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La Gringa hace una mueca, pero no dice nada. Llegamos hasta el borde mismo de la laguna, sin que se nos haya cruzado un solo pato. Ella y la nena se quedan con la boca abierta, mirando la ciudad.

– Allá está la iglesia de Guadalupe -dice ella.

– Y el puente colgante -dice la nena.

Caminamos a lo largo de la orilla. Ahora, ellas van adelante. De pronto se paran, mirando otra vez en dirección a la ciudad. Me dan la espalda. Están a unos cinco metros de distancia. Los cañones apuntan hacia ellas. Estoy un momento como absorto, mirándolas. No pasa nada. Está la laguna que refulge, más allá la ciudad, y más acá las siluetas de ellas, recortadas nítidas contra el gran espacio abierto. Me pregunto si hay algo capaz de borrarlas. Después de todo, aunque más tarde se borren, siempre van a estar ahí. No hay manera. Van a estar siempre ahí. Pero no puedo bajar los cañones. Están paradas, solitarias, en medio del espacio abierto. Sus contornos relumbran, nítidos. Están inmóviles.

Me acuclillo, dejando descansar la culata contra el suelo y apoyando la mejilla en el caño helado. Después ellas se dan vuelta y se dirigen hacia mí.

– ¿Qué estás mirando ahí como un idiota? -dice ella.

– Nada -digo.

– Nada, no. Ya veo -dice ella.

– No hay ninguna canoa por aquí -dice la nena.

– Después. Más tarde -digo yo, incorporándome.

Llegan hasta donde yo estoy, avanzando en sentido contrario a la laguna. La nena se inclina y recoge un caracol de sobre la franja de tierra rojiza húmeda que antecede inmediatamente al agua y sobre la que se imprimen nuestras huellas.

Después la nena se inclina y recoge otro caracol, y después corre unos metros más allá y recoge otro. La veo correr, nítida, dejando unas huellas pequeñas sobre la franja rojiza, y después curvarse hacia la tierra como si hubiese sido golpeada por algo, levantarse otra vez y volver a corretear, alejándose un poco más, disminuyendo ligeramente de tamaño, y después volver a curvarse. Y después venir rápido en dirección a nosotros, creciendo de tamaño, con los tres caracoles en la mano. Ella le pega en la mano y los caracoles saltan por el aire, cayendo otra vez sobre la franja de tierra rojiza.

– Deje esa porquería y no ande ensuciándose -dice.

– No hace mal a nadie, juntando caracoles -digo yo.

– No sos vos el que tiene que ir después y lavarle la ropa toda sucia, no -dice ella.

Me inclino y recojo los caracoles y vuelvo a dárselos a la nena, que junta las manos y los recibe en el hueco formado por las dos palmas.

– Si no me llevan en la canoa como me dijeron, no los suelto y me ensucio toda -dice la nena.

– Dale todos los caprichos -dice ella.

– Por una vez que junte tres caracoles no va a pasar nada ni nadie se va a morir -digo yo.

Ella se da vuelta y se pone a mirar en dirección a la ciudad.

– ¿No son los galpones del ferrocarril, aquéllos? -dice.

– Sí -digo yo-. Son los galpones. Y aquellos que se ven más allá son los elevadores de granos del puerto.

– ¿Y aquella no es la Municipalidad? -dice.

Señala una masa blanca, borrosa, que se eleva por encima del montón abigarrado de construcciones y follaje.

– No estoy seguro -digo yo.

– Bueno -dice ella-. ¿Volvemos o nos vamos a quedar aquí hasta el año que viene?

– Quedémonos, papi -dice la nena-. Hasta el año que viene.

– Eso -digo yo-. Nos quedamos hasta el año que viene.

– ¿Qué te parece, Gringa? -digo-. ¿Nos quedamos o no hasta el que viene?

– ¿ Eh? -digo-. Hasta el año que viene. ¿Eh? ¿Qué te parece?

– Bueno -digo-. No pongas esa cara.

– No pongas esa cara, que no es más que una broma -digo.

Me acerco a ella y le toco la cara con la palma de la mano. Echa la cabeza para atrás, haciendo una mueca, y después da un saltito y queda fuera de mi alcance.

– No te hagas el vivo -dice.

– Bajamos un pato más y nos vamos -digo yo.

– ¿Puedo guardarme los caracoles, mami? -dice la nena.

– Está bien. Guárdeselos -dice ella-. Pero cuidadito con andar ensuciándose la ropa porque si no va a cobrar.

Me doy vuelta. Detrás, lejos, está la franja verde del monte de eucaliptus, y antes, anchísimo, el pastizal. Avanzamos en dirección contraria al río, hacia la izquierda de los eucaliptus. Ella y la nena vienen detrás. Puedo sentir el chasquido de sus zapatos contra los pastos. De golpe, aleteando, a unos doce metros, un pato se levanta del pastizal. Aletea ruidosamente, tomando altura, pero después sube en línea recta, como una bala. Apunto. El cuerpo negro, compacto, del animal se desliza oblicuamente en el aire gris sin salirse un milímetro de la muesca de la mira. Aprieto el gatillo, sintiendo en el hombro la sacudida de la explosión. El pato sigue deslizándose en línea oblicua hacia la altura. Vuelvo a insertarlo en la muesca de la mira, ya más lejano, y aprieto por segunda vez el gatillo. Por un momento da la impresión de estar clavado contra algo en el espacio, porque aletea un momento desesperadamente, sin progresar ni caer. Después se viene a pique como en tirabuzón, aleteando y moviendo las patas, y desaparece en el pastizal. Vamos los tres rápidamente, rastreándolo, haciendo chasquear los pastos con nuestra corrida. Ella jadea, mientras la nena se nos adelanta. Nos detenemos en el punto en que nos ha parecido verlo caer, y comenzamos a girar en redondo, separando las matas con los pies. Los pastos cimbran y se quiebran, y por momentos nos hundimos en ellos hasta las rodillas.

– No se puede venir a cazar sin perros -digo yo-. Es completamente al pedo.

– Ya va a aparecer -dice ella-. Tiene que estar en alguna parte.

– Se ve que le di con todo -digo yo.

– ¿Estás seguro de que cayó por acá? -dice ella.

– Segurísimo -digo yo.

– Vi patente que cayó por acá. Volaba en dirección a la laguna y fue por acá donde le di -digo.

– Capaz que se alejó caminando -digo.

– Donde lo agarre le retuerzo el pescuezo -dice ella- para que aprenda a no hacerse el vivo.

Seguimos girando en redondo, haciendo chasquear los pastos con nuestros zapatos. Cada cual traza su propio círculo en medio del espacio abierto, y por momentos los círculos se rozan. Entran uno en el otro, y se confunden.

– Tengo las piernas a la miseria -dice ella.

– ¿Lo dejamos? -digo yo.

– ¡Acá está! -dice la nena, agachándose y medio desapareciendo entre el pastizal.

Corremos hacia ella, dificultosamente, enredándonos con los pastos más altos. Al llegar nos inclinamos. Oigo el jadeo de ella contra mi oreja izquierda. El pato está echado, vivo, bajo una mata de pajabrava, mirándonos con desconfianza. Sacudo la cabeza hacia él.

– ¿Querías escaparte, eh? -digo. Tiene un ala rota. Le he dado justo en la articulación y muestra las plumas desgarradas y unas manchas de sangre que las tiñen cerca de la raíz.

– Pobrecito -dice ella.

Cuando estiro la mano hacia él, el animal aletea. Lo agarro de las patas y lo levanto; se retuerce desesperadamente, aleteando y tirando unos débiles picotazos furiosos.

– Yo lo llevo, papi -dice la nena, tirando los caracoles y sacudiéndose las manos.

– Con cuidado -digo yo.

Se lo entrego. Lo agarra de las patas y lo levanta hasta su cara para verlo mejor.

– ¿Viste, papi, los ojos que tiene? -dice.

– Bueno, ya tenemos el segundo pato -dice ella-. ¿Nos vamos o no nos vamos?

– No -digo yo-. Quedémonos hasta el año que viene.

– Hacete el gracioso -dice ella.

– Vamos a tomarnos una ginebrita que nos la hemos ganado -digo yo.

– Ya está él con su ginebrita -dice ella, riéndose.

– Papi, y si lo llevo del cuello, ¿qué pasa? -dice la nena.

– No pasa nada -digo yo-. Pero cuidadito con dejarlo escapar que si no soy capaz de sacarte la cabeza.

– No -dice la nena.

– Capaz que a esta altura ya nos han robado todo de la camioneta -dice ella.

– Por mucho que teníamos -digo yo.

– Estaban los platos y los repasadores y el reloj tuyo que yo puse en la guantera -dice ella.

– Vayan ustedes adelante, que yo las sigo -digo yo.

Ella me mira con desconfianza.

– ¿Vas a tenernos ahí hasta la noche, esperándote? -dice.

– Te digo que voy enseguida -digo.

– En un minuto estoy con ustedes -digo.

– Bueno, pero un minuto. Si pasa de un minuto, agarro a la nena y me voy caminando -dice.

– Está bien, Gringa -digo yo, riéndome.

Comienzan a alejarse en dirección al monte de eucaliptus. No avanzan en línea recta, sino oblicua. Van cortando desde el extremo izquierdo del pastizal hasta el borde derecho del monte de eucaliptus, detrás del cual está la camioneta. Las veo moverse dificultosamente en el gran espacio abierto, ella comida por momentos hasta la cintura por el pastizal, y la nena completamente. Después me agacho, bajándome los pantalones, y hago mis necesidades. Me limpio con unos pastos. Después me quedo acuclillado, mirando un punto fijo entre los pastos, sin verlo. La escopeta está tirada en el suelo, a mi costado. La culata de madera está pulida por el uso, y el peso de la escopeta aplasta el pasto. Cuando me incorporo, abrochándome los pantalones, recojo la escopeta y avanzo hacia el monte de eucaliptus, viendo las diminutas figuras de ella y la nena, en la distancia, estremecer el pasto hundiéndose en él, y reaparecer por momentos enteramente en las zonas en que el pasto es más ralo. A veces parecen debatirse en el mismo lugar, sin progresar. Son lo único móvil en el espacio inmóvil. No oigo ni siquiera los chasquidos de mis propios zapatos sobre los pastos. Una o dos veces me detengo, la primera para cargar la escopeta, la segunda para mirar en dirección a la laguna y, más allá, a la ciudad. El cielo está perdiendo luminosidad. El color gris se ha vuelto más humoso, y algunas nubes redondas aparecen ribeteadas de negro. Cuando me faltan unos trescientos metros para llegar al monte de eucaliptus, un pájaro negro sale de entre los pastos, volando en mi dirección y cambiando de rumbo enseguida, con un giro brusco, hacia la izquierda del monte, al verme. Apunto e inserto su figura negra, veloz, en la muesca de la mira. Aprieto el gatillo y lo veo caer de golpe, en la línea recta, sin un solo aleteo, como una piedra, aunque la piedra hubiese producido un tumulto de astillas al recibir las municiones, seguramente. Miro hacia el punto en que cayó y vacilo un momento, pero después sigo caminando en dirección al monte. Cuando llego la nena está sentada en la cabina, maniobrando con el volante, y ella lee una fotonovela, sentada en el suelo.

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