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A pesar de que todavía era el mes de febrero, en París, cosa curiosa, había hecho buen tiempo, un sol húmedo y todavía frío, y habían venido volando a nueve mil quinientos metros, de modo que el sol, de tanto en tanto, entraba pálido por las ventanillas. Distraído, el Matemático le echó una mirada, sabiendo que ahora, en Upsala, durante algunos meses, hasta mayo por lo menos, estaría ausente, y justo cuando alzó la vista hacia las ventanillas -estaba sentado del otro lado del pasillo, en los asientos del medio- el avión se hundió en una niebla grisácea y muy espesa, que eran las nubes y que parecieron amortiguar, de golpe, el ruido monótono y ya de por sí discreto de los reactores. Si el limbo estaba en algún lugar entre esas nubes, sin duda en ese momento el avión empezaba a atravesarlo. Por el momento, antes de las maniobras finales de aterrizaje, daba una impresión más fuerte de inmovilidad, pero como esa inmovilidad sucedía a un cambio brusco, el del hundimiento en la masa espesa de nubes, la impresión era la de una inmovilidad fijada en pleno movimiento, como si fuese el tiempo entero y no la mera máquina móvil lo que se hubiese detenido. No menos inmóvil, apoyado contra el respaldo de su asiento, las manos abandonadas sobre la mesita plegadiza, el Matemático, con los ojos fijos en un punto impreciso de la enorme cabina vacía, estaba tan ausente del avión que, como consecuencia sin duda de la inmovilidad ilusoria y súbita de la máquina, parecía el personaje de una de esas historias maravillosas a los que un hechizo traslada instantáneamente a un mundo mágico, mientras el mundo real del que provienen permanece detenido y como congelado, durante el tiempo que duran sus aventuras.

Está en el bulevar Saint-Germain con Pichón Garay; vienen caminando desde l'Assemblée Nationale en dirección a la Place Maubert; en este momento, se encuentran a la altura de la rué du Bac; en la entrada de l'Assemblée se han separado del resto de la delegación -un grupo de exilados que acaba de ser recibido por el bloque de diputados socialistas y que les ha prometido, el bloque, ¿no?, ocuparse del asunto, las masacres, las desapariciones, las torturas, los asesinatos en plena calle y en pleno día, etc., etc., en fin, como decíamos, ya desde el principio nomás, o decía mejor, un servidor, y más o menos, ¿no?, todo eso. Los dos cuarentones vestidos con ropas juveniles, se han separado del resto de, como se dice, compatriotas, y se han puesto a caminar despacio bajo el sol inesperado de febrero, frío, y húmedo sobre todo, como ya ha sido consignado por otros, no es cierto, muchas veces, aunque se trate, como decía un servidor desde el principio, de la misma, siempre, también desde el principio y hasta el fin, si hubo, como dicen, los que dicen saber, principio y si habrá, como pretenden, fin -decía, ¿no?, la misma Vez, en el mismo, ¿no?, como ya dije varias veces, en el Mismo, a pesar de la ciudad, de Buenos Aires, de París, de Upsala, de Estocolmo, y más afuera, todavía, como decía, Lugar. En una palabra, entonces, o en dos mejor para ser más exactos, todo eso.

El año anterior, en mayo, Washington ha muerto de un cáncer de próstata; en junio, el Gato y Elisa, que estaban viviendo juntos en la casa de Rincón desde que Elisa y Héctor se separaron, han sido secuestrados por el ejército y desde entonces no se tuvo más noticias de ellos. Y para los mismos días, aunque se haya sabido un poco más tarde, Leto, Ángel Leto, ¿no?, que desde hacía años vivía en la clandestinidad, se ha visto obligado, a causa de una emboscada tendida por la policía, a morder por fin la pastillita de veneno que, por razones de seguridad, los jefes de su movimiento distribuyen a la tropa para que, si los sorprende, como dicen, el enemigo, no comprometan, durante las sesiones de tortura, el conjunto de la organización. Y Leto ha mordido la pastilla. El Matemático, por otra parte, está bastante al tanto de todas esas cosas, puesto que, sin estar muy de acuerdo con sus ideas, ha compartido con su mujer, durante varios años, hasta que la mataron, en mil novecientos setenta y cuatro, esa existencia singular. ¡El casamiento del Matemático! Tomatis, para quien todo ejemplar del sexo femenino cuyas medidas de torso, cintura y caderas no coincidan con las de Miss Universo es un ente borroso o transparente, una noche de mil novecientos setenta, sentado con Barco en un banco de la costanera después de una larga caminata, comentaba el matrimonio en términos más o menos semejantes a éstos: El Matemático era uno de los hombres más buenos mozos, inteligentes, elegantes y ricos que había conocido; más de una vez, lo había visto permanecer impenetrable a los asaltos de las chicas más lindas de la ciudad; cada vez que una mujer entraba en una reunión, en la que el Matemático estaba presente, se advertía de un modo inmediato que los ojos de la susodicha mujer, giraban, inevitables, en dirección al Matemático. A Tomatis le constaba que, durante un par de años, Beatriz, que él había intentado seducir sin resultado, estuvo enamorada en secreto del rugbyman leibniziano. Y después de años de soltería imperturbable y misteriosa, el Matemático se había puesto en concubinato con Edith. ¡Noticia bomba!, dice Tomatis. Y al año nomás se casaban. A Edith, Tomatis la conoce: al Matemático le lleva catorce años, y es baja, gorda, fea, judía, feminista, trotsquista y viuda de un trotsquista que, militando en la clandestinidad desde mil novecientos sesenta y siete, murió en una refriega con matones sindicales, en un bar del gran Buenos Aires. Los padres (del Matemático, ¿no?) no creo que hayan hecho la menor objeción: pero a Leandro, el hermano, y al resto de la familia, ya les estoy viendo la cara. Se le fue la mano. Alevoso, dijo Tomatis, sacudiéndose todo a causa de las carcajadas. Pero se equivocaba; conscientemente, por lo menos, según podría decir el propio Tomatis, no había habido premeditación ni intención de provocar; el Matemático sentía por Edith un respeto sincero, un afecto igualitario, y cuando unos años antes habían militado juntos en un grupo trotsquista, había estado un poco enamorado de ella. De todos modos, no se veían mucho, y aunque el Matemático no aprobaba del todo la lucha armada y discutían sobre esas cosas con calma y a menudo, confiaban ciegos uno en el otro y, de tanto en tanto, experimentaban la necesidad intensa de verse, él, para estar frente a alguien que mereciese la cuota de admiración y de respeto sin la cual no podía vivir y que ya, a medida que envejecía, muy pocos le inspiraban, ella, porque confiaba en su inteligencia y en su lealtad y porque le suministraba, con sus críticas implacables, el criterio de realidad que la acción desdibujaba. Ya cuando se conocieron, a pesar de que él tenía veinte años y ella un poco más de treinta, habían sido como una pareja de viejos, unidos en secreto por una especie de entereza desesperada que les maravillaba, a causa de sus diferencias, encontrar en el otro, convencidos, por distintas razones sin duda, de que nada era posible, pero actuando a cada momento como si todo lo fuese. Habían estado años sin verse, la activista intratable y el niño bien, condenados a unir sus vidas por una componente común, que les había tocado en suerte, la conciencia moral, y que entre tantos errores, locuras y violencias, de los que no eran sin duda enteramente inocentes, los hacía reaccionar con la misma intransigencia. Tenían un departamento común, oficial, en Buenos Aires, y una casita en las sierras de Córdoba, ignorada de todo el mundo, a la que llamaban, por razones de seguridad, el falansterio, en la que en los momentos difíciles se encontraban en secreto. Ella escribía a máquina todo el tiempo, y le sometía lo que llamaba el material, informes, análisis políticos, proclamas, que el Matemático leía con cuidado, sacudiendo la cabeza, con gesto negativo la mayor parte del tiempo, marcando con biromes de diferentes colores los distintos temas de discusión -se había ido a trabajar en la industria química en Buenos Aires, después había entrado como profesor en la universidad y siempre había guardado la costumbre de marcar con lápices o biromes de colores los informes industriales, los apuntes y los deberes de los estudiantes. Hasta que por fin, en el año setenta y cuatro, la mataron. Todo pasó muy rápido, y el miedo principal del Matemático, es decir, como se veían de tanto en tanto y ella desaparecía y volvía a desaparecer en forma asistemática, de que la mataran sin que él llegara a enterarse resultó infundado, porque un anochecer de julio un llamado telefónico anónimo le avisó que la habían matado esa misma mañana y que él debía desaparecer porque de un momento a otro la policía allanaría su departamento. Con calma pero con rapidez llenó una valija de ropa, libros y papeles y se tomó el ómnibus para Córdoba, con la esperanza de que la noticia fuese falsa y ella estuviese esperándolo en el falansterio, pero si bien había rastros de una estadía reciente en la casa, ella no apareció. No se hacía ilusiones: el llamado telefónico podía provenir de algún compañero de armas de Edith a quien ella misma hubiese expresado en un momento dado su deseo de hacerle comunicar a él su muerte, pero también podía venir, el llamado, ¿no?, de los mismos que la habían matado, puesto que, aunque su hermano no estaba todavía en el gobierno, al que recién entraría en el setenta y seis, tenía sin embargo la influencia y la confianza suficiente entre las fuerzas de seguridad como para protegerlo. Si era eso último lo que en realidad había sucedido, tampoco se ilusionaba mucho: con Leandro, hacía más de diez años que no se veían ni se dirigían la palabra, desde el entierro del padre, y si a veces se cruzaban en la calle, se ignoraban mutuamente, de modo que si Leandro lo había protegido era para preservar el nombre de la familia, como él podía decir y, sobre todo, su propia carrera política -con muy buen resultado por otra parte, ya que, saliendo airoso de masacres, enfrentamientos, atentados, tiroteos, torturas, campos de concentración, explosiones y golpes de estado, había llegado a ser ministro de gobierno de la provincia en el setenta y seis, sin perder para nada su aspecto saludable y bronceado, calmo y elegante, sin haber faltado a una sola misa de once los domingos ni haber dejado de llamar por teléfono a su madre día por medio a las ocho en punto de la noche una sola vez en veinte años. Al día siguiente de su partida para Córdoba, un grupo de hombres armados allanó su departamento en Buenos Aires y, no sin antes llevarse todos los objetos de valor, lo redujo a escombros. Sobre eso, tampoco se hacía ilusiones; si era Leandro el que lo había hecho prevenir del allanamiento, debía ser él también sin duda el responsable de la demolición de su departamento para escarmentarlo por haberse apartado de las normas que regían la vida de su tribu -la burguesía sanguinaria - como aquella vez en que, siendo ya subsecretario en otro gobierno de facto, lo había hecho meter preso durante varios días para darle una lección. En Córdoba estuvo seguro un par de meses -únicamente Edith y él conocían la casa- pero como su aparición brusca en el pueblo, su soledad y su estadía demasiado larga podían despertar las sospechas de los vecinos, se volvió a Buenos Aires. Un amigo sueco lo alojó en su departamento y le consiguió trabajo en la Universidad de Upsala. A principios de noviembre, aterrizaba por primera vez en Estocolmo. El invierno negro y terrible que lo esperaba lo desorientó un poco, pero en la primavera empezó a pasearse, bien abrigado y con la pipa apagada en la boca, por entre las residencias y los jardines de la universidad, y los domingos a la tarde miraba los programas deportivos en la televisión. El resto del tiempo leía a sus sempiternos filósofos y los recortes de diarios que le mandaban, preparaba sus cursos y, cuando llegaban las vacaciones, bajaba hacia el Sur, hacia París, donde estaba Pichón Garay, hacia Madrid o hacia Roma, y a veces se daba también un salto a Copenhague, que seguía gustándole a pesar de que, como acostumbraba decir, en sus calles parejas y bien barridas se sentía más la influencia de Andersen que la de Kierkegaard o la de la Interpretación.

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