– Muy bien. Sí, sí. Muy bien, muy bien -dijo rápidamente Zarza, secándose la sangre con el dorso de la mano y procurando adecentar su ropa.
Después de todo, a lo mejor hasta había conseguido un cliente, y sin necesidad de entrar en la discoteca. Sonrió intentando parecer hermosa, todo lo hermosa que sabía que un día fue, pero luego recordó que le faltaba un diente y apretó los labios.
– ¿Quieres que te lleve a tu casa? -dijo el hombre.
– ¿Y por qué no vamos mejor a la tuya? -dijo Zarza con toda la picardía de la que fue capaz.
Pero Urbano sólo veía a una pobre chica escuálida con la ropa manchada de sangre, los ojos desorbitados y la expresión de ansiedad de un perro en una jaula. Urbano la miró y recapacitó en silencio durante un rato largo, porque era un hombre de pensamiento profundo y lento: poseía una de esas inteligencias arquitectónicas que necesitan levantar primero los cimientos, y luego las paredes, y que sólo al final colocan la techumbre a las ideas. De manera que la miró y caviló durante un buen minuto, y luego, cuando Zarza ya empezaba a desesperar, le dijo:
– Bueno. Está bien. Vente conmigo a casa.
– Tío, eres un pardillo. ¿Pero no ves que es una tirada, no ves que está hasta el culo? -se admiró el gorila-. Pero qué pardillo…
Urbano tenía treinta y cinco años y el pelo castaño cortado a cepillo. Su cabeza era redonda, ancha por todas partes, con un pesado rostro de abundantes mofletes recubierto por una piel ruda y porosa. En medio de toda esa densidad carnal, la boca pequeña y bien dibujada resultaba ridícula, una boca de damisela o de cerdito. Tan sólo sus ojos, caídos por las comisuras como los de los perros, del color de las uvas verdes y profundamente melancólicos, humanizaban la brutalidad de su aspecto. Si su rostro hubiera pertenecido a un cuerpo de hombre pequeño, hubiera resultado bastante feo. Encaramado encima de esa percha rotunda y poderosa, podía pasar por un tipo duro. Pero no lo era. En realidad era un tímido. Pese a su corpachón y a su cuello de toro, se consideraba manso, o incluso débil; se veía a sí mismo como la frágil figura que se esconde, antes de ser esculpida, en un bloque de mármol. De hecho, aquella noche había sido la primera vez en su vida que se había sentido dispuesto a enfrentarse a puñetazos con alguien, y esta reacción le había dejado tan sorprendido que ésa fue la razón por la que se llevó a la chica a su casa: quería seguir observándola para poder entender por qué con ella había manifestado tanta audacia.
Urbano trabajaba como carpintero y era un buen profesional: poseía un negocio propio, manejaba dinero; tenía estudios medios y le gustaba leer; sobre todo las novelas que aparecían en las listas de superventas; no era un intelectual, pero tampoco inculto. Sobre todo era raro, tan retraído y lento. Se tenía a si mismo por uno de los seres más aburridos de la Tierra y le era muy difícil entablar relaciones con la gente. En general soportaba bien su soledad, incluso la apreciaba, porque se sentía protegido; pero de tiempo en tiempo, cuando el cuerpo le ardía con un vacío doloroso que no era sólo carnal, se pasaba por alguno de los dos o tres bares de copas que había junto a su casa. Se instalaba en la barra, en un rincón, aferrado al vaso de whisky como el navegante novato se aferra a un asidero contra las sacudidas de las olas, y esperaba la llegada de alguna mujer hambrienta y parlanchina. Casi siempre llegaba una, antes o después, atraída por el tamaño de Urbano, por la anchura de sus hombros, por su aire reservado, tal vez incluso por su aspecto brutal. Las mujeres eran raras, se decía Urbano; algunas parecían tener miedo de él y disfrutar con ello.
Aquella madrugada, pues, Urbano se llevó a Zarza a su casa. Un hecho bastante inusitado, si tenemos en cuenta que el hombre jamás repetía noche con las mujeres de los bares y que, al margen de estos encuentros ocasionales, nunca recibía la visita de nadie. El apartamento, ordenado y sobriamente confortable, estaba situado en el piso superior del taller de carpintería, que se abría directamente sobre la calle. Para desesperación de Zarza, Urbano enseguida dejó claro que no estaba interesado en hacer el amor. Zarza porfió, regateó y abarató el precio de modo humillante, hasta alcanzar el mínimo del mínimo, sin conseguir ablandar el hermético corazón del hombre.
– Entonces, dame algo de dinero -cambió Zarza de táctica, derrotada-. Préstame algo, por favor. Dame diez mil pesetas. Las necesito. Te las devolveré mañana, te lo prometo.
– No. No te voy a dar nada.
Zarza rogó, lloró, imploró como la más miserable de las mendigas, chilló, insultó y volvió a implorar, y no consiguió que Urbano cambiara de parecer.
– Pero entonces, ¿para qué me has traído? -se asustó de repente Zarza- ¿Eres uno de esos tíos raros? ¿Qué quieres de mí?
Urbano estaba sentado en el sofá con los brazos cruzados sobre el pecho. Mirándola y pensando.
– No -dijo al fin-. A lo mejor soy un tío raro, pero no uno de esos raros que tú dices. No te voy a hacer nada, no tengas miedo.
Zarza se puso en pie, todavía asustada.
– Me quiero ir.
– Márchate. Ahí tienes la puerta. Nadie te lo impide.
Zarza tironeó de su falda hacia abajo, agarró su bolso, se limpió con un dedo mojado con saliva la raspadura polvorienta de la rodilla, remoloneó un poco camino de la puerta.
– Entonces, ¿esto es todo? -dijo, ya cerca de la salida.
– Esto es todo. Pero, si quieres, te puedes quedar a dormir.
– ¿Contigo? -volvió a ilusionarse Zarza, pensando en el negocio y acercándose a Urbano.
– No. Aquí, en el sofá.
Se sentía tan cansada. Se sentía tan cansada, y tan enferma. Se dejó caer sobre el asiento, junto al hombre.
– No puedo quedarme. Estoy… me encuentro mal. Necesito dinero. Tengo que irme.
Urbano cogió la mano derecha de Zarza y la colocó extendida sobre su propia palma. Zarza tenía una mano ligera y aniñada, con los pellejos arrancados y las uñas mordidas; parecía minúscula en mitad de esa enorme palma callosa de artesano, de falanges anchas y huesudas. Urbano se quedó contemplando la mano de Zarza con infinito mimo y parsimonia, como el entomólogo que estudia una nueva subespecie de coleóptero. Miraba el hombre la mano, quieto y concentrado, y Zarza miraba al hombre, sin poderse creer que una parte suya pudiera suscitar semejante atención. ¿Acaso había todavía algo en ella digno de ser observado, estudiado, entendido? Transcurrieron así varios minutos, mientras Zarza percibía el hambre creciente de sus venas y volvía a experimentar, una vez más, esa angustia mortal tan conocida, el refinado tormento de la Reina. Pero en esta ocasión, quién sabe por qué extraña y retorcida razón, se sintió con más fuerzas, o, por el contrario, más cansada que nunca, y pensó: «Por qué no. Muramos de una vez.» Y se quedó.
En los siguientes días agonizó cien veces y en las cien ocasiones continuó viviendo, prolongando eternamente su tortura. Hasta que al regresar de una de sus muertes sintió que respirar le dolía menos. Y en ese instante tuvo la increíble certeza de que, después de todo, iba a sobrevivir.
Por entonces, en la convalecencia, Urbano y ella empezaron a acostarse juntos. Ella se lo había ofrecido dos o tres veces, de palabra o simplemente con el cuerpo, rozándose con él o intentando tocarle. Urbano siempre la rechazó de manera inequívoca, al principio con amabilidad, después con progresiva aspereza y violencia. Fue esta progresión, precisamente, lo que le hizo intuir a Zarza que estaba en el buen camino. Una noche le oyó rebullir al otro lado de la pared. Era muy tarde, había luna llena, un resplandor plateado inundaba el apartamento y Urbano resoplaba insomne en su dormitorio. Zarza se levantó del sofá y, tras quitarse la camiseta con la que dormía, caminó desnuda y sin ruido por la casa alunada hasta llegar a la cama de Urbano. Se coló entre las sábanas y se apretó contra la maciza y sudorosa espalda del hombre. Urbano se estremeció.
– No es obligatorio que hagas esto -dijo.
– Lo sé -contestó Zarza.
– No es ni siquiera necesario.
– Lo sé -repitió ella; y recorrió con la punta de sus dedos el carnoso costado de Urbano, tan duro y correoso como el flanco de un buey; y al cabo metió la mano bajo el pantalón de su pijama, y le satisfizo comprobar que allá dentro todo estaba dispuesto para ella. Así empezó la cosa.
Dijera lo que dijese, en realidad Zarza sí que sentía cierta obligación con respecto a Urbano. Le inquietaba no entender por qué ese hombretón silencioso y extraño la había acogido en su casa, y ofrecerle su cuerpo no era mas que una manera de pagarle y, por consiguiente, de sentirse más libre frente a él. Pero Zarza había podido advertir que Urbano no aspiraba simplemente a un revolcón. El hombre quería algo más, algo a lo que él mismo no podía poner palabras pero que Zarza interpretaba, con burlón asombro, como una historia de amor. De manera que ella intentaba saldar su deuda fingiéndole un amor creciente y transparente. Le susurraba cosas dulces al oído. Le acariciaba el pelo corto y áspero. Le miraba intensamente a los ojos cuando él la penetraba. Eran los viejos trucos que había aprendido en la Torre. No lo hacía con mala intención, antes al contrario: es que no tenía nada mejor para ofrecerle. Su cuerpo estaba muerto, el cuerpo de Zarza; no sentía nunca nada, como tampoco lo sintió con los borrosos clientes de la Torre. En cuanto a su conciencia, era una cuerda tan reseca como un hilo de esparto. A veces pensaba que había agotado para siempre todas sus emociones. Había sobrevivido, pero carecía de sentimientos. Con todo, los días pasaban y el estado físico de Zarza iba mejorando poco a poco.
Vivían instalados en una suave rutina, tan higiénica como la organización de la vida en un sanatorio. Se levantaban a las nueve, desayunaban, hacían un poco de ejercicio físico; luego él bajaba al taller a trabajar y ella leía algo ligero, o veía la televisión matinal, lo que le hacía sentirse como una niña pequeña, como una colegiala convaleciente de un ataque de amígdalas. A veces repasaba alguno de sus libros de historia medieval, aunque todavía no tenía capacidad de concentración para nada enjundioso. Otras veces Urbano la venía a buscar y salían al mercado a comprar comida; o a pasear, o al cine. Porque el hombre no quería que saliera sola. Vivían los dos juntos, aislados, sin ningún otro contacto con el exterior. De cuando en cuando, Urbano subía del taller algún mueble que había hecho expresamente para ella. Una preciosa mecedora, a la que ella puso unos cojines de color rojo brillante. O dos pies de madera maciza, bella y sencillamente torneados, para las lámparas del dormitorio. Algunas noches ponían música y Urbano bailaba torpísimo con Zarza, y la zarandeaba de acá para allá por mitad de la sala. Ella se reía, enseñando el hueco de su diente e intentando no pisar los descomunales pies de su pareja. Estaba muy ocupada redescubriendo el mundo. Una vez libre de la Blanca, el universo volvía a tener su vastedad inicial, su enorme y palpitante confusión de cometas y hormigas. Tras la abrasadora y absoluta sencillez de la Reina, Zarza tenía que enfrentarse de nuevo con el batiburrillo de la vida. Y con el desasosiego de la memoria.