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La burbuja se rompió cuando la figura alta y obesa del doctor Bernstein se acercó a Sara.

Mauricio y Sara Rossetti, los anfitriones, saludaron a Félix, disimulando la extrañeza de que el huésped no los saludase.

– Nos veremos mañana en Palacio para el premio al profesor Bernstein, ¿no es cierto? -dijo Rossetti con su voz engolada, pero Félix sólo miraba a Sara Klein.

Los Rossetti lo presentaron con Sara, ya conocía al doctor Bernstein, que lástima que Ruth se sintió mal.

Lo presentaron con Sara Klein y quiso reír, frunció la nariz para decir muchas eñes y ella lo recordó y lo comprendió, esa broma de la juventud, araña, mañana, reseña, enseña, ñuño, niño, ñoño, ñaña, ñandú, rieron juntos, moño, coño, retoño.

Félix tomó la mano de Sara y le dijo que por fortuna tenían muchas horas por delante, ¿no había olvidado los terribles horarios mexicanos? y ella dijo con la voz ronca:

– Recuerdo que todo es muy tarde, muy excitante, no como los horarios americanos. ¿Qué horas son?

– Apenas las diez y media. No cenaremos antes de las doce. Primero hay que beberse muchos whiskys para agarrar presión. Si no la fiesta es un fracaso. -¿Y luego? -sonrió Sara.

– Hay que quedarse hasta las cinco de la mañana para que la fiesta pueda considerarse un éxito y se sabe de anfitriones que se han tragado la llave para que nadie pueda irse -dijo Félix abriendo el círculo para incluir a Bernstein-, ¿verdad, doctor?

– Cómo no -dijo Bernstein mirando a la pareja con atención, achicando los ojos detrás de los vidrios gruesos de los anteojos-, los mexicanos tenemos el genio de la fiesta,

la música y el color. En cambio carecemos totalmente de talento para dos cosas fundamentales en el mundo de hoy: el cine y el periodismo. Tenías razón esta mañana cuando desayunamos juntos, Félix. Es imposible entender lo que dice un periódico mexicano si antes no se cuenta con información confidencial.

– Quién sabe. Es el punto de vista de un judío, no de un mexicano -dijo con rudeza Félix, que se largara Bernstein, que lo dejara solo con Sara, ¿iba a pasarse la noche vigilándolos?

– Tú has de saber -replicó Bernstein-, estás casado con una judía y enamorado de otra.

Sin reflexionar un instante, Félix Maldonado alargó la mano y le arrancó los anteojos sin marco, los dos cristales desnudos y densos que parecían suspendidos sobre los ojos invisibles del doctor.

– Parece mentira -dijo Félix mirando los anteojos-. Todavía tienen manchas de la salsa de jitomate del desayuno.

Los ojos desnudos del doctor Bernstein siguieron nadando asombrados en el fondo de un océano personal y luego saltaron nerviosamente sobre cubierta como dos peces asfixiados. Maldonado arrojó con desdén los anteojos al fuego. Sara gritó y Mauricio Rossetti corrió a la chimenea a salvar los anteojos. Varios invitados se reunieron, divertidos o alarmados, mientras Mauricio pescaba los anteojos con unas tenazas y Sara miraba a Félix con los ojos de diamante frío y todas las contradicciones de la complicidad; Félix sólo miró a Sara para descifrar y luego intentar la imposible separación de rechazo y atracción, desprecio, homenaje, ganas de reír, pureza perversa, se dijo Félix mirando a Sara mientras los pinches anteojos de Bernstein eran salvados por Mauricio de las llamas que todo lo purifican, conjuntivitis, legañas y manchas de salsa. Félix acercó los labios al oído de Sara:

– Mi amor, debemos arriesgarnos a otra cosa.

– No duraría mucho -le contestó Sara ocultándole la oreja a Félix bajo el ala de cuervo de su peinado-. Ya tienes lo que yo no te doy con otras. Déjame seguir siendo la de siempre, por favor.

– ¿Me juras que tu relación conmigo no es distinta de tu relación con los demás hombres? -Félix pronunció mal esto, le estaba mordisqueando el lóbulo de la oreja a Sara. Sara se apartó riendo gravemente, era su especialidad. -Nuestra relación es única, ¿no? ¿Cómo quieres que yo sea la misma con todos si contigo soy totalmente distinta? ¿Te das cuenta de lo que me pides?

Mauricio le ordenó a un mozo que pusiera a enfriar los anteojos del doctor Bernstein y se interpuso groseramente entre Sara y Félix:

– Voy a rogarle que se retire, licenciado Maldonado. Su mala educación no tiene límites. Está usted en mi casa, no en la suya.

– ¿Qué pasó? -dijo Félix con asombro burlón-. ¿No me dice usted siempre que su casa es mi casa?

– No me explico su conducta -dijo fríamente Mauricio-. Quizá el Director General sepa explicármela mañana, cuando le cuente lo ocurrido.

Félix se rió en la cara de Rossetti: -¿Te atreves a amenazarme, pinche gondolero? -Le ruego que recapacite y se comporte, licenciado. -Pinche lambiscón.

– ¿Quién me ayuda a sacar a este infeliz? -preguntó Rossetti a la reunión en general, los invitados curiosos pero lejanos, un poco amedrentados.

Cómo cambiaba la cara de Bernstein sin los anteojos. El doctor se interpuso entre Maldonado y Rossetti. Sin lentes y sin sorpresa la cara normalmente sospechosa y tensa adquiría una bonhomía navideña. Bernstein parecía un carpintero amable que se quedó ciego tallando juguetes para los niños. Le dijo a Mauricio que él era el agraviado y le rogó que olvidara el incidente. Rossetti dijo que no, había agraviado a todos, hay que darle una lección a este majadero, doctor. -Se lo ruego yo. Por favor. Rossetti se resignó con un movimiento despreciativo de hombros y le dijo a Félix es la última vez que viene usted aquí, Maldonado.

– Ya lo sé. Está bien. Perdón -dijo Félix.

Un criado le devolvió los anteojos a Bernstein y con ellos regresó el rostro perdido del doctor. Palmeó paternalmente el hombro de Félix. El anillo con la piedra blanca como el agua lanzaba fulgores de cabezas de alfiler desde el dedo gordo del profesor.

– Nuestro anfitrión es muy italiano, aunque lleve cuatro generaciones en México. Los italianos no entienden ni lo nuevo ni lo viejo, sólo lo eterno. Los accidentes históricos les son indiferentes y hasta risibles. No entienden que los judíos somos parricidas y los mexicanos filicidas. En Cristo quisimos matar al padre, nos aterró la encarnación del Mesías en un usurpador, sobre todo si tomas en cuenta que cada vez que se aparece el redentor nuestra destrucción es aplazada. En cambio ustedes quieren matar al hijo, es la descendencia lo que les duele. La descendencia en todas sus formas es para ustedes degeneración y prueba de bastardía. No, Mauricio no sabe esto. Ignora tantas cosas. Mi figura es demasiado paternal, ¿verdad, Sara?

– Eres mi amante -dijo con voz esterilizada Sara-. ¿Qué quieres que diga?

Bernstein miró de frente, sin sonrojo pero sin victoria, a Félix.

– Tú jamás matarías a tu padre, Félix, eso es lo que no entiende el pobrecito de Mauricio. Tú sólo matarías a tus hijos, ¿verdad?

Félix miró con desolación a Sara y luego, para evitar la mirada de la mujer, se quedó observando el cuadro de Ricardo Martínez encima de la chimenea, los grandes bultos de los indios sentados en cuclillas en medio de un páramo frío y brumoso que devoraba sus contornos humanos.

Al cabo dijo:

– Entonces ya tengo los mismos derechos de todos.

– Pobre Félix -dijo Sara-. De joven no eras vulgar.

Bernstein dejó de palmear protectoramente a Maldonado y sin dejar de sonreír acercó peligrosamente el rostro al de Sara.

– Te advertí que no vinieras -le dijo a Félix el hombre gordo con el anillo acuoso como su mirada.

– Pobre Félix -repitió Sara y tocó la mano de su admirador-. Entiende que ahora soy igual a tus otras mujeres. Pobre Félix.

– Qué cosa más chispa -empezó a reír repentinamente Félix, terminó doblándose de carcajadas y fue a apoyarse contra la repisa de la chimenea adornada con pequeñas reproducciones de figuras de Jaina-. Pero qué cosa más chistosa, ahora Mary resulta la única que no he tocado, por lo menos en diez años, toda una vida, ¿no? Mary la cachonda tendrá que tomar desde ahora el lugar de mi mujer ideal, juro que jamás me acostaré con Mary…

– Está loco -perdió la compostura Sara-, le pidió al doctor, Bernstein haz algo, dile a este imbécil que él nunca me ha tocado ni me tocará, va a salir por ahí repitiendo eso, que Mary es la única que no ha tocado en los últimos diez años.

– Llevo cinco minutos de fornicación mental contigo -le dijo Félix a Sara-, ¿por qué, Sara, y por qué con Bernstein, of all people?

– ¿Puedo decirle, Bernstein? -Sara miró al doctor para pedirle permiso y el doctor asintió, pero Félix se sintió ofendido y estuvo a punto de arrancarle otra vez los anteojos a su viejo profesor.

– No me traten como si no supiera nada -dijo Félix a la pareja Klein-Bernstein, tenía que acostumbrarse a verlos como pareja, qué asco, qué ridículo, pensar que había tratado de ridiculizar a su pobre Ruth tan leal tan noble.

– Como los periódicos… -trató de interponer el doctor.

– Sí, cómo no -cortó Félix-, llevamos diez años de desayunos políticos, doctor, antes fue usted mi maestro de historia de las doctrinas económicas en la UNAM, ¿cómo no voy a saber?

– La verdad no viene en las páginas del Gide et Rist -humoreó débilmente Bernstein.

– Ato cabos. Usted ha servido la causa de los que ubican a los criminales de guerra escondidos, eso lo sé, los que sacan a los nazis de sus madrigueras en Paraguay y luego los juzgan dentro de una jaula de cristal. Y Sara se fue a vivir a Israel hace doce años. Usted viaja allá dos veces al año. ¿Okey? Me parece perfecto. ¿Cuál misterio?

– La palabra misterio, mi querido Félix, tiene muchos sinónimos -dijo con perfecta compostura el doctor Berstein.

Hubo una especie de silencio que pareció más largo de lo que realmente fue. Félix notó el mohín de Sara, el ruego silencioso de Bernstein, dejemos allí las cosas, que Maldonado crea esto, que crea lo que quiera, ¿qué importancia tiene Félix Maldonado? Sara tiró de la manga de Bernstein, pero el doctor le apartó cariñosamente la mano. Angélica Rossetti decidió apresurar las cosas e invitó a todo mundo a pasar a la mesa. Miró con franco desagrado a Félix, como a una cucaracha indigna de comer los cannelloni dispuestos en la mesa del buffet.

– ¿Quieres pasar, Sara?

Bernstein entró al comedor colonial con la dueña de casa y Sara Klein se cruzó de brazos recargada contra la repisa de la chimenea. Maldonado se dio cuenta de que era la primera vez, desde que él llegó a esta casa, que la mujer se movía de lugar. Una humedad opresiva ascendía de los pisos del salón a pesar de las buenas intenciones de la chimenea. El homenaje a la piedra fría en planta baja, la inmediatez del jardín que se trataba de meter a la casa por las puertas de cristal, el lodo después de la lluvia, las plantas del desierto hinchadas de tormenta, una monstruosidad.

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