Nico le miró con suspicacia.
– ¿Qué es lo que quieres de mí?
El padre levantó sus manos con las palmas abiertas hacia arriba, como rubricando su inocencia.
– Nada, hijo. Quiero compartir un buen rato contigo. Hace mucho que no nos hablamos… ¿Tomamos esa copa para animarnos?
Nico se encogió de hombros.
– Bueno.
– Yo me voy -dijo Zarza.
– Tú te quedas -repitió el padre, con menos brusquedad que antes pero igual de inflexible-. Tú te quedas y participas en la conversación. Aunque no en la bebida, porque a las chicas tan jóvenes no os sienta nada bien el alcohol… Tu hermano es otra cosa, claro, porque tu hermano es todo un hombre… Si quieres, creo que por aquí tengo un poco de zumo para ti…
Hablaba mientras rebuscaba en una pequeña nevera que tenía empotrada en la biblioteca. Sacó tres vasos, los llenó de hielos y sirvió dos whiskies generosos y un jugo de piña. Colocó las bebidas delante de cada cual y volvió asentarse.
– Muy bien, queridos hijos… Brindemos por nosotros. ¡Por la familia!… Adentro con ello, Nicolás… No arrugues el morrito, como una damisela…
– Yo no arrugo nada -se indignó el chico.
Y se bebió el vaso de whisky aparatosamente, en cuatro tragos, con fanfarronería de muchacho.
– ¡Bravo!, así me gusta -exclamó papá, apurando también su copa.
Luego volvió a llenar los vasos hasta cubrir los hielos aún intactos.
– Me parece que va a ser una velada muy divertida…-declaró, sonriente, al recostarse de nuevo en el respaldo.
Ésas fueron las últimas palabras que se dijeron. Después de eso tan sólo bebieron y sirvieron, bebieron y sirvieron. Siempre la misma cantidad en los dos vasos, siempre la misma furia. La noche caía rápidamente y el perfil de Nico y de su padre se recortaba en la penumbra sobre el azulón intenso de la ventana. Eran tan parecidos: los mismos ojos árabes, la misma estructura ósea grande y fuerte, aunque en los últimos tiempos papá se hubiera estropeado bastante, y sus hombros empezaran a cargarse, y su barriga a hincharse, y la calvicie estuviera conquistando su cabeza. Eran tan parecidos, pero Nico tenía quince años y papá más de cuarenta. A la mitad de la segunda botella, Nicolás se desmayó. Sin sentido y exangüe sobre el suelo, comenzó a vomitar con los ojos en blanco. El padre se puso en pie y encendió la lámpara de la mesa con mano temblorosa. Un halo de despiadada luz cayó sobre el cuerpo desplomado, como un foco.
– Míralo, qué espectáculo… -dijo, despectivo y un poco farfullante-. Ahí tienes a tu hombrecito.
Y se marchó del despacho, erguido y lento, apoyándose con disimulo en las paredes.
Ya sé dónde está Nicolás, pensó de pronto Zarza. Sé dónde está. Pero qué estúpida era, cómo no se le había ocurrido antes. Encerrada en uno de los ominosos retretes de los Arcos, Zarza se daba palmadas en la frente, maldiciendo su falta de agudeza. Había entrado en los baños para poner a punto su pistola; la sacó de la caja y de la felpa roída, y anduvo dándole varias vueltas en las manos, repasando mentalmente su funcionamiento. Las viejas lecciones de Nico rebotaban en el interior de su cabeza, inconexos fragmentos que no parecían servir de gran cosa. Cuando introdujo las balas en sus nichos metálicos, empezó a sentir verdadero miedo: la pistola le quemaba los dedos, como si ese artefacto arisco y pesado fuera capaz de matar por simple contacto. Entonces puso el seguro al chisme y probó a disparar contra el muro más lejano. Nada. No sucedía nada. Resultaba imposible accionar el gatillo. Zarza suspiró, bastante más tranquila. En realidad, esperaba que la pistola cumpliera tan sólo un papel disuasorio, porque no pensaba disparar a Nico. Pero de todas formas le vendría muy bien andar armada, ahora que creía saber dónde estaba su hermano.
En Rosas 29, por supuesto. En la casa de siempre, de la infancia; en el chalet familiar, que permanecía vacío y abandonado. Al principio, nada más desaparecer el padre, el juez embargó la casa cautelarmente; luego vinieron los diversos juicios y el pago de las deudas y las multas. Nico y Zarza, siempre necesitados de dinero, vendieron su parte de la herencia a Martina. El inmueble era ahora de la hermana mayor, aunque ésta no podía ponerlo en el mercado hasta que no declararan muerto al padre. El chalet llevaba más de diez años cerrado, pero Zarza tenía todavía un juego de llaves. Qué extraño que hubiera mantenido consigo ese llavero inútil, mientras todo lo demás desaparecía de su vida como desbaratado por un huracán.
Seguro que su hermano estaba en Rosas 29. Era un lugar discreto y carente de gastos. Lo primero le vendría muy bien para poder atosigarla sin dejar ningún rastro, cosa imposible de lograr de alojarse en una pensión o en un hotel; en cuanto a lo segundo, era una ventaja considerable para quien no dispone de dinero. Sí, Zarza conocía bien a Nico, su hermano tenia que estar en Rosas 29. Zarza podía ir allí, al chalet familiar, y tomar por sorpresa a Nicolás. Podía hablar con él, y tal vez convencerle. «Siéntate», le diría, apuntándole cuidadosamente con la pistola. «Siéntate y hablemos». Tal vez consiguieran llegar a un acuerdo. Le pediría perdón, le ofrecería dinero. Pero Zarza sólo tenía 300.000 pesetas. Estaba segura de que a Nico le parecería una suma ridícula; estaba segura de que valoraba su traición en mucho más. A ella misma también le parecía muy poca cosa: ofrecer 300.000 pesetas por siete años de cárcel resultaba miserable, casi ofensivo, aunque representara todo el capital de Zarza. Y aún le quedaban por saldar deudas peores. Sacudió la cabeza y desconectó su memoria: había recuerdos abismales a los que no quería, no se podía asomar.
El primer problema que Zarza tenía que solventar si pretendía entrar en Rosas era que las llaves del chalet estaban en un cajón de su apartamento. Al salir huyendo esa mañana, Zarza no pensó en coger el viejo llavero. Eso significaba que tendría que regresar por fuerza a su casa, lo cual no le hacía ninguna gracia; de hecho, le parecía incluso peligroso, porque Nicolás podía estar esperándola. Zarza sonrió fríamente para sí, consciente de lo contradictorio de su miedo: quería ir en busca de su hermano y, sin embargo, le asustaba que su hermano fuera en busca de ella. Claro que no era lo mismo ir a Rosas 29 y tomar por sorpresa a Nico que caer inocentemente en una trampa. No era lo mismo ser el depredador o la gacela. Zarza acarició la sólida culata de la pistola, tan pesada como una piedra dentro del bolso, y envidió a Martillo, que aseguraba no temer a nadie. Tal vez fuera verdad, o tal vez no. Tal vez sí tuviera miedo, pero se lo aguantara. Zarza resopló, reuniendo coraje. Iría a buscar las llaves y tendría cuidado.
Hizo parar el taxi dos manzanas antes de su portal y se acercó despacio, merodeando por los kioscos de prensa y deteniéndose a disimular en los escaparates. Se metió en el bar de la esquina y observó la entrada de su edificio durante diez minutos. Eran las 17:00 de la tarde y el portero no había llegado todavía. No pudo apreciar nada anormal: era el mismo barrio familiar de siempre, con casas antiguas y nuevos bloques de apartamentos entremezclados, como dientes postizos en la mandíbula de un viejo. Los peatones pasaban por delante de la ventana del bar, emergiendo de un lateral del astillado marco y desapareciendo por el otro lado, como figurantes de un teatrillo. Todos ellos parecían venir de algún lugar o dirigirse con clara y determinada voluntad hacia algún sitio. Resultaba extraordinario que todos los habitantes del planeta ofrecieran esa misma sensación de tener un destino, cuando Zarza sabía que toda acción y todo movimiento eran inútiles. Incluso este deseo suyo de escapar de Nico no era más que un espasmo ciego de sus células, un absurdo mandato genético de supervivencia. En realidad, ¿qué más daba morir hoy, ahora mismo, o esperar a la muerte cierta que nos aguarda a todos? Tuvo Zarza un desfallecimiento momentáneo, un atisbo de la nada, un sudor, un vahído; pero enseguida volvió a concentrarse en la pelea, como el animal herido que desconecta la percepción del dolor para ahorrar energías. Respirar y seguir.
Al fin decidió entrar. Cruzó la calle velozmente, sujetando la pistola con la mano dentro del bolso; abrió el portal, lo cerró con un enérgico tirón a sus espaldas, salvó de tres zancadas el vestíbulo e irrumpió de un empellón en el ascensor, que, por fortuna para ella, estaba esperándola, plácido y vacío, en la planta baja. Subió los cinco pisos conteniendo el aliento; en su descansillo no se escuchaba un ruido. Sacó el arma y prendió la luz de la escalera. La pistola temblaba en su mano derecha como un pájaro queriendo liberarse. Si ahora saliera alguno de mis vecinos, pensó Zarza, se moriría del susto. Abrió la puerta y olfateó el ambiente: más quietud, más silencio. «No va a estar, no está», se dijo, intentando animarse; pensará que no soy tan imbécil como para volver a mi propia casa. Era un apartamento tan pequeño que enseguida pudo verificar que estaba limpio. Miró detrás del sofá, en el armario de la entrada, debajo de la cama, dentro de la bañera. No había nadie. Más tranquila ya, empezó a contemplar su entorno con desapasionados ojos de testigo, como si fuera el tasador de un banco, o el comisario que ha de instruir un caso de asesinato. La cama abierta con la ropa revuelta, la luz del baño prendida y el grifo del lavabo goteando con un sórdido redoble sobre la loza. Cerró bien la canilla y la casa se hundió en un tenso silencio. El lugar había quedado impregnado por la huida, y en el aire aún vibraba esa estela de vacío que dejan tras de si las ausencias bruscas. Fuera de ese rastro fugitivo, en el piso no había nada. Ni memorias, ni ecos, ni vivencias. El investigador que tuviera que reconstruir la personalidad de la víctima no tendría ningún indicio al que agarrarse. De repente a Zarza le sobresaltó la inhumana frialdad del apartamento. La aridez de ese espacio carente de objetos personales y completamente indiferente a un afán estético. «Toda esa aspereza también era un castigo», se dijo Zarza, atónita de no haber descubierto antes algo tan evidente.
Apretó los puños y se obligó a salir de su estupor. Corrió hacia el cajón de los cubiertos de la cocina: allí, al fondo de la bandeja de plástico, entre un revoltijo de abrelatas oxidados y cucharillas de café desparejas, estaba el llavero de Rosas 29, un simple aro de acero con tres llaves. Lo cogió y lo arrojó dentro del bolso. En ese justo instante comenzó a sonar el teléfono, un timbrazo que Zarza sintió como una descarga eléctrica. Quedó petrificada, algo encogida sobre sí misma, aguantando los trallazos de las llamadas. Dos, tres, cuatro, cinco… A la sexta, el contestador entró en funcionamiento. El rutinario mensaje de salida sonó extraño, demasiado normal para una situación tan anormal, como si se tratara de uno de esos sueños aparentemente cotidianos que de pronto se deslizan hacia el horror. La máquina pitó, dando paso a un silencio profundo y cavernoso, un silencio que recorría toda la línea y llegaba hasta la mano, hasta la boca, hasta el aliento de quienquiera que fuese el que estuviera llamando. Zarza esperó, el apartamento esperó, el edificio entero esperó encorvado y ansioso en torno a ese silencio. Y al cabo se escuchó la voz firme y áspera: