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De golpe, el Matemático se acordó de su sueño o. mejor dicho, de su pesadilla. Estaba paseando por la cabina la mirada un poco vacua, a causa de la neutralidad emotiva en que se había ido convirtiendo, a medida que las risas se disipaban en su memoria, el bienestar de unos momentos antes -y si, como dicen, el placer no es otra cosa que ausencia de dolor, su vacuidad interior, sin error posible indolora, podía ser considerada como una consecuencia de ese bienestar. El avión persistía en su detención ilusoria en el limbo algodonoso que bloqueaba las ventanillas, ligeramente oblicuo, de manera que el Matemático, sentado en el borde de la fila de asientos, en las hileras del medio, podía ver el piso de la cabina en declive sutilísimo hacia abajo, hacia la parte delantera del aparato, y el Matemático volvió a pensar, un poco maravillado, en esa paradoja elemental de la mecánica, que demuestra que es lo inmóvil lo que crea el movimiento, que el movimiento es una simple referencia a la inmovilidad, y en ese mismo momento, la máquina, que estaba embarazada de él desde París y que iba a parirlo unos minutos más tarde en Estocolmo, como si hubiese estado atenta a sus pensamientos, corrigiendo su posición, su velocidad tal vez, su rumbo, no sabía bien, produjo, benévola, una serie de vibraciones que la hicieron temblar un poco, del mismo modo que a lo que llevaba en su interior, como si hubiese querido confirmarle al, Matemático que ese limbo era transitorio, una tregua de la diversidad, y que cada una de las vibraciones reactualizaba el tiempo, el espacio, la materia, las pasiones, hasta que, después de esas dos o tres sacudidas que introducían de nuevo el hormigueo de las distinciones en el seno de lo único, volvió a inmovilizarse por completo. Y la pesadilla del Matemático había sido la siguiente: caminando por una ciudad imprecisa y desierta, encontraba tirado en la vereda un pedazo de papel, una especie de cinta rígida de cuatro o cinco centímetros de largo y uno de ancho; durante unos momentos, se quedó observándola, sin desconfianza pero sin apuro, tratando de comprender su significación, su uso, las circunstancias probables que la habían depositado ahí, casi casi su misterio; encorvado hacia ella, pero sin decidirse a recogerla, intrigado, la observaba, hasta que por fin la levantó y la puso en la palma de su mano para estudiarla más de cerca, comprobando que se trataba, no de una simple cinta rígida sino de una hoja plegada en acordeón, cuya banda exterior, vista desde arriba, le había dado la impresión de ser una cinta plana. Ahora que la tenía cerca, se daba cuenta de que no se había fijado en lo principal: lo que le había parecido una mancha en el medio de la cinta era en realidad su propio retrato, impreso verticalmente, la cabeza y los hombros, del que no podía darse cuenta si se trataba de un dibujo o de una fotografía, su propio retrato, ¿no?, mostrando una expresión que le pareció ingenua, juvenil, un poco enternecedora. Encantado con su hallazgo, sacudiendo un poco los dedos, dio vuelta la cinta para observar la otra cara, en el sentido literal del término, ya que un nuevo retrato suyo estaba impreso en medio de la cinta, a la misma altura que la del anverso; únicamente la expresión había cambiado, hasta tal punto que, durante un instante, creyó que se trataba de otra persona; pero no, era él, él mismo. En el reverso, la expresión era ceñuda, solemne, y parecía querer demostrar una fuerza de carácter que no resultaba convincente porque era demasiado ostentosa. Todo eso le causaba cierta gracia pero acrecentaba su curiosidad, de modo que tomando cada uno de los extremos del objeto entre las yemas del índice y del pulgar, empezó a desplegar, muy despacio, el acordeón, verificando lo que presumía, a saber que en cada una de las caras de los distintos pliegues del papel, a la misma altura que los anteriores, había un nuevo retrato suyo, del que no podía juzgarse con precisión si se trataba de un dibujo o de una fotografía; en cada uno de los retratos la expresión era tan diferente que, aunque él sabía que se trataba de la misma persona, por un momento tuvo la ilusión rápida, que pasó en seguida, de que no era así. Separando los pulgares y los índices enfrentados en posición simétrica a cada extremo de la hoja, desplegó un poco más el acordeón, sabiendo que acrecentaría la variedad de retratos diminutos, impresos a la misma altura y verticalmente, que ya empezaban a formar una pequeña multitud, y de los que lo regocijaba el carácter demasiado convencional de las expresiones. Un actor de tercer orden, en la más industrial de las series de televisión, no hubiese empleado efectos más groseros para significar la inocencia, el dolor, la ingenuidad, la inteligencia, la avaricia, la resolución, el desprecio, la picardía, el deseo, emociones y rasgos de carácter que presentaban una evidencia obsecuente, tan dócil a las convenciones, que exhalaban un tufo a servidumbre y sin embargo revelaban, por detalles secretos, una actitud compasiva hacia el espectador. "Claro", pensó. "Esto es un sueño. Significa que no tenemos una personalidad sino muchas. Además, que cada una de las poses que adoptamos es insincera, incompleta y convencional. Qué sueños tan simplistas que tengo", y siguió desplegando la cinta. Ahora ya la había desplegado tanto que estaba parado en medio de la vereda con los brazos separados, y la hoja, que al principio había sido recta y rígida, ahora, a causa de la extensión que aumentaba, parecía haberse ablandado un poco y se curvaba hacia abajo. La primera inquietud que lo asaltó, borrando brusca su regocijo, fue de orden corporal, porque se daba cuenta de que, por mucho que desplegara los brazos, no lograría desplegar del todo el acordeón, pero al mismo tiempo se le ocurrió que podía soltar los extremos, aferrar con las dos manos la hoja y desplegarla a partir de ahí, para llegar por fin al final de su operación sin necesidad de estirar los brazos, sino haciendo deslizar más bien la cinta de papel con las manos, de modo tal que los extremos ya desplegados se fuesen acumulando en el suelo. Así hizo. Pero a medida que la hacía deslizar, la hoja se seguía desplegando. A sus pies, en la vereda incierta y borrosa, la cinta plegada en acordeón se acumulaba en dos montones simétricos, sin que él lograra alcanzar al fin el centro. Por momentos aceleraba el deslizamiento, pero lo único que lograba era infundir, a las efigies estampadas en los pliegues, a causa de la diversidad de las expresiones, una especie de vida caricaturesca, cuando esas expresiones estereotipadas se superponían y, por un fenómeno semejante al de la persistencia retiniana, creaban una cara contradictoria y desconocida: ahí la expresión se volvía una mueca y perdía su carácter convencional, adoptando rasgos vertiginosos y demenciales, de modo que, sintiendo que su inquietud se transformaba en angustia, decidió ir más despacio. Ahora, mientras pasaban muy lentamente, las efigies iban siendo cada vez más borrosas y carcomidas y la blancura del papel fue oscureciéndose, adquiriendo un tinte gastado y amarillento. Con angustia creciente, comprobó que la textura, la consistencia y la temperatura del papel también habían cambiado, volviéndose los de una materia que le era familiar pero que se resistía a mirar de frente; de modo que, despacio, siguió desplegando la cinta infinita con la cabeza puesta de lado y los ojos bien cerrados. Sacudiendo las manos trató de desembarazarse de la cinta, pero fue inútil. Volvió la cabeza y abrió los ojos. Estaba desnudo en la vereda y la cinta que hacía deslizar entre sus dedos era la piel que se iba despegando de su propio cuerpo, en una banda continua y regular, como una venda que se retira. Era una sola extensión infinita de piel que se desenrollaba. Y cuando gritó, sentándose en la cama del hotel, en la oscuridad, sin comprender todavía que se trataba de una pesadilla, fue porque había empezado a comprender antes de despertar que cuando la cinta terminara de desplegarse, en el lugar en el que él estaba, en el que habría estado, el lugar que ocupaba su cuerpo, no quedaría nada, ningún meollo, ningún signo, ni siquiera algo que ese cuerpo puramente exterior hubiese estado trayendo dentro -nada, ¿no?, aparte de un vacío, una transparencia, el espacio invisible y otra vez homogéneo, la cama pasiva de la luz que él había creído su reino y en el que sin embargo ninguno de sus rastros inciertos se imprimía.

– Además -dice Tomatis- no hay que olvidar que a esa altura la cerveza y el vino blanco ya estaban empezando a surtir efecto.

No en Washington, desde luego, aclara, pero Beatriz y Silvia no son de las que le esquivan a la botella. De Cuello, ni hablar -desgraciadamente su populismo constitutivo aflora cuando tiene unas copas encima y resulta imposible disuadirlo de su idea fija, consistente en creer que el mejor modo de llenar el silencio en una reunión es ponerse a contar cuentos criollos. Pirulo, en cambio, es de mala bebida, y le da por pelear-, él, Tomatis, entiende ese resentimiento, en quien no tiene otro instrumento para manejarse con la realidad que la sociología americana. A la madrugada, ahora no se acuerda bien por qué, había empezado a darse trompadas con Dib, y él y Pichón tuvieron que ir a separarlos -Dib y Pirulo, que habían sido tan amigos en la facultad y que pretendían haber movilizado ellos solos, en el cincuenta y nueve, a todo el estudiantado rosarino. Uno entiende, sugiere Tomatis que, viviendo con Pirulo, Rosario busque compensaciones en la punta de la jeringa. La cosa es que los encontraron dándose golpes a él y a Dib en el fondo del patio -a Dib le salía sangre por la nariz y tenía unas manchas sanguinolentas así de grandes en el pulóver. Apenas él, Tomatis, ¿no?, y Pichón se descuidaron, habían empezado otra vez: Dib agarró a Pirulo del pelo y lo arrastraba por el patio, entre los mandarinos. Al final había tenido que intervenir Barco, que mide como dos metros, para separarlos. Entre los tres los habían llevado a empujones al baño, y los habían obligado a lavarse la cara, todo eso en voz baja, susurrando, para que los que estaban bajo el quincho o en la casa no se diesen cuenta. Sin resultado, desde luego, porque dos minutos más tarde ya estaban en el baño él, Tomatis. ¿no?, Pichón, Pirulo, Dib, Barco, Basso, Nidia Basso, Rosario y Botón, discutiendo en lo que se imaginaban que era voz baja y todos a la vez. Basso los quería echar pero Nidia intercedía en favor de ellos, Rosario sacudía la cabeza sin decir nada, mirando a Pirulo con una expresión que significaba más o menos Otra vez tenías que dar el espectáculo, y Botón, que una hora antes nomás había tratado de violar a la Chichito, pretendía que la conducta de Dib y Pirulo era una afrenta personal a Washington. Que Washington no se entere, por favor, decía, con tono melodramático, cuando un rato antes nomás la Chichito, toda despeinada, había entrado aullando en el quincho, sosteniéndose la pollera con la mano porque Botón le había hecho saltar el cierre relámpago. Se le había puesto en la cabeza, refiere Tomatis, que Dib y Pirulo tenían que darse un abrazo de reconciliación, idea muy del estilo de Botón, y como si hiciese falta una prueba complementaria de que Botón y la realidad son dos entidades de esencia contradictoria, se empeñaba en proferir su exhortación caballeresca mientras los demás, divididos en dos grupos, hacían esfuerzos sobrehumanos para retener a Dib y a Pirulo, que habían estado mirándose fijo durante el conciliábulo, y al menor descuido recomenzaban a los golpes. Por fin, la cosa había terminado cuando…

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