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– No entiendo, maestro -decía Rimbaud-. ¿Por qué sólo Duchamp tiene derecho a no arrepentirse?

– Creo haberlo ya dicho -respondía con gran suficiencia y soberbia Gombrowicz-. Porque así como en poesía o en filosofía hay todavía mucho que hacer, aunque ni tú, Rimbaud, ni tú, Wittgenstein, tenéis ya nada que hacer, en pintura nunca en la vida hubo nada que hacer. ¿Por qué no reconocer, ya de una vez por todas, que el pincel es un instrumento ineficaz? Es como si la emprendieras con el cosmos desbordante de resplandores con un simple cepillo de dientes. Ningún arte es tan pobre en expresión. Pintar no es más que renunciar a todo lo que no se puede pintar.

75) El poeta limeño Emilio Adolfo Westphalen, nacido en 1911, desarrolló la poesía peruana combinándola genialmente con la tradición poética española y creando una lírica hermética en dos libros que, publicados en 1933 y 1935, deslumhraron a sus lectores: Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte.

Tras su embestida inicial, permaneció cuarenta y cinco años en total silencio poético. Como ha escrito Leonardo Valencia: «El silencio producido por la ausencia, a lo largo de cuarenta y cinco años, de nuevas publicaciones, no lo remitió al olvido, sino que lo hizo sobresaliente, lo enmarcó.»

Al término de esos cuarenta y cinco años de silencio, regresó silenciosamente a la poesía con poemas -como los de mi amigo Pineda- de uno o dos versos. A lo largo de esos cuarenta y cinco años de silencio, todo el mundo le preguntaba por qué había dejado de escribir, se lo preguntaban en las raras ocasiones en que Westphalen se hacía visible, aunque no se hacía visible del todo, ya que en público permanecía siempre con el rostro cubierto por su mano izquierda, mano nerviosa y de largos dedos de pianista, como si le doliera ser visto en el mundo de los vivos. A lo largo de esos cuarenta y cinco años, en las raras ocasiones en que se ponía a tiro, se le hacía siempre la misma pregunta, tan parecida, por cierto, a la que en México le hacían a Rulfo. Siempre la misma pregunta y siempre, a lo largo de casi medio siglo, cubriéndose el rostro con la mano izquierda, la misma -no sé si enigmática- respuesta:

– No estoy en disposición.

76) He recuperado la comunicación con Juan, he hablado un rato con él por teléfono. Me ha dicho que le gustaría dar un vistazo a mis Notas del No, así las ha llamado. Será mi primer lector, me conviene ir haciéndome a la idea de que voy a ser leído y que, por tanto, debo empezar a recuperar lentamente mis relaciones con lo que voy a llamar «la animación exterior», es decir, esa vida de brillante apariencia que, cuando uno quiere apropiársela, se muestra peligrosamente inconsistente.

Poco antes de colgar el teléfono, Juan me ha hecho dos preguntas, que han quedado sin contestar, porque le he dicho que prefería responder por escrito. Ha querido saber cuál es la esencia de mi diario y cuál sería el paisaje -tiene que ser real- que más le cuadraría a este conjunto de notas.

No puede existir una esencia de estas notas, como tampoco existe una esencia de la literatura, porque precisamente la esencia de cualquier texto consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que lo estabilice o realice. Como dice Blanchot, la esencia de la literatura nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo. Así vengo yo trabajando en estas notas, buscando e inventando, prescindiendo de que existen unas reglas de juego en la literatura. Vengo yo trabajando en estas notas de una forma un tanto despreocupada o anárquica, de un modo que me recuerda a veces la respuesta que dio el gran torero Belmonte cuando, en una entrevista, le requirieron que hablara un poco de su toreo. «¡Si no sé! -contestó-. Palabra que no sé. Yo no sé las reglas, ni creo en las reglas. Yo siento el toreo, y sin fijarme en reglas lo ejecuto a mi modo.»

Quien afirme a la literatura en sí misma, no afirma nada. Quien la busca, sólo busca lo que se escapa, quien la encuentra, sólo encuentra lo que está aquí o, cosa peor, más allá de la literatura. Por eso, finalmente, cada libro persigue la no-literatura como la esencia de lo que quiere y quisiera apasionadamente descubrir.

En cuanto al paisaje, decir que si es verdad que a todos los libros les corresponde un paisaje real, el de este diario sería el que puede uno encontrarse en Ponta Delgada, en las islas Azores.

A causa de la luz azul y de las azaleas que separan los campos unos de otros, las Azores son azules. La lejanía es sin duda el embrujo de Ponta Delgada, ese extraño lugar en el que, un día, descubrí en un libro de Raúl Brandao, en Las is las desconocidas, el paisaje al que irán a parar, cuando llegue su hora, las últimas palabras; descubrí el paisaje azul que acogerá al último escritor y la última palabra del mundo, la que morirá íntimamente en él: «Aquí acaban las palabras, aquí finaliza el mundo que conozco…»

77) He sido afortunado, no he tratado personalmente a casi ningún escritor. Sé que son vanidosos, mezquinos, intrigantes, egocéntricos, intratables. Y si son españoles, encima son envidiosos y miedosos.

Sólo me interesan los escritores que se esconden, y así las posibilidades de que les llegue a conocer aún son menores. De entre los que se esconden, está Julien Gracq. Paradójicamente, es uno de los escasos escritores a los que he conocido personalmente.

En cierta ocasión, en los tiempos en que trabajaba en París, acompañé a Jerôme Garcin en su visita a ese escritor oculto. Fuimos a verlo a su último refugio, fuimos a verlo a Saint-Florent-le-Vieil.

Julien Gracq es el pseudónimo tras el que se oculta Louis Poirier. Este Poirier ha escrito sobre Gracq: «Su deseo de preservarse, de no ser molestado, de decir no, en resumen ese dejadme tranquilo en mi rincón y pasad de largo debe atribuirse a su ascendencia vendeana.»

Y así es, en efecto. Dos siglos después del levantamiento de 1793, Gracq da toda la impresión de estar resistiendo a París como sus antepasados rechazaron, en sus tierras, a los ejércitos de la Convención.

Fuimos a verle a su rincón y, nada más saludarle, nos preguntó a qué habíamos ido y qué queríamos ver: «¿Habéis venido a ver a un viejo?»

Y más tarde, menos cascarrabias, más dulce y triste:

«Una vez más, tengo la impresión de ser el último, es una de las experiencias de la ancianidad, y es un horror, la supervivencia causa hastío.»

La metafísica y cartujana literatura de Gracq vive en su propia imaginación mundos fuera de los reales, vive en paisajes interiores y a veces en mundos perdidos, en territorios del pasado, tal como le ocurría a Barbey d'Aurevilly, al que él admira.

Barbey vivía en el remoto mundo de sus antepasados, los chuanes. «La historia -escribió- ha olvidado a los chuanes. Los ha olvidado lo mismo que la gloria e incluso que la justicia. Mientras los vendeanos, aquellos guerreros de primera línea, duermen, tranquilos e inmortales, bajo la frase que Napoleón dijo de ellos, y pueden esperar, cubiertos con tal epitafio (…), los chuanes no tienen, por su parte, nadie que les saque de la oscuridad.»

Julien Gracq, como buen vendeano, nos dio la sensación de poder esperar. Bastaba con observarle, verle allí sentado en la terraza de su casa, ver cómo vigilaba el paso del río Loira. Viéndole allí, con la mirada perdida en el río, era la viva imagen de alguien que anda esperando algo o nada. Jerôme Garcin escribiría días después: «No sólo es el Loira el que fluye desde siempre bajo los ojos de Gracq, es la historia, su mitología y sus hazañas, en medio de las cuales ha crecido. Detrás de él, aquella Vendée heroica, maltrecha por la guerra; delante de él, la célebre isla Batailleuse, de la que muy pronto el joven Gracq, el joven lector de su compatriota Jules Verne, hizo su guarida, robinsoneando por entre los sauces, los álamos, las cañas y los alisos. De un lado, Clio, el pasado, los castillos en ruinas; del otro, las quimeras, lo fantástico y los castillos en el aire. Gracq, tal cual su obra lo exalta. Hay que ir a Saint-Florent para sentir ese deseo de reencarnarse.»

Es lo que hicimos Garcin y yo, fuimos hasta la guarida de uno de los escritores más ocultos de nuestro tiempo, uno de los más esquivos y apartados, uno de los reyes de la Negación, para qué negarlo. Fuimos a ver al último gran escritor francés de antes de la derrota del estilo, de antes de la abrumadora edición de la literatura llamémosla pasajera, de antes de la salvaje irrupción de la «literatura alimenticia», esa de la que hablaba Gracq en su panfleto de 1950, La literatura en el estómago, donde arremetía contra las imposiciones y reglas de juego tácitas de la creciente industria de las letras en la época del precirco televisivo.

Fuimos hasta la guarida del Jefe -así le conocen algunos en Francia-, del escritor oculto que en ningún momento nos ocultó su melancolía mientras observaba en silencio el curso del Loira.

Hasta 1939, Gracq fue comunista. «Hasta ese año -nos dijo- creí realmente que se podía cambiar el mundo.» La revolución fue, para él, un oficio y una fe, hasta que llegó el desengaño.

Hasta 1958, fue novelista. Tras la publicación de Los ojos del bosque, dejó el género («porque exige una energía vital, una fuerza, una convicción que me faltan») y eligió la escritura fragmentaria de los Carnets du gran chemin («no sé si con ellos mi obra no se parará sencillamente ahí, de forma muy oportuna», se preguntó de repente, la voz en suspenso). Al atardecer, fuimos a su estudio. Impresión de entrar en un templo prohibido. Por la ventana se veían pasar los coches y los camiones sobre el puente colgante: Saint-Florent-le-Vieil no se ha salvado de los ruidos modernos. Gracq entonces observó: «Algunas tardes esto retumba incluso más que en algunos barrios de París.»

Cuando le preguntamos por lo que más ha cambiado desde la época en que de niño jugaba sobre el pavimento del muelle, entre la fila de castaños y las paletas de las lavanderas, nos respondió:

– La vida ha ido de arriba para abajo.

Más adelante, habló de la soledad. Fue al salir ya del estudio: «Estoy solo, pero no me quejo. El escritor no tiene nada que esperar de los demás. Créanme. ¡Sólo escribe para él!»

Hubo un momento, de nuevo en la terraza, en el que, al observarle a contraluz, me pareció que en realidad no nos hablaba, sino que se dedicaba a un soliloquio. Garcin me diría luego, al salir de la casa, que él había tenido parecida impresión. «Es más -me dijo-, hablaba para él como lo haría un caballero sin caballería.»

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