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Platón ofrece un testimonio más que inquietante en El banquete acerca del carácter delirante y alucinado de Sócrates: «A mitad del camino, Sócrates se quedó atrás, estaba totalmente ensimismado. Me detuve para esperarlo, pero él me dijo que siguiera avanzando (…). No -les dije a los demás-, dejadlo, le ocurre muy a menudo, de pronto se para allí donde se encuentra. Percibí -dijo de pronto Sócrates- esa señal divina que me resulta familiar y cuya aparición siempre me paraliza en el momento de actuar (…). El dios que me gobierna no me ha permitido hablarte de ello hasta ahora, y esperaba su permiso.»

«Me habitué a la alucinación simple», podría haber escrito también Sócrates de no ser porque él jamás escribió una sola línea, sus excursiones mentales de carácter alucinado pudieron tener mucho que ver con su rechazo de la escritura. Y es que a nadie le puede resultar grato dedicarse a inventariar por escrito las alucinaciones propias. Rimbaud sí que lo hizo, pero después de dos libros se cansó, tal vez porque intuyó que iba a llevar muy mala vida si se dedicaba todo el rato a registrar, una tras otra, sus infatigables visiones; tal vez Rimbaud había oído hablar de ese cuento de Asselineau, El infierno del músico, donde se narra el caso de alucinación terrible que sufre un compositor condenado a oír simultáneamente todas sus composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos los pianos del mundo.

Hay un parentesco evidente entre la negativa de Rimbaud a seguir inventariando sus visiones y el eterno silencio escrito del Sócrates de las alucinaciones. Sólo que la emblemática renuncia a la escritura por parte de Rimbaud podemos verla, si queremos, como una simple repetición del gesto histórico del ágrafo Sócrates, que, sin molestarse en escribir libros como Rimbaud, dio menos rodeos y renunció ya de entrada a la escritura de todas sus alucinaciones en todos los pianos del mundo.

A este parentesco entre Rimbaud y su ilustre maestro Sócrates bien se le podrían aplicar estas palabras de Victor Hugo: «Hay algunos hombres misteriosos que no pueden ser sino grandes. ¿Por qué lo son? Ni ellos mismos lo saben. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Tienen en la pupila una visión terrible que nunca los abandona. Han visto el océano como Hornero, el Cáucaso como Esquilo, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare. Ebrios de ensoñación e intuición en su avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo, han atravesado el rayo extraño de lo ideal, y éste les ha penetrado para siempre… Un pálido sudario de luz les cubre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios.»

¿Quién envía a esos hombres? No lo sé. Todo cambia menos Dios. «En seis meses incluso la muerte cambia de moda», decía Paul Morand. Pero Dios no cambia nunca, me digo yo. Es bien sabido que Dios calla, es un maestro del silencio, oye todos los pianos del mundo, es un consumado escritor del No, y por eso es trascendente. No puedo estar más de acuerdo con Marius Ambrosinus, que dijo: «Según mi opinión, Dios es una persona excepcional.»

4) En realidad la enfermedad, el síndrome de Bartleby, viene de lejos. Hoy es ya un mal endémico de las literaturas contemporáneas esta pulsión negativa o atracción por la nada que hace que ciertos autores literarios no lleguen, en apariencia, a serlo nunca.

De hecho, nuestro siglo se abre con el texto paradigmático de Hofmannstahl (Carta de Lord Chandos es de 1902), en el que el autor vienés promete, en vano, no escribir nunca más una sola línea. Franz Kafka no cesa de aludir a la imposibilidad esencial de la materia literaria, sobre todo en sus Diarios.

André Gide construyó un personaje que recorre toda una novela con la intención de escribir un libro que nunca escribe (Paludes). Robert Musil ensalzó y convirtió casi en un mito la idea de un «autor improductivo» en El hombre sin atributos. Monsieur Teste, el alter ego de Valéry, no sólo ha renunciado a escribir, sino que incluso ha arrojado su biblioteca por la ventana.

Wittgenstein sólo publicó dos libros: el célebre Tractatus Logico-philosophicus y un vocabulario rural austríaco. En más de una ocasión refirió la dificultad que para él entrañaba exponer sus ideas. A semejanza del caso de Kafka, el suyo es un compendio de textos inconclusos, de bocetos y de planes de libros que nunca publicó.

Pero basta echar un vistazo a la literatura del XIX para caer en la cuenta de que los cuadros o los libros «imposibles» son una herencia casi lógica de la propia estética romántica. Francesco, un personaje de Los elixires del diablo, de Hoffmann, no llega nunca a pintar una Venus que imagina perfecta. En La obra de arte desconocida, Balzac nos habla de un pintor que no alcanza a dar forma más que a un trozo de pie de una mujer soñada. Flaubert no completó jamás el proyecto de Garçon, que sin embargo orienta toda su obra. Y Mallarmé sólo llegó a emborronar cientos de cuartillas con los cálculos mercantiles, y poca cosa más de su proyectado gran Livre.

Así que viene de lejos el espectáculo moderno de toda esa gente paralizada ante las dimensiones absolutas que conlleva toda creación. Pero también los ágrafos, paradójicamente, constituyen literatura. Como escribe Marcel Bénabou en Por qué no he escrito ninguno de mis libros: «Sobre todo no vaya usted a creer, lector, que los libros que no he escrito son pura nada. Por el contrario (que quede claro de una vez), están como en suspensión en la literatura universal.»

5) A veces se abandona la escritura porque uno simplemente cae en un estado de locura del que ya no se recupera nunca. El caso más paradigmático es el de Hölderlin, que tuvo un imitador involuntario en Robert Walser. El primero estuvo los treinta y ocho últimos años de su vida encerrado en la buhardilla del carpintero Zimmer, en Tubin ga, escribiendo versos raros e incomprensibles que firmaba con los nombres de Scardanelli, Killalusimeno o Buonarotti. El segundo pasó los veintiocho últimos años de su vida encerrado en los manicomios de Waldau, primero, y después en el de Herisau, dedicado a una frenética actividad de letra microscópica, ficticios e indescifrables galimatías en unos minúsculos trozos de papel.

Creo que puede decirse que, de algún modo, tanto Hölderlin como Walser siguieron escribiendo: «Escribir -decía Marguerite Duras- también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido.» De los aullidos sin ruido de Hölderlin tenemos el testimonio, entre otros, de J. G. Fischer, que cuenta así la última visita que le hizo al poeta en Tubinga: «Le pedí a Hölderlin algunas líneas sobre cualquier tema, y él me preguntó si quería que le escribiera sobre Grecia, sobre la Primavera o sobre el Espíritu del Tiempo. Le contesté que esto último. Y entonces, brillando en sus ojos algo así como un fuego juvenil, se acomodó en el pupitre, tomó una gran hoja, una pluma nueva y escribió, escandiendo el ritmo con los dedos de la mano izquierda sobre el pupitre y exclamando un hum de satisfacción al terminar cada línea al tiempo que movía la cabeza en signo de aprobación…»

De los aullidos sin ruido de Walser tenemos el amplio testimonio de Carl Seelig, el fiel amigo que siguió visitando al escritor cuando éste fue a parar a los manicomios de Waldau y de Herisau. Elijo entre todos el «retrato de un momento» (ese género literario al que tan aficionado era Witold Gombrowicz) en el que Seelig sorprendió a Walser en el instante exacto de la verdad, ese momento en el que una persona, con un gesto -el movimiento de cabeza en señal de aprobación de Hölderlin, por ejemplo- o con una frase, delata lo que genuinamente es: «No olvidaré nunca aquella mañana de otoño en la que Walser y yo caminamos de Teufen a Speichen, a través de una niebla muy espesa. Le dije aquel día que quizás su obra duraría tanto como la de Gottfried Keller. Se plantó como si hubiese echado raíces en la tierra, me miró con suma gravedad y me dijo que, si me tomaba en serio su amistad, no le saliese jamás con semejantes cumplidos. Él, Robert Walser, era un cero a la izquierda y quería ser olvidado.»

Toda la obra de Walser, incluido su ambiguo silencio de veintiocho años, comenta la vanidad de toda empresa, la vanidad de la vida misma. Tal vez por eso sólo deseaba ser un cero a la izquierda. Alguien ha dicho que Walser es como un corredor de fondo que, a punto de alcanzar la meta codiciada, se detiene sorprendido y mira a maestros y condiscípulos y abandona, es decir, que se queda en lo suyo, que es una estética del desconcierto. A mí Walser me recuerda a Piquemal, un curioso sprinter, un ciclista de los años sesenta que era ciclotímico y a veces se le olvidaba terminar la carrera.

Robert Walser amaba la vanidad, el fuego del verano y los botines femeninos, las casas iluminadas por el sol y las banderas ondeantes al viento. Pero la vanidad que él amaba nada tenía que ver con la ambición del éxito personal, sino con ese tipo de vanidad que es una tierna exhibición de lo mínimo y de lo fugaz. No podía estar Walser más lejos de los climas de altura, allí donde impera la fuerza y el prestigio: «Y si alguna vez una ola me levantase y me llevase hacia lo alto, allí donde impera la fuerza y el prestigio, haría pedazos las circunstancias que me han favorecido y me arrojaría yo mismo abajo, a las ínfimas e insignificantes tinieblas. Sólo en las regiones inferiores consigo respirar.»

Walser quería ser un cero a la izquierda y nada deseaba tanto como ser olvidado. Era consciente de que todo escritor debe ser olvidado apenas ha cesado de escribir, porque esa página ya la ha perdido, se le ha ido literalmente volando, ha entrado ya en un contexto de situaciones y de sentimientos diferentes, responde a preguntas que otros hombres le hacen y que su autor no podía ni siquiera imaginar.

La vanidad y la fama son ridiculas. Séneca decía que la fama es horrible porque depende del juicio de muchos. Pero no es exactamente esto lo que llevaba a Walser a desear ser olvidado. Más que horrible, la fama y las vanidades mundanas eran, para él, completamente absurdas. Y lo eran porque la fama, por ejemplo, parece dar por sentado que hay una relación de propiedad entre un nombre y un texto que lleva ya una existencia sobre la que ese pálido nombre ya no puede seguramente influir.

Walser quería ser un cero a la izquierda y la vanidad que amaba era una vanidad como la de Fernando Pessoa, que en cierta ocasión, al arrojar al suelo el papel de plata que envolvía una chocolatina, dijo que así, que de aquella forma, había tirado él la vida.

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