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Descolgó el teléfono y marcó el número de Urbano, sintiendo un cosquilleo en el estómago: era la primera vez en muchísimos años que alguien esperaba su llamada, y esa expectación le producía euforia y temor al mismo tiempo. De manera que habló con el carpintero y le contó lo que había sucedido, y que estaba en casa y que se iba a acostar para dormir un poco; pero que luego, si a Urbano no le importaba, le gustaría verle. Y a Urbano al parecer no le importó.

También telefoneó a la editorial y habló con Lola, la otra editora de la colección:

– Hola, Lola, soy Zarza… Soy Sofía Zarzamala. Oye, ya me he decidido, voy a incluir en el libro la segunda versión de Harris… No, no voy a cambiar el texto, sólo añadiré el otro final… Creo que hay que publicar las dos versiones. Te quería pedir un favor, si no te importa vete anunciando lo del segundo texto en la reunión de esta mañana… Yo iré al despacho por la tarde y ya hablaré con los de la imprenta.

Incluso Lola parecía estar más accesible y más amable en ese nuevo día de la nueva era. Zarza entró en el dormitorio, abrió la cama y se quitó la ropa, sucia y arrugada, como si se estuviera arrancando una piel vieja. Se metió entre las sábanas con un suspiro de alivio y de placer, convencida de poder dormir un buen sueño sin sueños. Esto es, sin pesadillas. Ahora que lo pensaba, Zarza no estaba del todo segura de la identidad del hombre del espejo. Podía ser su padre, desde luego, como creyó en un principio. Pero también podía haber sido Nicolás. Estaba envuelto en las sombras, se le distinguía mal, hacía siete años que no se veían, su hermano debía de haber envejecido y a fin de cuentas siempre se parecieron físicamente. Claro que, por otra parte, la malignidad del acoso al que había sido sometida, ese estúpido juego persecutorio, casaba más con el perverso talante de su padre. En cualquier caso, y fuera quien fuese el que estuvo en Rosas 29, lo cierto era que ambos, padre y hermano, se encontraban todavía ahí, en algún lugar del exterior, en el mundo ancho y enemigo. Podrían reaparecer en cualquier momento, peligrosos y enfermos, y volver a hostigarla y perseguirla.

«O tal vez no».

Dentro de unas horas vería de nuevo a Urbano, recapacitó Zarza blandamente, enroscada en la cama, mientras sentía que la somnolencia le iba alisando los pensamientos como las olas del mar alisan la arena de la playa; dentro de unas horas vería al carpintero, y sin duda recomenzarían su relación, y ella volvería a abandonarle en unos pocos meses, ella volvería a hacerle daño y a destrozarlo todo.

«O tal vez no.»

La hepatitis C podría acabar reventando el hígado de Zarza y provocarle una cirrosis como la de Harris. O talvez no. El anhelo insaciable de la Blanca, eternamente inscrito a fuego en su memoria, podría volver a arrojar a Zarza en brazos de la Reina.

«O tal vez no.»

La vida era una pura incertidumbre. La vida no era como las novelas decimonónicas; no tenía nudo y desenlace, no existía una causa ni un orden para las cosas, y ni siquiera las realidades más simples eran fiables. Y así, Zarza creía que había mantenido relaciones prohibidas con su padre, pero Martina pensaba que no. El hombre del espejo podía haber sido Nicolás, pero también ese padre tal vez incestuoso. Y El Caballero de la Rosa podía ser una obra de Chrétien o una falsificación de Harris. Incluso era posible que el mismo Harris no hubiera existido jamás, ni tampoco la bruja de Poitiers, ni ese Mirval que Borges no escribió. ¿Y Capote, existió Truman Capote? ¿Y Ferry, el asesino enano de las piernas tullidas? Al borde ya de la tibia inconsciencia, apunto de zambullirse en el agua gelatinosa de los sueños, Zarza pensó que, en realidad, sólo había una cosa que supiera con total seguridad, y era que algún día moriría. Pero tal vez para entonces hubiera descubierto que, pese a todo, la vida merece la pena vivirse.

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