– Sí. ¿A qué horas nos vemos?
– Tengo una comida a las dos. Luego recuerda que vamos a cenar a casa de los Rossetti.
– Cuántas comidas.
– Te prometo ponerme a dieta la semana entrante.
– No te preocupes. Nunca engordarás. Eres demasiado nervioso.
– Paso a cambiarme como a las ocho. Por favor, está lista.
– No voy a ir a la cena, Félix.
– ¿Por qué?
– Porque va a estar allí Sara Klein.
– ¿Quién te dijo?
– Ah, ¿es un secreto? Angélica Rossetti, cuando nadamos juntas hoy en la mañana en el Deportivo.
– Me acabo de enterar en el desayuno. Además, hace doce años que no la veo.
– Escoge. Te quedas conmigo en casa o vas a ver a tu gran amor.
– Ruth, Rossetti es el secretario privado del Director General, ¿recuerdas? -Adiós.
Se quedó con la bocina hueca en la mano. Apretó un timbre del aparato sin colgarla y oyó la voz de Malena en la extensión.
– …creo que sí, alguna vez lo vi, lo recuerdo vagamente, pero la mera verdad no sé quién es, señor licenciado, si usted quisiera pasar a ver, me pide expedientes reservados, se comporta como si fuera el dueño de la oficina, si usted quisiera… Maldonado colgó, salió al vestíbulo y miró fijamente a la secretaria. Malena se llevó una mano a la boca y colgó el teléfono. Maldonado se acercó, plantó los puños sobre la funda de la máquina de escribir y dijo en voz muy baja:
– ¿Quién soy, señorita?
– El jefe, señor…
– No, ¿cómo me llamo?
– Este… el señor licenciado.
– ¿El señor licenciado qué?
– Este… nomás, el señor licenciado… igual que todos…
Se soltó llorando inconteniblemente, pidiendo la presencia inmediata de su mami y volvió a esconder el rostro en el pañuelito de encaje, que tenía polluelos amarillos bordados alrededor de la inicial, M.
Durante más de una hora, Félix Maldonado caminó sin rumbo, confuso. Lo malo de la Secretaría es que estaba en una parte tan fea de la ciudad, la Colonia de los Doctores. Un conjunto decrépito de edificios chatos de principios de siglo y una concentración minuciosa de olores de cocinas públicas. Los escasos edificios altos parecían muelas de vidrio descomunalmente hinchadas en una boca llena de caries y extracciones mal cicatrizadas.
Se fue hasta Doctor Claudio Bernard tratando de ordenar sus impresiones. Lo distrajeron demasiado esos olores de merenderos baratos abiertos sobre las calles. Dio la vuelta para regresar a la Secretaría. Se topó con un puesto de peroles hirvientes donde se cocinaban elotes al vapor. Se abrió paso entre las multitudes de la avenida llena de vendedores ambulantes. Se rebanaban jicamas rociadas de limón y polvos de chile. Se surtían raspados de nieve picada que absorbían como secante los jarabes de grosella y chocolate.
Más que nada, sintió que su voluntad desfallecía. Respiró hondo pero los olores lo ofendieron. Se metió por Doctor Lucio y una cuadra antes de llegar a la Secretaría vio a una mendiga sentada en la banqueta con un niño en brazos. Era demasiado tarde para darles la espalda. Sintió que los ojos negros de la limosnera lo observaban y lo juzgaban. Era lo malo de caminar a pie por la ciudad de México. Mendigos, desempleados, quizás criminales, por todos lados. Por eso era indispensable tener un auto, para ir directamente de las casas privadas bien protegidas a las oficinas altas sitiadas por los ejércitos del hambre.
Reflexionó y se dijo que en cualquier otra ocasión habría hecho una de dos cosas. Seguir adelante, imperturbable, sin mirar siquiera a la mujer con la mano adelantada y el niño en brazos. O darles la espalda y regresar por donde había venido. Pero esta mañana sólo se atrevió a cruzar a la acera de enfrente. Sin duda, la solución más cobarde y menos digna. ¿Qué le costaba pasar frente a la triste pareja y darles veinte centavos?
Desde la acera de enfrente, vio que la mujer era una niña indígena, de no más de doce años. Descalza, morena, tiñosita, con el bebé en brazos, tapadito por el rebozo.
¿Es suyo, se preguntó Félix Maldonado, es su hijo o es sólo su hermanito?
¿Es suyo?, repitió, como si alguien le hiciese la pregunta a él y él dijo en voz baja:
– No, señor, no es mío.
La niña lo miró intensamente, con la mano extendida. Félix tenía que regresar con urgencia a la oficina para aclarar las cosas. Redobló el paso hasta llegar a la Avenida Cuauhtémoc. Volteó una vez más, sin poder impedirlo, para ver a la pareja de la niña madre y del niño hermano. Dos monjas se inclinaban junto a la pareja de desvalidos. Las reconoció por las faldas negras, el peinado restirado, de chongo. Una de ellas levantó la mirada y Félix creyó reconocer a una de las religiosas que viajaron con él en el taxi esa misma mañana. La monja le dio la espalda, tapándose la cara con un velo, tomó a su compañera del brazo y las dos se alejaron de prisa, sin voltear a mirarlo.
5
Entró a la Secretaría y se dirigió al ascensor. Con suerte encontraría a un amigo al subir. El elevadorista lo conocía, claro. Perdón, el elevadorista está ausente, se ruega al respetable público usar el automático de la izquierda. Félix recordó al elevadorista, lo recordó nítidamente. Un hombrecito sin edad,
muy moreno, con pómulos altos y ojos llorosos, un bigote muy ralo y uniforme gris con botonadura de cobre y unas iniciales bordadas sobre el pecho, S.F.I. Si él recordaba al elevadorista, se dijo Félix mientras ascendía rodeado de desconocidos, lo lógico era que el elevadorista lo reconociera a él. Generalmente, la señorita Malena le cobraba su quincena en la pagaduría y él se limitaba a firmar la nómina. Hoy decidió ir personalmente. Salió del ascensor y se acercó a la ventanilla. Había cola. Se unió a ella, sin hacer valer sus prerrogativas de funcionario. Le precedían dos muchachas de hablar nervioso e inmediatamente detrás de él se colocó el elevadorista, su conocido, el hombre moreno. Félix le sonrió pero el hombrecito estaba absorto en la contemplación de una moneda.
– ¿Cómo le va? ¿Qué mira usted? -le dijo Félix. -Este peso de plata -dijo el elevadorista sin levantar la mirada-, ¿no ve usted?
– Sí, claro -contestó Félix, deseando que el elevadorista lo mirara-, ¿qué le llama tanto la atención?, ¿nunca ha visto una moneda de a peso antes?
– L'águila y la serpiente -dijo el elevadorista-, estoy mirando l'aguilita y la serpiente de la moneda. Félix se encogió de hombros:
– Es el escudo nacional, hombre. Está en todas partes. ¿Qué tiene de raro?
El elevadorista meneó la cabeza sin dejar de mirar la moneda de plata ennegrecida:
– Nada de raro. Nomás es muy bonito. Una águila sobre un nopal, devorando una serpiente. Me gusta más que el valor.
– ¿Cómo dice?
– Que no me importa el valor de la pieza. Me gusta el dibujito.
– Ah. Ya veo. Oiga, ¿no quiere verme? El elevadorista levantó por fin la mirada y observó a Félix con los ojos llorosos y una sonrisa de piedra.
– Todos los días subo a mi oficina en el elevador que usted maneja -dijo abruptamente Félix.
– Sube tanta gente. Si usted supiera.
– Pero yo soy un alto funcionario, el jefe de…
Exasperado, Félix dejó la frase en el aire.
– Yo soy el que no se mueve. Todos me miran, yo no miro a nadie -dijo el elevadorista y siguió observando su moneda.
Félix tuvo que prestar atención a lo que decían las dos secretarias para no quedarse allí como bobo, mirando al elevadorista que miraba el águila y la serpiente. Ya estaban cerca de la ventanilla de cobros.
– Si tú misma no te das a respetar, ¿quién?
– Tienes toda la razón. Además, todos parejos. Ay sí.
– Ojalá. Pero como ella es su preferida, de plano.
– No es nada democrático. Yo se lo dije. Ay sí.
– ¿De veras? ¿Te atreviste?
– ¿No me crees? Me canso, ganso. Ay sí. Usted le da trato distinto a Chayo, a la legua se ve. Eso le dije. Ay sí.
– En cambio, ¿se dignó venir a nuestra posada el año pasado? No, ¿verdad? Perdóname, pero eso se llama discriminación.
– ¿Eso le dijiste?
– Pues casi casi. Me dieron ganas. Mangos Méndez de Manila. Ay sí.
– Dispénsame, pero yo sí que se lo hubiera dicho, todas tenemos nuestra dignidad. Nomás porque nos ve usted más humilditas no es razón para ofendernos, señor licenciado.
– Ay, si lo que pasa es que la Chayito se siente la divina garza. No es culpa de ella, hasta eso el lic Maldonado es bastante gente…
Cobraron, firmaron y se fueron contando los billetes en sus sobres de papel manila. Félix dudó entre seguirlas o cobrar. El empleado de la ventanilla lo miró con impaciencia.
– ¿Diga?
– Maldonado -dijo Félix-, Análisis de Precios.
– Perdón, pero nunca lo he visto antes. ¿Tiene con qué identificarse?
– No. Mire, mi secretaria viene siempre a cobrar por mí.
– Lo siento, señor. Necesita identificarse. -Sólo traigo mi tarjeta de crédito. Tome.
– ¿Se llama usted American Express? No hay nadie en la nómina que se llame así.
– ¿No basta mi firma? Puede compararla con la de todas las quincenas.
El empleado negó severamente y Félix abandonó la ventanilla decidido a buscar su permiso de manejar, su pasaporte, su credencial del Partido Revolucionario Institucional, su acta de nacimiento si necesario. ¿Cómo era posible que Malena cobrara en nombre suyo cada quince días sin ningún problema y él, el titular del puesto, necesitase identificarse? Caminó enojado hasta la puerta del ascensor. Buscó inútilmente a las dos secretarias que hablaron de él. ¿No había otro licenciado Maldonado en la Secretaría? ¿Por qué no? No era un nombre tan raro.
Dentro del ascensor automático, rodeado de desconocidos, se dijo que lo más sencillo era enviar a Malena, como siempre, Malenita, dése una vuelta por la pagaduría, ¿quiere? Salió en el piso de su oficina contrariado porque ya nunca traía encima nada que lo identificara. Caminó por el pasillo estrecho y atestado de gente apremiada, miró los techos bajos y planos de la Colonia de los Doctores, llenos de tinacos de agua.
Su vida era tan previsible, se dijo, tan ordenada, sólo iba a lugares donde le conocían, le daban trato especial, los bares y restaurantes donde le bastaba firmar su tarjeta de crédito del American Express, con eso bastaba y suelto para las propinas. Pero ese idiota cajero pedía lo que nadie le pedía en el Hilton o el Jacarandas: una foto que lo identificara.