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¿Botón es capaz de semejantes interpretaciones? Mientras habla, sin mirar a su acompañante, el Matemático se lo pregunta y no tarda en contestarse: en su opinión, no. Entre varias posibilidades, sobre el origen de la disgresión, considera dos: o bien Botón le ha oído ese tipo de explicaciones a un tercero, Tomatis, o Pichón Garay o Silvia Cohen, o ha presenciado una conversación entre ellos y se adjudica, de modo parasitario, sus conceptos, o bien él, el Matemático, ha ido interpretando, de la manera en que se las presenta a Leto, a medida que Botón le refería hechos desnudos en forma lineal, las palabras de Botón, como si éste hubiese estado contándole una adivinanza de la que el Matemático oyera, no los términos que la componen, sino la solución. Pero hay también una tercera posibilidad que el Matemático, razonador imparcial, no descarta: rechazando de plano que Botón sea el autor de la interpretación, podría conceder que Botón, de buena fe, olvida que se la debe a Silvia Cohen, o a Beatriz, o a Pichón Garay, y la repite sin darse cuenta, creyéndola suya, de tal manera que cuando él, el Matemático, ¿no?, opta por la segunda posibilidad, con la que se atribuye a sí mismo la interpretación, se encuentra en una situación semejante a la de Botón, pero intensificada, porque atribuyéndose a sí mismo sin darse cuenta la interpretación que Botón ignora haber sacado de, pongamos, Silvia Cohen, el Matemático a su vez repite los términos de Silvia Cohen, lo cual le deja al acontecimiento de referencia tan poca realidad, que el valor mismo de la interpretación se vuelve problemático.

– Así -dice el Matemático-, para Washington, lo que es confuso en el hombre y en el caballo, se clarificaría observando al mosquito.

– Al mosquito -repite Leto.

– Al mosquito, sí -dice el Matemático.

– Al mosquito -vuelve a repetir Leto, adoptando una entonación reflexiva.

– Al mosquito, al mosquito -dice, sacudiendo la cabeza, afirmativo, el Matemático.

El paso que llevan ahora, bien armonizado, es, ni lento ni rápido, más regular que nunca, como si a sus piernas, a sus cuerpos enteros, les hubiese costado varias cuadras encontrar el ritmo común que ahora los engloba, transformándolos en una especie de máquina cuyo mecanismo regula las diferencias entre los dos cuerpos y equilibra las proporciones para obtener un rendimiento común. Desde fuera, el ritmo es tan regular que parece deliberado -desde fuera, ¿no? Y, sin embargo, no podrían encontrarse dos personas más diferentes: el rugbyman atlético y razonador, tan perfecto desde el punto de vista físico como la imagen de un afiche publicitario, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en agosto en Florencia, cuyo padre, abogado yrigoyenista y liberal es, no obstante, propietario de la mayoría de los campos que circundan Tostado, el Matemático, ¿no?, afecto, como decía, a nadar, quién sabe por qué, en el río incoloro de premisas, de proposiciones, de postulados, y de quien Tomatis, que le ha puesto el sobrenombre, sabe decir que saca, de esas mismas premisas, proposiciones y postulados una satisfacción malsana, hecho que Leto, a decir verdad, nunca ha podido verificar, y que puede tratarse, usando como pretexto al Matemático, de una calumnia de Tomatis contra las ciencias exactas en general; y el otro, Leto, Ángel Leto, ¿no?, flaco, con las piernas un poco torcidas, mucho más chico y más joven, algo miope, cuya camisa y cuyo pantalón, de calidad tres o cuatro veces inferior a la vestimenta blanca del otro, se combinan con menos elegancia, Leto, que no hace ni siquiera un año que vive en la ciudad, a la que ha venido siguiendo a Isabel, su madre, la cual ha huido de la evidencia de un suicidio como de un cataclismo universal, Leto, que lleva, para sobrevivir, varias contabilidades, y que esa mañana, por razones tan inexplicables como las que inclinan al Matemático a los silogismos y a los teoremas, en vez de ir a trabajar, ha decidido bajarse del ómnibus y ponerse a caminar por San Martín hacia el Sur. Más diferentes imposible, aunque algo, a pesar de todo, los iguala: no únicamente, ¿no?, la identidad genérica en tanto que individuos pertenecientes a la misma especie, individuos que, después de todo, hablan el mismo idioma y que aunque vengan de ciudades diferentes han nacido en el mismo país e incluso en la misma provincia y poseen por lo tanto fragmentos comunes de experiencia -no, nada de eso, que, desde luego, les es propio y comparten a la vez con sus comprovincianos, sus, como se dice, compatriotas, sus congéneres; no, nada de eso, nada de eso, sino algo más particular y "sin embargo más indefinido, una impresión, un sentimiento que llevan ambos en el fondo de sí mismos, y que el hecho de ni siquiera sospechar que el otro, u otros, también lo experimentan, le da un tinte particular y, sobre todo, lo refuerza, el sentimiento, decía, de no pertenecer del todo a este mundo, ni, desde luego, a ningún otro, de no poder reducir nunca enteramente lo externo a lo interior o viceversa, de que por más esfuerzos que se hagan siempre habrá entre el propio ser y las cosas un divorcio sutil del que, por razones oscuras, el propio ser se cree culpable, el sentimiento confuso y tan inconscientemente aceptado que ya se confunde con el pensamiento y con los huesos, de que el propio ser es la mancha, el error, la asimetría que con su sola presencia irrisoria enturbia la exterioridad radiante del universo. Ahora, también, desde que empezaron a recorrer juntos la calle recta, por la vereda de la sombra, un nuevo lazo, impalpable, los emparenta: los recuerdos falsos de un lugar que nunca han visitado, de hechos que nunca presenciaron y de personas que nunca conocieron, de un día de fin de invierno que no está inscripto en la experiencia pero que sobresale, intenso, en la memoria, el quincho iluminado, el encuentro del Gato y Botón en Bellas Artes, Noca viniendo de la costa con sus canastos de pescado, el caballo que tropieza, Cohen que remueve las brasas. Beatriz armando siempre un cigarrillo, la cerveza dorada con un cuello de espuma blanca, Basso y Botón punteando en el fondo, sombras que se mueven confusas en el oscurecer, y que después, sin que se sepa bien cómo, y sobre todo por qué, se traga la noche.

Una casi enseguida después de la otra, el Matemático percibe, cuando van llegando a la esquina, dos caras conocidas: la primera es la del propietario del quiosco de revistas que se despliega en la ochava; como el hombre está sentado en un banquito en medio de su mercadería y bien contra ella para ponerse al abrigo del sol que golpea por la transversal, su busto resalta contra el fondo chato de semanarios, de mensuales y de matutinos, contra fotos en colores de estrellas de cine en bikini, dirigentes políticos y sindicales, campeones de fútbol, fotos repetidas varias veces, del mismo modo que los titulares negros y regulares de los diarios o los personajes de historietas. A causa de su repetición, las imágenes, que forman un fondo oblongo, se vuelven casi abstractas, transformándose en una especie de guarda abigarrada que parece decorar el retrato en relieve del quiosquero, cuya mirada, perdida en el fondo de la calle, el Matemático no logra encontrar para intercambiar con él el saludo que ya tiene preparado. Pero alzando otra vez la cabeza, sus ojos se encuentran con la segunda cara conocida que, ésta sí, pasando al lado de Leto, le sonríe. Es únicamente una cara conocida, ni siquiera lo que podría llamarse, con mayor precisión, un conocido. Una cara conocida -o sea, ¿no?, una cara que ocupa un lugar intermedio entre lo familiar y lo desconocido, a la que no podría ponerle un nombre pero que, de tanto pasar una y otra vez por su campo visual, ha terminado imponiendo sus rasgos peculiares a la memoria del Matemático, así como la cara del Matemático ha terminado imprimiéndose en la memoria del otro, de modo que a partir de cierto momento, cuando se cruzan en la calle, en prueba de reconocimiento, se saludan. Es verdad que, durante las ráfagas de extrañeza, también las caras familiares se vuelven, de golpe, desconocidas, pero hay una graduación que, partiendo desde ellas, y pasando, por los conocidos primero, por las caras conocidas después, y después por las caras desconocidas y los desconocidos, que son el último bastión de la experiencia, acaba llegando al horizonte oscuro y viscoso de lo desconocido -lo desconocido, ¿no?, o sea lo que, más allá del don fugaz de lo empírico, es trasfondo y persistencia, y que tratan de hacer retroceder, sin resultado, esas señales vagas que se cruzan, como perdidas, en el día.

Manteniendo el paso idéntico, regular, Leto y el Matemático bajan de la vereda a la calle y empiezan a cruzarla. Un auto lento los intercepta y, como frena en la bocacalle, lo sortean por delante, los dos al mismo tiempo, sin detenerse ni variar el paso, sin ni siquiera mirarlo, como dos robots al que un dispositivo electrónico preprogramado hiciera esquivar automáticamente los obstáculos; y cuando están llegando a la vereda de enfrente, los dos pliegan, simultáneos, la pierna izquierda, y la elevan por encima del cordón.

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