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– Puro subdesarrollo, murmuró al entrar a su oficina, ese cajero idiota todavía no se entera de la existencia de las tarjetas de crédito, le han de pagar con cuentas de cristal, pendejo.

Frente a la puerta de su privado, estaban reunidas con las cabecitas pegadas Malena y las dos secretarias que cobraron delante de él. Parecía un conciliábulo de fútbol americano. Tosió y Malena se estremeció, las tres se separaron nerviosamente, las dos jóvenes de prisa diciendo ahí nos vemos, Male, dile a tu mami que te deje ir a la charreada del domingo y Malena no se contuvo y gritó:

– ¡No sean de a tiro! ¡No me dejen solita!

Sollozó y se sentó frente a la máquina de escribir, protegida por el bulto de la Underwood vieja.

– ¿Por qué no se pone de capuchón la funda de la máquina, bruja? -le dijo brutalmente Félix.

Malena se tranquilizó súbitamente, se arregló los moños de seda en la cabeza, tomó el teléfono, marcó un número corto y dijo sin resabio de llanto pero con una mueca que Félix notó, de niña vengativa y chismosa:

– Ya está aquí. Ya regresó.

Félix Maldonado entró a su oficina privada, prendió la luz neón y sacó automáticamente el plumón de fieltro para firmar los oficios y correogramas de esta mañana. De costumbre, la eficaz Malena le tenía la firma lista pasadita la una. Pero esta vez, con la pluma en la mano, Félix vio que no estaba frente a él la carpeta de firma.

Iba a sonar la chicharra para llamar a la secretaria. En vez, entró sin pedir permiso un hombre menudo, rubio, uno de esos güeritos chaparos que se sienten muy salsas y nada acomplejados nomás porque son blanquitos y bonitos. Estos muñecos convierten su pequeñez en arma de agresión, como si ser enano autorizara todos los excesos y exigiera todos los respetos, se dijo Félix. Pero este particular petiso agredía más que nada por su olor, un perfume penetrante de clavo que emanaba del pañuelo que le colgaba de la bolsa en el pecho del saco. Le hubiera gustado decirle todo esto de entrada al impertinente.

– ¿Qué se le ofrece?

– Perdón. ¿Puedo sentarme?

– ¿Más?

– ¿Cómo dice?

– Cómo no, sírvase -dijo Félix, al cabo contento-, si me pide permiso reconoce que está en mi oficina.

– Me presento, Ayub, Personal, Simón. Este… ¿cómo le diré? -tosió.

– Diga nomás -dijo fríamente Félix y pensó Ayub, qué raro un siriolibanés rubio, si oía el nombre sin ver a su dueño se hubiera imaginado a un bigotón color aceituna.

– Sucede… ¿señor licenciado…? -dijo Ayub con tono de interrogación prudente-, sucede que hemos constatado una anomalía en las tarjetas de entrada y salida de personal.

– Usted dirá, señor Ayub. Yo soy funcionario. No poncho.

– El hecho… señor licenciado… es que desde esta mañana buscamos desesperadamente a un señor que… normalmente… trabaja en esta dependencia… inútilmente…

– Exprésese con claridad. ¿Trabaja inútilmente o lo buscan sin éxito?

– Esto es, señor licenciado, esto es.

– ¿Qué?

– No lo encontramos.

– ¿Cómo se llama?

– Félix Maldonado.

– Soy yo.

El güerito miró a Félix con desesperación. Tragó varias veces antes de hablar.

– No le conviene, créame, ¿señor licenciado?

– ¿No me conviene ser yo mismo? -interrogó Félix, disfrazando su desconcierto con un puñetazo sobre la mesa que rajó el cristal protector.

– No me malinterprete -dijo entre tosidos Ayub-, estamos tratando de contemplar el caso globalmente.

Félix miró con irritación la vena verdosa del vidrio roto que corría como una cicatriz sobre la foto de Ruth, su mujer.

– Tendrá usted que pagar desperfectos causados a bienes de la Nación -dijo con la voz más neutra del mundo Ayub, mirando la rajada sobre la mesa del funcionario.

Félix consideró indigno dar respuesta.

– El Director General le ruega que lo vea hoy a las seis de la tarde -dijo para terminar Ayub, se levantó y salió excusándose, desparramando olor a clavo-, buenas tardes, buen provecho.

Esto le recordó a Félix que debía llegar a una comida en el Restaurante Arroyo por el rumbo de Tlalpam y con el tráfico se tardaría una buena hora en llegar. Miró su reloj: era la una y media. Cuando salió al vestíbulo, la señorita Malena ya se había ido. La máquina estaba perfectamente cubierta, una violeta respiraba dentro de una flauta de cristal y un osito de peluche viejo se sentaba en la silla secretarial de Malenita.

El resto de la Secretaría de Fomento Industrial parecía funcionar como un reloj, suavemente, en silencio. La hora normal de salida era entre dos y media y tres de la tarde.

7

Tardó un poco más de la hora prevista en llegar manejando su Chevrolet a Tlalpam. Era viernes y mucha gente se iba de fin de semana largo a Cuernavaca. Pasó muchos minutos perdidos, detenido en medio del tráfico estrangulado y una vez hasta se quedó dormido y lo despertó el concierto de cláxones furiosos.

Desde la carretera se oían los mariachis del Arroyo. Trató de recordar el motivo de la comida mientras estacionaba y tuvo un escalofrío. No podía darse el lujo de olvidar nada, de olvidar a nadie, él menos que nadie.

Agresivo, rozagante, con las patillas canas y el bigote negro, el rostro burdo, feo, coloradote, Félix lo saludó y sólo pudo retener una impresión: era un hombre feo con manos hermosas. Y ella estaba a su lado, recibiendo a los invitados.

– Hola, Félix.

– Hola, Mary.

Su aturdimiento era natural, se dijo cuando logró soltar la mano de la mujer y encaminarse hacia las mesas donde estaban las botanas. No sólo había tocado la mano y mirado los ojos de la mujer que más le gustaba tocar y mirar del mundo. Además, esa mujer lo había reconocido, le había dicho con toda naturalidad hola Félix. Claro, se empinó el vasito de tequila añejo, el hombre de la cara fea y las manos hermosas era su marido. Jamás lo hubiera reconocido solo, sin ella, ¿quién iba a recordar al dueño de una cadena de supermercados? La presencia de Mary era indispensable para situarlo. Eso era todo. No es que lo hubiera, verdaderamente, olvidado. El marido de Mary, a pesar de su aspecto florido y sus ademanes agresivos, carecía de personalidad. Eso era todo, se repitió cuando Mary se acercó a él y le dijo que la comida era muy informal, cada quien se sirve, cada quien se sienta donde más le guste y con quien más le guste.

– Además, los mariachis son ideales para disfrazar las conversaciones íntimas, ¿no? -dijo Mary velando un poco más sus ojos violeta como la solitaria flor en el escritorio de la señorita Malena.

Ojos violeta con destellos dorados, reconstruyó Félix comiendo botanas, totopos con guacamole, una hermosísima muchacha judía de pelo negro y escotes profundos que se untaba lubricante entre los senos para que brillara mucho la línea que los separaba.

La siguió de lejos cuando pasaron las quesadillas de huitlacoche y los mariachis berreaban en la distancia pero lo invadían todo. Ella sabía que los ojos de Félix no la dejaban sola un instante. Se movía como una pantera, negra, lúbrica y perseguida, hermosa porque se sabe perseguida y lo demuestra: Mary.

Félix miró de reojo la hora. Las tres y media y aún no empezaba la comida. Tequila y antojitos nada más. Le exasperaban estas comidas mexicanas de cuatro o cinco horas de duración. A las seis en punto lo esperaba el Director General. Mary le guiñó desde lejos cuando los meseros entraron con las cazuelas de barro llenas de mole, arroz hervido, chiles en nogada y los platos de tortillas humeantes y chiles variados, chipotles, piquines, serranos, jalapeños.

Se sirvió un plato colmado y se acercó a Mary. La señora de ojos violeta le sonrió y le ofreció una cerveza. Se alejaron juntos de la mesa, balanceando los platos y los vasos de cerveza, hablando con las voces apagadas por el estruendo de los mariachis, en medio de los invitados que Mary seguía saludando.

– ¿Cuál es el motivo de la fiesta? -preguntó Félix.

– Mi décimo aniversario de bodas -rió Mary.

– ¿Tanto?

– Es muy poco.

– Es el mismo tiempo que llevamos sin vernos. Es mucho.

– Pero si a cada rato nos encontramos en cocteles, bodas y entierros.

– Quiero decir sin tocamos, Mary, como antes.

– Eso es fácil de remediar.

– Sabes que sólo me gusta tocarte, ¿verdad?

– ¿Quieres decir que nunca me amaste? Lo sé muy bien. Yo tampoco.

– Algo más. Nunca te deseé.

– Ah. Eso es novedad.

– Sólo puedo tocarte sin desearte. Tocarte mucho, besarte, cogerte pero sin deseo. ¿Lo entiendes?

– No, pero me basta. Y me excita. Me gusta cómo me tocas. Diez años es mucho tiempo. Mira. Vete al hotel de paso que está aquí al lado. Deja tu coche afuera del bungalow para que pueda ver dónde te pusieron. Así yo entro al garaje con mi auto y corro la cortina. Espérame allí.

– Tengo una cita muy importante a las seis.

– No, si al rato me desaparezco. Abby ni se da cuenta. Míralo.

Félix no quiso mirar a un hombre del que jamás se acordaba y apretó el brazo de Mary.

– Y oye Félix -dijo Mary fingiendo desparpajo-, ya no soy la misma de antes, he tenido cuatro hijos.

Félix no dijo nada; se alejó de ella y Abby anunció con gestos agresivos e ilusorios pases por alto que se iban a torear cuatro vaquillas como fin de fiesta. Se rasuraba mal; tenía varias pequeñas cortadas en el mentón.

Cuando todos se fueron hacia el ruedo taurino junto al restaurante, Félix salió y condujo su auto hasta el hotelito vecino. Siguió las indicaciones de Mary y se instaló en una recámara de sábanas mojadas y olor de desinfectantes. Seguramente se durmió un rato. Lo despertaron las agruras y los palpitos. Momentáneamente se imaginó a la orilla del mar, lejos de la altura de la ciudad de México, dirigiendo normalmente en un paraíso imposible de comidas breves, sencillas y a horas fijas.

Por la ventana del bungalow entraron los olés de la placita de toros. Imaginó a Abby toreando con gestos agresivos, cara colorada y hermosas manos escondidas por un trapo rojo. Sin duda era el primer torero judío. Poca gente sabe que México recibió a muchos fugitivos de la Europa hitleriana que se asimilaron sin dificultad a las costumbres e incluso a los ritos hispanomexicanos, como si sintieran nostalgia de la expulsión de España. Rió. Un judío en un ruedo, frente a un burel bufante, era la venganza sefardita contra Isabel la Católica.

También imaginó a Mary sentada en las gradas, mirando los desplantes absurdos de su marido. No la deseó. Necesitaba verla para tocarla cuanto antes. La relación física con Mary no toleraba ni el tiempo de un sueño ni el espacio de una separación. No toleraba el deseo.

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