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– Sé que estás ahí.

Zarza se tapó la mano con la boca para no perder el corazón.

– Sé que estás ahí. Casi da pena verte, golpeándote ciegamente una y otra vez contra los barrotes de tu jaula. Pero no podrás escapar de mí. Soy el gato que juega con el pájaro de las alas cortadas. Soy el monstruo en que me has convertido. Me mereces.

La comunicación se cortó y la máquina rebobinó con tonta diligencia. Zarza dejó escapar el aire que había estado reteniendo sin darse cuenta. Tenía que irse de aquí. Tenía que marcharse. Brincó hacia la salida, reviviendo la anterior huida de aquella mañana, la misma sensación de irrealidad y delirio. En dos zancadas alcanzó la puerta, pero una vez allí se paró en seco: había alguien en el descansillo, al otro lado. Se escuchaba un arrastrar de pies, un roce de ropas, un tintineo metálico. No se atrevió a salvar el último metro hasta la hoja para atisbar por la mirilla; se encontraba paralizada por el miedo. Hubo un pequeño silencio, un instante en el que todo pareció detenerse: los latidos de Zarza, el tic tac del reloj, la rotación de la Tierra. Después, el sonido de una llave o quizá una ganzúa en la cerradura. De manera que Nicolás había estado todo el tiempo aquí, se dijo Zarza con aturdimiento; sin duda había telefoneado desde el descansillo. Apretó la culata de la Norinco con ambas manos y estiró instintivamente los brazos, como para protegerse detrás de la pistola, mientras las décimas de segundo transcurrían con aterradora lentitud. El mecanismo de la cerradura giró, el resbalón se retrajo y la hoja comenzó a abrirse poco a poco, milímetro a milímetro, con una parsimonia impensable, imposible, como si Zarza estuviera dentro de uno de sus primeros viajes de ácido, antes de la Blanca, antes del fin del mundo. Un milímetro más, y la luz del descansillo se colaba por el quicio entreabierto, obstaculizada por el cuerpo de alguien. Un milímetro más y ese alguien asomó la cara.

– ¡Virgen de la Regla! -chilló una voz agónica.

Era Trinidad, la asistenta, a punto de desmayarse en el dintel ante la inesperada visión de Zarza y su pistola, de ese agujero negro y amenazante que apuntaba hacia ella apenas a dos palmos de su cara.

– ¡Trinidad! Perdóneme, perdone…

Zarza dejó el arma en el suelo y se apresuró a sujetar ala mujer, que se escurría pared abajo sobre sus piernas temblorosas.

– Lo siento, perdone, no sabía que era usted, creí que era… un ladrón… Cuánto lo siento…

La llevó a la mesa, la sentó, le dio un vaso de agua. Trinidad, una dominicana de color caramelo, se llevaba la mano a su rotundo y jadeante pecho.

– Señorita, está usted loca… Está usted loca, señorita…Mire que andar con eso…

Y señalaba al pistolón, que reposaba en el suelo como un gato dormido.

– Es que… He recibido unas llamadas anónimas amenazantes y… Tuve miedo y pensé que… -improvisó Zarza.

– No lo haga, señorita. No tenga esas cosas por aquí -dijo la asistenta-. Se lo digo yo, y sé lo que me digo. Las carga el diablo; y si el diablo anda ocupado, siempre hay algún hombre malo para cargarlas.

Trinidad era de la misma edad que Zarza, aunque aparentaba diez o quince años más. Estaba muy gruesa, bandeaba al caminar, como si anduviera sobre la inestable cubierta de algún barco. Tenía un montón de hijos y un montón de ex maridos, todos en Santo Domingo, a los que ella mantenía con su trabajo. Limpiaba casas durante dieciséis horas al día, vivía sola en un cuartucho alquilado y no se permitía otro lujo que zamparse media libra de chocolate por las noches, ya metida en la cama y reventada. Siempre trataba a Zarza como a una niña, aconsejándola y a veces incluso riñéndola con aire maternal. No sabia nada de ella ni de su pasado; la creía una chica sin problemas perteneciente al mundo de la abundancia. Y tal vez en realidad no fuera más que eso; tal vez Zarza sólo fuera una niña pija malcriada, una niña bien echada a perder.

– Si usted supiera todo lo que yo he visto, señorita. Tantísima desgracia y tanta ruina, todo por esas cosas.

¿Cómo se construye la perdición de cada cual? También Martillo parecía provenir de un mundo mucho más cruel, más infame que el de Zarza; y, sin embargo, se respetaba a sí misma. Pero Martillo había tenido a Daniel. Tal vez la vida insoportable pueda soportarse con tal deque haya una sola persona que te quiera, una sola persona que te mire, una sola persona que te perdone. La existencia de un justo, de una única mujer o un único hombre buenos, puede salvar la ciudad de la lluvia de llamas.

– Tener eso en casa es un peligro, se lo digo yo, que lo he vivido. Esto de las armas es cosa de bárbaros, señorita, mire lo que le digo.

Era cosa de bárbaros, si, Trinidad tenía razón. Era una consecuencia de las hordas devastadoras y violentas que venían desde los confines de la Tierra dispuestas a destruir el orden conocido. Suevos, vándalos, alanos; muchedumbres sin ley que lo arrasaban todo, fuerzas de la negrura y del dolor. Como esos tártaros que prendieron fuego a Europa y Asia, Gengis Khan y sus guerreros feroces agostando los campos con los cascos de sus cabalgaduras, arrancando a los bebés de los brazos de sus madres, violentando doncellas, dejando tras de sí un reguero de sufrimiento irrestañable. Tal vez fueron los tártaros quienes le robaron la niñez a Zarza, esa niñez feliz que resultaba imposible de recordar aunque estuviera fotografiada en la caja de música; tal vez fue Gengis Khan, el ladrón de todas las dulzuras, quien le arrebató la infancia en su germinación y su promesa, de la misma manera que arrebató el aliento a todos esos niños a los que degolló, sin pestañear, mientras la civilización ardía lentamente entre los rescoldos de una inmensa hoguera.

El padre de Zarza desapareció cuando los gemelos tenían dieciocho años. Se marchó de casa, y seguramente del país, pocas horas antes de que llegara la policía a detenerle. Había montado un boyante negocio de facturas falsas para defraudar a Hacienda. Zarza supo luego que el padre siempre había sido un pícaro, un truhán, y que en la familia existía el convencimiento de que se había casado con su madre por el dinero. Pero la fortuna materna resultó ser más aparente que real y el padre se vio obligado a trabajar, o más bien a organizar diversas empresas de actividad brumosa y definición incierta. La última, el negocio de las facturas falsas, funcionó de maravilla durante varios años, y es de suponer que el hombre sacó una tajada multimillonaria, aunque en sus cuentas bancarias no quedó gran cosa. Debió de colocar sus ganancias en algún paraíso financiero ilocalizable. Ni Zarza ni sus hermanos volvieron a saber del padre nunca más.

No se puede decir que Zarza le llorara; pero es cierto que a partir de entonces, con los embargos judiciales y el caos económico, las cosas empezaron a deteriorarse rápidamente. La herencia de la madre se acabó antes de que Zarza y Nico terminaran la carrera de Historia; Martina les mantuvo económicamente durante el último curso y gracias a eso lograron licenciarse. Los gemelos pensaban devolverle el dinero a su hermana cuando trabajasen, ése fue el acuerdo asumido entre los tres; pero poco después de salir de la universidad llegó la Blanca y en un par de años se lo comió todo: el escaso saldo que quedaba en las cuentas, los cubiertos de plata, las joyas de la madre. Incluso desapareció la cajita de música, extraviada en quién sabe qué trueque o qué descuido. Entonces Zarza entró en la Torre y allí perdió varias cosas más, ninguna tangible. Hasta que se le cayó el primer diente, porque la Reina arranca los dientes de sus súbditos para hacerse con ellos mortíferos collares de hechicera; y Caruso, al verla famélica y mellada, la echó sin contemplaciones de su negocio.

Fue durante aquella época cuando encontró a Urbano. Mientras estaba en brazos de la Blanca, Zarza creía que nunca podría salir de allí. Pero Urbano irrumpió en medio de su desesperanza y consiguió el aparente milagro de rescatarla. Fue como el paladín que salva a la doncella del dragón en el instante crítico. Ni el Caballero de la Rosa hubiera podido comportarse de modo más galante.

Sucedió una noche de verano en la puerta de una discoteca. El gorila que se encargaba de las admisiones paró a Zarza en el umbral dándole un manotazo tan brusco en el pecho que casi parecía un puñetazo.

– Eh, tú, tía, ya te he dicho que te largues, que aquí no puedes entrar.

Pero Zarza quería entrar, necesitaba entrar, no podía hacer otra cosa. De manera que lo intentó de nuevo.

– Déjame, hombre, pero qué te molesta…

El matón le dio un par de bofetones no muy fuertes, más bien un alarde de humillación que de violencia, y la empujó escalones abajo. Zarza trastabilló y cayó sentada sobre la acera, las piernas torcidas, torpe y débil, con un manchón de sangre en la nariz. Pero no le importaba. A decir verdad, casi no sentía nada, ni el golpe, ni la vergüenza; la Reina impregna a sus seguidores de tal modo que, sumergidos como están en el gran dolor, apenas si son capaces de apreciar los dolores pequeños. Quien sí pudo advertir el incidente con detalle fue Urbano, que pasaba por allí camino de su casa, situada dos manzanas más abajo. Se había detenido al ver el alboroto. Ya había levantado las cejas con disgusto al primer manotón; cuando el gorila arrojó a Zarza al suelo, su ceño se frunció definitivamente.

– Eh. No vuelvas a hacer eso -dijo con voz grave y tranquila, apoyando suavemente su dedo índice en el pecho del matón.

Urbano medía un metro noventa y era un hombretón sólido y más bien grueso de espaldas anchas y manos como palas. El portero, aunque más bajo, le doblaba en corpulencia; era una bestia fenomenal, un forzudo de feria, y sus hinchados músculos parecían a punto de reventarle el traje; pero también era un matón lo suficientemente profesional como para saber que esos tipos grandes y calmosos podían llegar a ser un verdadero fastidio. Y, total, para que.

– Oye, tío, total para qué, no tengo ninguna gana de pegarme contigo, no vamos a hacernos aquí los gallitos por una tipa así, yo estoy haciendo mi trabajo y esa clase de gente no puede entrar -dijo el gorila, conciliador.

– No vuelvas a tocarla -repitió Urbano, ni siquiera entono amenazador sino más bien como quien describe un hecho incuestionable.

– ¡No la tocaré! -se burló suavemente el portero-. Si tanto te preocupa esa tirada, ¿por qué no te la llevas de ahí? Vamos, digo yo.

Urbano se agachó y ayudó a Zarza a levantarse.

– ¿Estás bien?

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