, que nació en noviembre de 1784 y era hija de una familia de actores de orígenes oscuros, es la escritora oculta más atractiva de la historia del No.

De niña, hacía de figurante, de bailarina y de actriz de carácter cantando en el coro o realizando pasos de danza, vestida de Arlequín, al tiempo que salía de un huevo enorme que se paseaba por el escenario. Cuando tenía dieciséis años, un hombre la compró. El banquero y senador Willemer la vio en Frankfurt y se la llevó a su casa, después de haber pagado a su madre doscientos florines de oro y una pensión anual. El senador hizo de Pigmalión y Marianne aprendió buenos modales, francés, latín, italiano, dibujo y canto. Llevaban catorce años de convivencia y el senador estaba planteándose seriamente casarse con ella cuando apareció Goethe, que tenía sesenta y cinco años y estaba en uno de sus momentos más creativos, estaba escribiendo los poemas del Diván occidental-oriental, reelaboración de los poemas líricos persas de Hafis. En un poema del Diván aparece la bellísima Suleika y dice que todo es eterno ante la mirada de Dios y que se puede amar esta vida divina, por un instante, en sí misma, en su belleza tierna y fugaz. Eso dice Suleika en unos versos inmortales de Goethe. Pero en realidad lo que dice Suleika fue escrito no por Goethe, sino por Marianne.

En Danubio dice Claudio Magris: «El Diván, y el altísimo diálogo amoroso que incluye, está firmado por Goethe. Pero Marianne no es sólo la mujer amada y cantada en la poesía; también es la autora de algunos de los poemas más elevados, en sentido absoluto, de todo el Diván. Goethe los integró y publicó en el libro, con su nombre; sólo en 1869, muchos años después de la muerte del poeta y nueve después de la de Suleika, el filólogo Hermann Grimm, al que Marianne había confiado el secreto y mostrado su correspondencia con Goethe, dio a conocer que la mujer había escrito esos escasísimos pero sublimes poemas del Diván. »

Marianne Jung, pues, escribió en el Diván unos poquísimos poemas, que pertenecen a las obras maestras de la lírica mundial, y luego no escribió nada más, nunca, prefirió callar.

Es la más secreta de las escritoras del No. «Una vez en mi vida -dijo muchos años después de haber escrito aquellos versos- descubrí que sentía algo noble, que era capaz de decir cosas que eran dulces y sentidas con el corazón, pero el tiempo, más que destruirlas, las ha borrado.»

Comenta Magris que es posible que Marianne Jung se diera cuenta de que la poesía sólo tenía sentido si surgía de una experiencia total como la que ella había vivido y que, una vez pasado ese momento de gracia, había pasado también la poesía.

84) Mucho más que Gracq y que Salinger y que Pynchon, el hombre que se hacía llamar B. Traven fue la auténtica expresión de lo que conocemos por «escritor oculto».

Mucho más que Gracq, Salinger y Pynchon juntos. Porque el caso de B. Traven está repleto de matices excepcionales. Para empezar, no se sabe dónde nació ni él quiso aclararlo nunca. Para algunos, el hombre que decía llamarse B. Traven era un novelista norteamericano nacido en Chicago. Para otros, era Otto Feige, escritor alemán que habría tenido problemas con la justicia a causa de sus ideas anarquistas. Pero también se decía que en realidad era Maurice Rethenau, hijo del fundador de la multinacional AEG, y también había quien aseguraba que era hijo del kaiser Guillermo II.

Aunque concedió su primera entrevista en 1966, el autor de novelas como El tesoro de Sierra Madre o El puente en la selva insistió en el derecho al secreto de su vida privada, por lo que su identidad sigue siendo un misterio.

«La historia de Traven es la historia de su negación», ha escrito Alejandro Gándara en su prólogo a El puente en la selva. En efecto, es una historia de la que no tenemos datos y no pueden tenerse, lo que equivale a decir que ése es el auténtico dato. Negando todo pasado, negó todo presente, es decir, toda presencia. Traven no existió nunca, ni siquiera para sus contemporáneos. Es un escritor del No muy peculiar y hay algo muy trágico en la fuerza con la que rechazó la invención de su identidad.

«Este escritor oculto -ha dicho Walter Rehmer- resume en su identidad ausente toda la conciencia trágica de la literatura moderna, la conciencia de una escritura que, al quedar expuesta a su insuficiencia e imposibilidad, hace de esta exposición su cuestión fundamental.»

Estas palabras de Walter Rehmer -me acabo ahora de dar cuenta- podrían resumir también mis esfuerzos en este conjunto de notas sin texto. De ellas también podría decirse que reúnen toda o al menos parte de la conciencia de una escritura que, al quedar expuesta a su imposibilidad, hace de esta exposición su cuestión fundamental.

En fin, pienso que las frases de Rehmer son atinadas, pero que si Traven las hubiera leído se habría quedado, primero, estupefacto, y luego se habría desternillado de risa. De hecho, yo estoy a punto ahora de reaccionar de ese modo, pues a fin de cuentas detesto, por su solemnidad, la obra ensayística de Rehmer.

Vuelvo a Traven. La primera vez que oí hablar de él fue en Puerto Vallaría, México, en una de las cantinas de las afueras de la ciudad. Hace de eso algunos años, era en la época en que empleaba mis ahorros en viajar en agosto al extranjero. Oí hablar de Traven en esa cantina. Yo acababa de llegar de Puerto Escondido, un pueblo que, por su peculiar nombre, habría sido el escenario más apropiado para que alguien me hubiera hablado del escritor más escondido de todos. Pero no fue allí sino en Puerto Vallarta donde por primera vez alguien me contó la historia de Traven.

La cantina de Puerto Vallarta estaba a pocas millas de la casa donde John Huston -que llevó al cine El tesoro de Sierra Madre- pasó los últimos años de su vida refugiado en Las Caletas, una finca frente al mar y con la jungla a la espalda, una especie de puerto de la selva azotado invariablemente por los huracanes del golfo.

Cuenta Huston en su libro de memorias que escribió el guión de El tesoro de Sierra Madre y le mandó una copia a Traven, que le contestó con una respuesta de veinte páginas llenas de detalladas sugerencias respecto a la construcción de decorados, iluminación y otros asuntos.

Huston estaba ansioso por conocer al misterioso escritor, que por aquel entonces ya tenía fama de ocultar su verdadero nombre: «Conseguí -dice Huston- una vaga promesa de que se reuniría conmigo en el Hotel Bamer de Ciudad de México. Hice el viaje y esperé. Pero él no se presentó. Una mañana, casi una semana después de mi llegada, me desperté poco después del amanecer y vi que había un tipo a los pies de mi cama, un hombre que me tendió una tarjeta que decía: «Hal Croves. Traductor. Acapulco y San Antonio».

Luego ese hombre mostró una carta de Traven, que Huston leyó aún en la cama. En la carta, Traven le decía que estaba enfermo y no había podido acudir a la cita, pero que Hal Croves era su gran amigo y sabía tanto acerca de su obra como de él mismo, y que por tanto estaba autorizado a responder a cualquier consulta que quisiera hacerle.

Y, en efecto, Croves, que dijo ser el agente cinematográfico de Traven, lo sabía todo sobre la obra de éste. Croves estuvo dos semanas en el rodaje de la película y colaboró activamente en ella. Era un hombre raro y cordial, que tenía una conversación amena (que a veces se volvía infinita, parecía un libro de Carlo Emilio Gadda), aunque a la hora de la verdad sus temas preferidos eran el dolor humano y el horror. Cuando dejó el rodaje, Huston y sus ayudantes en la película comenzaron a atar cabos y se dieron cuenta de que aquel agente cinematográfico era un impostor, aquel agente era, muy probablemente, el propio Traven.

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