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Félix no tuvo más remedio que asentir con la cabeza, humillado por la suficiencia del hombre con rasgos de senador romano, mechón displicente e interjecciones anacrónicas. Sintió que con sólo mencionarla, Trevor/Mann manoseaba verbalmente a Sara como la manoseó físicamente Simón Ayub en la funeraria.

– Busque a la monja.

Miró a Félix con un velo de cenizas sobre los ojos grises.

– Y otra cosa, señor Maldonado. No intente regresar aquí con malas intenciones. Dentro de unas horas, Wonderland Enterprises habrá desaparecido. No quedará rastro ni de esta oficina, ni de Dolly ni de su servidor, como dicen ustedes con su curiosa cortesía. Buenas tardes, señor Maldonado. O para citar a su autor preferido, recuerde cuando piense en los Rossetti que la ambición debe ser fabricada de tela más resistente y cuando piense en mí que todos somos hombres honorables. Abur.

Hizo una ligera reverencia en dirección de Félix Maldonado.

Manejó nuevamente hasta Galveston perseguido por el ángel negro del presentimiento pero también para alejarse lo más posible de la horrible muerte de Angélica. Le aseguraron en las oficinas del puerto que el Emmita atracaría puntualmente en Coatzacoalcos a las cinco de la mañana del jueves 19 de agosto; el capitán H. L. Harding era cronométrico en sus salidas y llegadas. Félix se dio una vuelta por la casita de maderos grises junto a las olas aceitosas y cansadas del Golfo. La puerta estaba abierta. Entró y olió el tabaco, la cerveza chata, los restos de jamón en el basurero. Resistió el deseo de pasar allí la noche, lejos de Houston, Trevor/Mann y los cadáveres, uno inerte y el otro ambulante, de los Rossetti. Temió que su ausencia del Hotel Warwick motivara sospechas y regresó a Houston pasada la medianoche.

Por las mismas razones, decidió pasar todo el día del miércoles en el Warwick. Compró el boleto de regreso a México para el jueves en la tarde, cuando el Emmita ya hubiese llegado a Coatzacoalcos y la parejita de jóvenes, Rosita y Emiliano, hubiesen recibido el anillo de manos de Harding. Tomó una cabaña de la piscina, se asoleó, nadó y comió un club-sandwich con café. Nadó muchas veces para lavarse del recuerdo de Angélica, nadó debajo del agua con los ojos abiertos, temeroso de encontrar el cadáver roto de la señora Rossetti en el fondo de la piscina.

No pasó nada en el hotel y el cuarto de los Rossetti fue vaciado sigilosamente de sus pertenencias y ocupado por otra pareja de desconocidos. Félix los escuchó por el balcón; hablaban inglés y hablaban de sus hijos en Salt Lake City. Era como si Mauricio y Angélica jamás hubiesen puesto un pie en Houston. Félix se sumó al mimetismo ambiente y aprovechó las horas muertas para emprender intentos inmóviles y fútiles de ordenar las cosas en su cabeza.

La tarde del jueves dejó atrás las planicies ardientes y los cielos húmedos de Texas, pronto se disolvieron las tierras yermas del norte de México en picachos secos y pardos y éstos sucumbieron ante los volcanes truncos del centro de la república, indistinguibles de las pirámides antiguas que quizás se ocultaban bajo la lava inmóvil. A las seis de la tarde el jet de la Eastern se precipitó hacia el circo de montañas disueltas por el humo letárgico de la capital mexicana.

Tomó un taxi a las suites de la calle de Génova y allí le preguntaron si deseaba la misma habitación que la vez pasada. Gracias a las memoriosas propinas lo condujeron con zalamerías al apartamento donde fue asesinada Sara Klein. El joven empleado flaco y aceitoso se atrevió a decirle que se veía muy repuesto después de su viaje y Félix confirmó con el espejo del baño, al quitarse el sombrero blanco adquirido en el aeropuerto de Coatzacoalcos, que el pelo le empezaba a crecer espeso y rizado, los párpados ya no estaban hinchados y sólo las cicatrices continuaban desfigurándolo, aunque el bigote ocultaba misteriosamente el recuerdo de la operación y le devolvía un rostro que si no era exactamente el anterior, sí se parecía cada vez más al del tema de su broma privada con Ruth, el autorretrato de Velázquez.

Pensó en Ruth y estuvo a punto de llamarla. La había olvidado durante todo este tiempo de ausencias; tenía que olvidarla para que esa atadura, la más íntima y cotidiana, no le desviara de la misión que le encomendé. Frenó el impulso, además, porque reflexionó que para su esposa, él era un muerto; Ruth había asistido al sepelio organizado por el Director General y Simón Ayub en el Panteón Jardín. La viuda Maldonado llevaba muy poco tiempo acostumbrándose a su nueva situación; igual que ante el cadáver de Sara, Félix debía reservarse para el momento de su aparición física ante Ruth. Una voz desencarnada por el teléfono sería demasiado para una mujer como ella, tan doméstica, que le resolvía los problemas prácticos, le tenía listo el desayuno y planchados los trajes.

Sara era otra cosa, viva o muerta, algo así como la sublimación de la aventura misma, su razón más apasionada pero también la más secreta. Mis instrucciones fueron claras. Ninguna motivación personal debería interponerse en nuestro camino. No existe misión de inteligencia que no convoque, fatalmente, las realidades afectivas de la vida y teja una maraña invisible pero insalvable entre el mundo objetivo que salimos a dominar y el mundo subjetivo que, querámoslo o no, nos domina. ¿Se habría enterado Félix, durante esta extraña semana de su vida, que todos los desplazamientos jamás nos alejan del hospedaje de nosotros mismos y que ningún enemigo externo es peor que el que ya nos habita?

Más tarde me dijo que recordó, mientras marcaba mi número al regresar de Houston, la broma con que me anunció la muerte de Angélica antes de que sucediera: tu hermana está ahogada, Laertes. Eliminé mis sentimientos personales, aunque entonces ignorase el papel desempeñado por Angélica en esta intriga. Por eso, no tuvo que añadir nada sobre ella cuando me telefoneó desde las suites de Genova, no tuvo que encontrar una cita de Shakespeare para decirme que Ofelia, en vez de ahogarse, era una muñeca quebrada sobre el pavimento caliente de una ciudad texana.

– When shall we two meet again?

– When the battle's lost and won.

– But tell us, do you hear whether we have had any loss at sea or not?52

– Ships are but boards, sailors are but men; there be land-rats and water-rats, land-thieves, and water-thieves.53

– What tell'st tou me of robbing?54

The boy gives warning.55 He is a saucy boy. Go to, go to.56 He is in Venice.57

52. Pero, dinos, ¿has oído si hemos perdido algo en el mar o no? Mercader de Venecia, iii, 1, 45.

53. Los barcos no son sino maderos, y los marineros sino hombres; existen ratas de tierra y ratas de mar, ladrones de tierra y ladrones de mar. Mercader de Venecia, i, 3, 21.

54. ¿Qué me cuentas de un robo? Otelo, i, 1, 105.

55. El muchacho da advertencia. Romeo y Julieta, v, 2, 18.

56. Es un muchacho impertinente. Búscalo, búscalo. Romeo y Julieta, i, 5, 87.

57. Está en Venecia. Otelo, i, 1, 106.

Colgué. Registré con inquietud una reticencia impaciente en la voz de Félix. Tuve la sensación de que me ocultaba algo. Temí; nuestra organización era demasiado joven, probaba sus primeras armas y nadie, ni siquiera yo, podía ufanarse de tener el pellejo curtido de nuestros homólogos soviéticos, europeos o norteamericanos. La maldita realidad intersubjetiva se nos colaba, irracional, por el frío cedazo de unos medios que en estos menesteres debían ser idénticos a los fines. La regla de oro del espionaje es que los medios justifican los fines. No me imaginaba a la larga lista de nuestros émulos, de Fouché a Ashenden, perturbados por las filtraciones sentimentales de su vida personal; se las sacudirían como mosquitos. Pero, claro está, ningún espía mexicano entraría jamás del frío; la sugestión, tropicalmente, era ridicula y más bien imaginé a mi pobre amigo Félix Maldonado buscando un frigorífico al cual meterse en Galveston o Coatzacoalcos.

Encendí una pipa y abrí, nada azarosamente, mi edición Oxford de las obras completas de Shakespeare en la escena del camposanto en Hamlet. Me dije, al reiniciar la lectura, que no hacía sino eso: recomenzarla donde la dejé cuando Félix me llamó. Laertes le dice al eclesiástico que deposite a Ofelia en la tierra y que de esa carne dulce e inmaculada las violetas brotarán. El sacerdote se niega a cantar el requiem para una suicida; el alma de Ofelia no ha partido en paz. Laertes increpa al ministro de Dios; ángel dispensador será Ofelia, le dice, cuando tú yazcas aullando. Esta espantosa maldición es seguida del acto igualmente terrible de Laertes. Pide a la tierra, la de la tumba pero también la del mundo, que se detenga mientras abraza una vez más el cadáver de su hermana. Se arroja dentro de la tumba, sobre el cuerpo de Ofelia. Hamlet, a pesar de su emoción, mira todo esto con una extraña pasividad, la repetida pasividad de este actor que es observador siempre distante de su propia tragedia. Todo el Renacimiento está en esta escena. El mundo y los hombres han descubierto una energía excedente que arrojan como un desafío a la cara del cielo; han descubierto, al mismo tiempo, su pequeñez en el cosmos gigantesco, aún más reducida que la que el plan providencial les auguraba. Sólo una ironía distante como la de Hamlet restablece el equilibrio; los demás lo juzgan loco.

Miré las volutas de humo que ascendían hacia el techo de mi biblioteca. No pude imaginar a Angélica, a pesar de su nombre, dispensando los favores del cielo a los hombres. Pero ¿cuál de las mujeres de esta historia cuyos hilos llegaban rotos a mis manos merecería los dones de la divinidad? ¿Cuál, Sara, Mary, Ruth, judías las tres, miraría cara a cara al Señor Nuestro Dios? Si Angélica no era Ofelia, ¿una de ellas sería nuestra Ariadne? Si yo era un Laertes poco glorioso, ¿sabría mi amigo Maldonado ser un Hamlet con método en su locura o acabaría perdido en el laberinto de los Minotauros modernos?

Fue uno de esos momentos, seguramente más de los que pude imaginar entonces, en que Félix y yo nos telepateamos. Sara presente viva o muerta, misteriosa en la persistencia de su actualidad, extrañamente cercana en su ausencia; Ruth a la que no debíamos asustar por teléfono, aunque sufriera un poquito más, explicarle las cosas al final, tranquilamente, hasta donde era posible; y Mary, ¿por qué no pensábamos nunca en ella?

Temí caer en el lugar común de la novela policial, cherchez la femme. Cerré el libro y los ojos. No quedaba mucho tiempo. Recordé a mi hermana Angélica.

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