Porque, al poco tiempo, Zarza empezó a recordar. Era un hormigueo desagradable, casi doloroso, progresivo, como cuando se recupera la sensibilidad de un miembro dormido. Y así, llegó un día en que Zarza pensó en Nicolás, al que había abandonado meses atrás sin volver a dar señales de vida. Nico debía de creer que ella se había muerto. Que algún cliente la había destripado en una esquina. O que había caído fulminada por un beso envenenado de la Reina. Esas cosas pasaban todos los días, en la calle. Zarza pensaba ahora en Nicolás, y le echaba de menos, y se sentía abrumada de congoja, porque era la primera vez que ella y su gemelo estaban separados. Pero por otra parte le espantaba la sola idea de verle. Su cariño por Nicolás era como un cáncer: un latido que crecía y que dañaba. Zarza sabía que no podía dejarlo así, que tenía que hacer algo con ello. Tendría que operar ese tumor, o moriría. Pero poco después sucedió algo aún peor, y es que la convaleciente Zarza se puso lo suficientemente bien como para acordarse de Miguel, cuya imagen se le vino a la cabeza de repente de manera angustiosa. Zarza supuso con horror que su hermano pequeño debía de seguir malviviendo con Nico, olvidado, descuidado, arrumbado como un animalito molesto. Una vez que el recuerdo de Miguel se apoderó de ella, Zarza ya no pudo librarse de él; crecía en su interior, haciéndose cada vez más perentorio y asfixiante. Hasta que un día sentó a Urbano en el sofá y se lo contó. Le habló de Nicolás, pero sobre todo de Miguel. De ese chico retrasado que de cuando en cuando decía intrincadas verdades. Y de que, de pequeños, Miguel se agarraba a una punta de su jersey, del jersey de Zarza, o talvez de su falda; no podía tocar a los humanos sin erizarse, pero se agarraba a la ropa de Zarza, orejudo y raquítico, y apretaba con tanta fuerza que luego se le podían ver las marcas de las uñas en las palmas. Urbano frunció el ceño y proyectó los carnosos mofletes hacia adelante, como solía hacer cuando se concentraba en un asunto de importancia. Así, con todo el rostro serio y engurruñado, apretó la mano de Zarza y declaró:
– Iremos a buscar a tu hermano y lo traeremos aquí. Si compramos un colchón puede dormir en el cuarto del fondo.
Zarza se maravilló una vez más del carácter de Urbano, que ella no sabia si definir como inmensamente generoso o inmensamente estúpido, porque estamos tampoco acostumbrados a la bondad que solemos confundirla con la idiotez; y volvió a meterse en la cama con él, y a dar grititos sofocados, y a mirarle a los ojos con fingida entrega y entusiasmo. Y luego se duchó, se vistió y se fue con el carpintero a buscar a Miguel, sintiendo por primera vez en mucho tiempo algo parecido a la alegría.
Lo que Zarza no sabía, y probablemente no sabrá jamás, era que Martillo se llamaba Martillo a causa de un pequeño incidente que protagonizó a los nueve años, cuando hundió la cabeza de uno de los amantes de su madre con una maza de partir nueces. El hombre no murió ni le quedaron secuelas permanentes del asunto, pero se pasó una buena temporada en el hospital y no volvió a aparecer por casa de Martillo, lo cual fue un gran alivio, porque el tipo tenía el alcohol violento y ya había zurrado varias veces tanto a la madre como a la hija. Además de librarle del energúmeno, la hazaña de Martillo le proporcionó una gran fama en el barrio, una breve estancia en el reformatorio y el nombre que llevaba.
Zarza, por su parte, era llamada así desde muy pequeña porque sus compañeros de la escuela empezaron a apodarla de ese modo, cortando el apellido en dos, como a menudo hacen los colegiales. Pero su nombre también provenía de las noches oscuras de la infancia, cuando su padre cruzaba los pasillos con pasos de lobo sigiloso, y entraba en la habitación sin hacer ruido, y se arrimaba a su cama de niña, y apartaba la colcha de cretona. Y al cabo las manos de papá la despertaban, un hombre grande y fuerte de ojos relucientes en la penumbra; y ella se asustaba y se agitaba, y papá murmuraba sonriente: «Cómo araña mi zarcita, eres mi Zarza».
La historia de El Caballero de la Rosa está situada en el ducado de Aubrey, en la costa norte de Cornualles, no lejos del monasterio de St. Michael, que fue donde se encontró el manuscrito. Harris y Le Goff sostienen que Chrétien de Troyes la escribió en torno a 1175, después de hacer El Caballero de la Carreta para María de Champagne y antes de redactar su inacabado Perceval para Felipe de Alsacia. Teniendo en cuenta que, como era costumbre por entonces, Chrétien siempre trabajaba bajo la tutela y manutención de un benefactor, es de suponer que hizo El Caballero de la Rosa para Edmundo Glasser, IX duque de Aubrey y coetáneo suyo, que probablemente pretendía utilizar la fábula de Chrétien para adornar su apellido con un pasado glorioso. A fin de cuentas, ése era el uso habitual de estos relatos; si las leyendas artúricas se extendieron por Europa en el siglo XII, fue fundamentalmente para dar una legitimidad mítica a la dinastía de los Plantagenet en Inglaterra, los cuales se encontraban a la sazón en desventaja frente a los Capetos de Francia, que contaban con el mito de Carlomagno a sus espaldas. Chrétien dedicó toda su vida a eso, a crear una historia de ensueño, un pasado mentiroso pero hermoso. Y a hacer de esa creación una verdad mucho más trascendente y perdurable, mucho más fiable que la equívoca y borrosa realidad.
El Caballero de la Rosa sucede en los años remotos de Thumberland, el primer duque de Aubrey. Son tiempos difíciles y Thumberland es un señor de la guerra más empeñado en la fuerza que en la justicia. Gwenell, su esposa, es una extranjera, una galesa de cabellera tan roja y enmarañada «"como una zarza ardiendo"»: ésa es la exacta imagen que usa Chrétien. Es bella, bellísima, tan hermosa como sólo pueden serlo las hermosas damas de las fábulas; y, como todas ellas, carece de edad y no envejece, porque el tiempo no la hiere, sólo la besa, y ésta es otra imagen del autor.
Gwenell, quien, como es habitual en la literatura cortés, une a sus dotes físicas una perfección espiritual también sobrehumana, es la madre del heredero de Thumberland, un niño feliz, audaz y fuerte que se llama Gaon. Pero además de este hijo legítimo, el Duque tiene un bastardo, Edmundo (extraño homenaje de Chrétien a su homónimo benefactor, considera Le Goff), de exactamente la misma edad que el heredero. Los dos niños son educados juntos y se adoran. Si Gaon es fuerte y audaz, Edmundo es ágil y reflexivo. Se complementan como las dos mitades de una manzana partida por el acero.
Como el señor de la guerra está siempre en la guerra, el ducado de Aubrey es una corte refinada y dichosa, regida por la sabia mano femenina de Gwenell. Hay música, poesía, torneos y peleas regladas entre caballeros, paseos por los jardines en las tardes balsámicas. Es el paraíso en la tierra, un pequeño Edén limitado por las almenas del castillo. Dentro del perímetro amurallado, la enfermedad no hiere y el tiempo no transcurre. En lo más alto de la más alta torre, asomada a un balcón regiamente labrado y flanqueada por su hijo y el bastardo, Gwenell deja flotar sus pesados rizos en el vacío y disfruta de la belleza de sus posesiones. Y el aire huele a miel, y las flores se abren como labios carnosos.
Muy de cuando en cuando, el duque de Aubrey regresa al hogar, con los ecos de la última matanza en los oídos y las grebas salpicadas de barro y de sangre. Y es como la llegada del invierno. La nieve se apila en el adarve, los ateridos cuervos buscan un precario cobijo en las troneras, los lobos merodean por las murallas. Thumberland impone sus rutinas de hierro: de repente, el castillo está lleno de antorchas humeantes que reparten más penumbras que luz, y de gruesas colgaduras de terciopelo rojo, y de caballeros tintineantes con el cuerpo marcado de cicatrices. El Duque quiere que su hijo y heredero se endurezca, y le ordena salir a cazar en solitario. Pero el bastardo desobedece y acompaña a su hermano; tienen doce años, son como gemelos, nunca se separan. Salen al mundo exterior, pues, una madrugada plomiza y ventosa, abrigados con capas forradas de piel de marmota. La nieve, recién caída, empieza a helarse; las botas crujen y van dejando un rastro de blancura rota.
Caminan y caminan, buscando huellas. Quieren un jabalí, una pieza que el Duque pueda considerar lo suficientemente valiosa y arriesgada. Al fin creen encontrar una pista: pisadas, excrementos, ramas quebradas. Van armados con ballestas, puñales, espadas cortas. Sin perros, ellos lo saben, es extremadamente difícil cazar un jabalí; pero en invierno los animales tienen hambre, se acercan más, son más imprudentes. También son imprudentes Edmundo y Gaon: con toda la ignorancia y la omnipotencia de la pubertad, se meten alegremente a través de un cerrado matorral. Ahí, atrapados entre la maleza, escuchan el ruido de la hojarasca, el gruñido furioso. Se vuelven con las ballestas amartilladas y disparan a la vez, casi sin apuntar. Es un oso. Una flecha se ha perdido y otra se ha clavado en el hombro lanudo, pero se diría que no le ha hecho ningún daño. El animal se acerca, bamboleante y enorme, y de un solo zarpazo le abre el pecho a Gaony luego se dispone a rematarlo. Entonces, Edmundo secuela entre los dos. Con el puñal, porque están demasiado cerca para la espada. El animal le sujeta la cara entre sus garras y el chico empieza a verlo todo tras un velo de sangre. El oso es rojo, el aliento fétido de sus fauces es rojo, la muerte es roja. La muerte que se aproxima, inexorable. De pronto, la bestia se desploma con un gañido agónico. Todavía de pie, Edmundo contempla aturdido y atónito la convulsa mole de carne y pelambre; el oso, atisba el chico con dificultad tras las cataratas de sangre que le ciegan, tiene el cuello abierto de lado a lado. Eso lo ha hecho él, casi sin darse cuenta. Ahora puede relajarse, puede dejarse caer al suelo y desmayarse.
Los dos niños tardan en curar largas semanas. Acostados el uno junto al otro, son velados por Gwenell la incansable, que les acaricia con sus manos dulces y sus rizos de fuego; y el agua con que les lava las heridas está mezclada con la sal de sus lágrimas, dice Chrétien. A Gaon le queda el único recuerdo de unos costurones en el esternón; pero Edmundo ha perdido el ojo derecho. Su hermosa cara adolescente está rota ahora por la cicatriz, que es radial, abultada y redonda, y cubre toda la cuenca, como si alguien hubiera esculpido en su rostro una rosa de carne. Sin embargo, el muchacho no parece apesadumbrado. Lo lleva con una serenidad impropia de su edad. Con la serenidad del héroe ante el infortunio, para ser exactos. Gaon, por el contrario, está muy afectado. Debe a su hermanastro la vida y un ojo, y se siente abrumado de admiración y amor. Si antes ya estaban siempre juntos, ahora no se separan. Incluso duermen en la misma cama, en la torre de Gwenelí, un piso por debajo de los aposentos de la Duquesa.