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Sara Klein acarició la mano de su viejo amigo y Félix sintió que le devolvía el calor y la vida. No se atrevió a mirarla, pero supo una vez más que la amaba de verdad a ella y la amaría siempre, lejana o cercana, limpia o sucia. Durante toda su vida, lo entendió ahora, había falsificado el problema Sara Klein. La verdad consistía en admitir que la amaba sin importarle quién la poseyera. El problema dejó de ser Félix o nadie.

Sara vio lo que pasaba por los ojos de su amigo. Por eso le dijo, Félix, ¿recuerdas cuando celebramos juntos tus veinte años?

Félix asintió débilmente. Sara le acarició las mejillas y luego detuvo entre las manos la cabeza de Félix, rizada, morena, delgada, viril, embigotada, morisca.

Entonces Sara Klein dijo que todas las ceremonias son tristes, porque ella recordaba muy pocas que realmente pudieron ocurrir y luego muchas que no pudieron celebrarse porque sólo había fechas pero ya no había gente.

– Tú estabas triste ese día de tu cumpleaños. Salimos a bailar. Era catorce años después de la guerra. Tú te dedicabas a enseñarme todo lo que me había perdido. Películas y libros. Canciones y modas. Bailes y automóviles. Me perdí todo eso en Alemania de niña. Entonces la orquesta comenzó a tocar Kurt Weill, la canción tema de la Dreigroschenoper. La había puesto otra vez de moda Louis Armstrong, ¿te acuerdas? Pasó algo muy misterioso. Tus veinte años, mi niñez en Alemania, esa canción que nos unió mágicamente como nada nos había unido antes.

– La canción de Mackie, recuerdo.

– Tú me hablabas de una canción de moda en 56 y yo recordaba que mis padres la tarareaban, tenían un disco cantado por Lotte Lenya, antes de la guerra, antes de la persecución, un disco rayado. Todo se juntó para que tu melancolía fuese verdadera. Esa noche nos contagiamos la tristeza. Me dijiste una cosa, ¿recuerdas?

– Cómo no, Sara. La muerte de todos empieza a los veinte años.

– Y yo te dije que era una frase muy romántica, pero para mí muy falsa, porque para mí la muerte nunca había empezado y nunca acabaría. Te dije que para mí la muerte no tiene edad. Félix, esa noche supimos por qué no podíamos casarnos. Tú eras un adolescente mexicano melancólico. Yo era una triste judía alemana sin edad. Sufrimos mucho. Es un hecho.

No tiene nada que ver con nuestro sexo, nuestro país o nuestra edad.

– Lo sé. Por eso te amo y no quiero ser causa de más dolor.

Sara Klein apartó sus labios de los de Félix Maldonado, lo apartó a él y los ojos de la mujer dejaron de ser diamantes fríos. Eran ahora el fondo turbio de una laguna artifical y poco profunda, removida violenta e inútilmente. Se apartó cada vez más hasta sólo tocar la mano, los dedos extendidos de Félix.

– Entonces, si de verdad no quieres que sufra más, deja de quererme, Félix.

– Me cuesta mucho. Ya ves, ahora sé que eres la amante de Bernstein y no dejo de quererte.

Los músculos tensos de la cara de la mujer, el brillo turbio de los ojos, como Bonaparte en Arcola.

– No pido eso.

– Entonces, ¿cómo quieres que deje de quererte, Sara?

– Ayudándome.

– No te entiendo.

– Sí. Debes ayudarme a justificar lo que hago.

– ¿Lo que hacen tú y Bernstein?

– Sí. Lo que realmente nos une, no el sexo.

– ¿Tampoco con él te acuestas?

– Sí. A veces.

– Menos mal. Sería el colmo que también fueras la virgen de Bernstein.

– No. Ayúdame a justificar que las víctimas de ayer seamos los verdugos de hoy.

Maldonado intentó acercarse a la mujer que se descomponía ante su mirada, Sara Klein que perdía la imagen de su admirador recordaba y aparecía bajo una luz inédita, cruda, yerma.

– La venganza no es una virtud -dijo Félix-, pero es explicable.

– Dime cómo disfrazar la verdad, Félix.

– Está claro. Las antiguas víctimas son ahora los verdugos de sus antiguos victimarios. Te entiendo. Lo acepto. Ésa es la verdad. ¿Para qué quieres disfrazarla? Sólo que acostarse con Bernstein me parece un precio muy alto para la verdad y para la venganza.

– No, Félix -dijo abruptamente Sara, igual que cuando eran estudiantes juntos, discípulos de Bernstein, discutiendo una de las teorías económicas expuestas en los volúmenes de Gide y Rist-, no, Félix…

Maldonado dejó caer la mano de Sara Klein. -No, Félix, eso se acabó. Ya encontramos y juzgamos a todos los que fueron nuestros verdugos. Ahora somos nuevos verdugos de nuevas víctimas.

– Eso querían los verdugos de ustedes -dijo con la voz más plana del mundo Félix.

– Creo que sí -contestó Sara. -Tú eres muy inteligente. Sabes que sí. -Qué pena, Félix.

– Sí. Quiere decir que los verdugos de ustedes acabaron por vencerlos, como querían, aunque sea desde la tumba -dijo Félix y le dio la espalda a Sara Klein.

Salió de la casa de los Rossetti y caminó a lo largo del Callejón de Santísimo atestado de autos hasta el fin del empedrado, donde comenzaba el fango de las calles de San Ángel, el lodo de muchísimas calles de la ciudad de México después de la lluvia, como si fuera campo.

De la bruma de la medianoche vecina surgieron los bultos inmóviles sobre el lodo, como las figuras del cuadro de Ricardo Martínez. Félix se preguntó si esos bultos eran realmente personas, indios, seres humanos sentados en cuclillas en el centro de la noche, desgarrados por una niebla de colmillos azules, envueltos en sus sarapes color de crepúsculo.

No lo pudo saber porque nunca antes había visto algo igual y no lo pudo descubrir porque no se atrevió a acercarse a esas "guras de miseria, compasión y horror.

11

Paciencia y piedad, paciencia y piedad les pidió el rabino que los casó. Félix manejó velozmente por el Periférico hasta la Fuente de Petróleos y allí salió como de un vórtice de cemento al Auditorio Nacional agigantado por el cielo dormido y siguió por la Reforma fresca, lavada, perfumada de eucalipto húmedo, inventando frases sin sentido, sueños de la razón, Sara, Sara Klein, de jóvenes creímos que la pureza nos salvaría del mal porque ignoramos que puede haber un mal de la pureza alimentado por la pureza del mal; ésa era la complicidad entre Félix y Sara.

Estacionó frente al Hilton, le entregó las llaves del Chevrolet al portero, él ya sabía, entró al vestíbulo, pidió su llave y el recepcionista le entregó una tarjeta, la propia tarjeta de Félix Maldonado, Jefe, Departamento de Análisis de Precios, Secretaría de Fomento Industrial. Félix interrogó al recepcionista en silencio.

– Se la dejó una señora, señor Maldonado.

– ¿Mary… Sara… Ruth? -dijo Félix con incredulidad primero, luego con alarma.

– ¿Perdón? Una señora gorda con una canasta.

– ¿Qué dijo? -preguntó, ahora con esperanza, Félix.

– Que de plano no le ponía pleito porque luego luego se veía que usted era un gallón muy influyente, eso dijo.

– ¿Eso dijo? ¿Cómo supo que tengo un cuarto aquí?

– Preguntó. Dijo que lo vio bajarse de un taxi y entrar aquí.

Félix Maldonado asintió y se guardó la tarjeta en la bolsa.

Caminó por el vestíbulo de tono verde eléctrico hacia el ascensor. Un periódico cayó abierto sobre las rodillas de su pequeño lector, sentado en un sofá del lobby. Félix lo olió; lavanda de clavo, penetrante.

El señor Simón Ayub se levantó, comedido, para saludar a Félix.

– Buenas noches, qué gusto, ¿puedo invitarle una copa?

– No -dijo Félix-, estoy rendido, gracias.

– Si quiere lo llevo a su casa -dijo tranquilamente Ayub.

– Gracias -contestó secamente Félix-, pero tengo que tratar un asunto aquí en el hotel.

– Cómo no, señor licenciado, ya entiendo -dijo Ayub con su pequeño aire de superioridad.

– No entiende usted un carajo -dijo Félix con los dientes apretados y en seguida reaccionó, iba a acabar peleado con el mundo entero -: Perdone. Piense lo que quiera.

– ¿Nos vemos mañana, señor licenciado? -inquirió con cautela Ayub.

– Ah sí. ¿Por qué?

– El señor Presidente entrega los premios nacionales en Palacio, ¿no recuerda?

– Claro que recuerdo. Buenas noches.

Félix estuvo a punto de dar media vuelta, pero Ayub hizo lo imperdonable: lo detuvo del brazo. Félix miró con asombro y rabia los dedos manicurados, las uñas esmaltadas, los anillos con cimitarras labradas en topacio y el aroma repugnante de clavo le insultó la nariz.

– ¿Qué carajos? -exclamó enrojecido Félix.

– No vaya a la ceremonia -dijo con tono meloso Ayub, entrecerrando de una manera muy mexicana y muy árabe los ojos, velando cualquier intento de amenaza-, por su bien se lo digo.

Félix lanzó una carcajada en la que el desprecio le ganaba a la rabia:

– Palabra que éste ha sido mi día. Nomás faltaba que tú también me dijeras lo que debo hacer, enano jacarandoso.

– Palabra que no le conviene, señor licenciado.

Félix se zafó violentamente de la mano delicada de Ayub.

En el ascensor un anuncio con la figura del viejo Hilton le decía Sea mi huésped. Félix Maldonado apretó la llave de la recámara en la mano olorosa a clavo después del contacto con Ayub, hay gentes que sólo son huéspedes de sí mismas, nunca de los demás, le dijo en silencio a Mr. Hilton, sólo el cuerpo hastiado de tales huéspedes puede acabar por expulsarlos con todo y chivas, resentimientos, nostalgias, ambiciones, cobardías, todas las chivas de la vida, el bagaje del alma, carajo.

Entró al cuarto.¡ No tuvo que prender la luz. Las lámparas neón del tocador iluminaban el desorden de la habitación. Iba a llamar a la administración para protestar. Olió la lavanda de clavo. Las cerraduras de los cajones transformados en archiveros habían sido forzadas. Los papeles estaban en desorden, regados sobre la alfombra.

Cayó rendido en la cama tamaño real, llamó al servicio de cuarto y pidió que le subieran el desayuno a las ocho en punto. Se durmió sin desvestirse ni apagar la luz.

12

Bebió el jugo de naranja y dos tazas de café y bajó a las ocho y media con un traje limpio y planchado, uno de los muchos que tenía colgados en el closet de su recámara del Hilton. Pidió a servicio de valet que le lavaran en seco el traje con el que asistió a la cena de los Rossetti; las valencianas estaban enlodadas.

Esperó a la entrada del Hotel hasta que el portero uniformado se detuviese con el Chevrolet frente a él. El portero le entregó las llaves.

– ¿Esta mañana no toma usted un taxi, señor licenciado? El tránsito está pesado, como siempre, a esta hora.

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