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Ella da unas vueltas cortas, cerca de la camioneta, y después hurga en la cabina y saca dos fotonovelas. Se sienta en el estribo y se pone a hojearlas. Me ciño la cartuchera a la cintura y saco la escopeta de la cabina.

– Papi -dice la nena-. ¿Cuándo vamos a andar en la canoa?

– Después -digo, y me alejo.

Comienzo a caminar por el pastizal, en el que no hay senderos. Mis zapatos hacen chasquear los pastos. De vez en cuando, tropiezo con algunos charcos y me hundo en ellos. Me paro y me doy vuelta, viendo todavía la camioneta a corta distancia. Ella está sentada en el estribo, leyendo y la nena se ha trepado a la caja, mirando en mi dirección. Me hace señas con la mano. Me doy vuelta otra vez y sigo caminando.

Tuerzo el camino hacia la derecha, avanzando sin embargo en dirección a la laguna, así que cuando he recorrido un trecho no muy largo la camioneta ha desaparecido detrás del monte de eucaliptus. Camino todavía un poco más y después me quedo parado, inmóvil.

Me acuclillo. Apoyo la culata de la escopeta en el suelo, y toco el caño frío, de acero azul, con la mejilla. Por encima de los pastos, que por momentos entorpecen mi visión, como una bruma, miro en dirección a la ciudad. Hacia la izquierda, por donde se distinguen vagamente las chimeneas de la estación de trenes, se levantan dos columnas de humo negro. Está como inmóvil, fijo, el borde superior de las columnas más ancho y más desvanecido que la parte inferior. Del otro lado están las torres de la iglesia de Guadalupe, y un caserío diminuto, que se adivina, más que verse, se agolpa contra la franja de la costanera. Después, durante un momento, no veo más nada. Miro sin ver. No sé cuánto tiempo pasa. Estoy acuclillado, con la escopeta entre las piernas, la mejilla apoyada contra el caño frío, mirando sin ver. Cuando me incorporo, tengo las piernas acalambradas.

Cargo la escopeta y después comienzo a avanzar lentamente, medio agachado, en dirección a la laguna. Está frente a mí, visible ahora, a unos trescientos metros. De golpe, a la altura de mis ojos, a unos diez metros, sale algo de entre el pastizal. Aletea y comienza a tomar altura. Apunto, siguiendo lentamente el vuelo del pato con la mira de la escopeta. Como va tomando altura, elevo la mira cada vez más. Adelanto ligeramente la mira al cuerpo del pato y oprimo el gatillo. La explosión, cargada de olor a pólvora, hace una pequeña nube de humo y golpea levemente contra mi hombro, pero el pato sigue su vuelo. Vuelvo a apuntar, adelantando ligeramente la mira en relación al cuerpo del pato, y oprimo el gatillo. Erró otra vez. Un hilo de humo sale del caño de la escopeta, y al tocar el caño compruebo que está caliente. Queda el olor a pólvora. Saco los cartuchos vacíos y los guardo en la cartuchera. Las bases doradas de los cartuchos, sobresaliendo de las vainas de la cartuchera, se extienden parejas e idénticas a lo largo de mi cintura. Los dos que he vuelto a guardar en las vainas vacías, ya martillados, están llenos de machucaduras y el detonante aparece aplastado. Saco dos cartuchos intactos, dejando las vainas vacías, y cargo la escopeta. Después pongo el caño en su lugar y sigo avanzando en dirección a la laguna.

El pato ha desaparecido del cielo gris. Ha volado en sentido contrario a la ciudad, en dirección al monte de eucaliptus. Sigo avanzando hacia la laguna. Oigo el chasquido de los pastos que aplasto con los zapatos embarrados. Me paro y me doy vuelta. Ahora el monte de eucaliptus se ha reducido mucho, y no veo más que la masa verde -una franja verde, más transparente en el borde superior- de las hojas. Sigo avanzando hacia la laguna.

Ando más de una hora. Más. A veces me acuclillo, apoyando la culata de la escopeta en el suelo y tocando una y otra vez el caño de acero con la mejilla, y miro sin ver. Fijo la mirada en un espacio limpio, en el suelo, donde hay pasto ralo, y miro las hojas amarilleadas de la gramilla, pero sin verlas. A veces me detengo en una hoja, viendo cómo los bordes van siendo comidos y descoloridos por la quemazón del frío, más comidos cuando más expuestos están al aire destructor, en el espacio. Me he ido aproximando y alejando de la orilla de la laguna, sin llegar nunca hasta ella. Por fin llego, hasta que el agua casi me toca los pies. Desde ahí, la ciudad está como al alcance de la mano, y el monte de eucaliptus no se ve. El agua está lisa, gris.

Giro la cabeza, bruscamente, viendo a mi derecha cómo un pato levanta vuelo de entre los pastizales, en dirección opuesta a la laguna. Apunto y voy siguiéndolo con la mira, y adelantando ligeramente y rápido la mira lo espero una fracción de segundo y aprieto el gatillo. Lo veo estremecerse todo, retorcerse, aletear, y parar su vuelo de golpe, como si hubiese chocado contra una pared invisible, en el espacio. Después cae rectamente al suelo, a unos quince metros de donde estoy parado. Cuando llego, removiendo los pastos, todavía palpita y pega dos o tres aleteos. Después estira la pata y queda inmóvil. Le he dado en el cogote, y sobre las plumas azuladas del cuello tiene unas manchas sanguinolentas. Lo alzo de las patas y me lo llevo.

Ahora camino de espaldas a la ciudad y a la laguna, en dirección al monte de eucaliptus. Tengo que marchar mucho y después ir torciendo gradualmente a mi derecha, para poder ver la camioneta. Por fin reaparece, detrás del monte. Cuando voy llegando, distingo que ella está en la cabina y la nena viene a mi encuentro. Me arrebata el pato.

– ¿Está muerto? -dice.

– Completamente -digo.

Me siento en el estribo, dejando la escopeta en el suelo, a mis pies.

– Pásame la ginebra -digo.

Hablo en voz alta, dando la espalda a la cabina y mirando en dirección a la ciudad.

Después de un momento siento que me golpea suavemente en la cabeza con la base de la botella. Por la cantidad que queda en la botella, veo que ella ha estado tomando.

– Que no tenga que llevarte a la rastra, después -digo.

– Tengo hambre -dice la nena.

Deja el pato en la caja de la camioneta. Lo empuja por entre los tablones de la baranda. Después se pone a deletrear en voz alta el letrero pintado sobre una madera, entre los tablones.

– Mo-li-no ha-ri-ne-ro ese a -dice.

– Gringa -digo yo-. Esta chica tiene hambre. Y yo también. ¿Qué trajiste?

– Mierda -dice ella.

– Ya sé -diga yo-. ¿Pero cómo? ¿A la milanesa? ¿Estofada? ¿Cómo?

– Ladrón -dice-. Ladrón de sindicatos.

Ella quiere eso. Veo bien que quiere eso.

– Bueno, Gringa. Tranquila -digo.

– A ver -digo-. ¿Qué clase de mierda trajimos para comer?

– Ladrón de sindicatos -dice ella. -Mo-li-no ha-ri-ne-ro ese a -dice la nena.

Tomo un trago de ginebra, largo. Cierro los ojos. Me hago un buche largo con la ginebra, y después la dejo caer en el estómago. Me quema, al bajar. Mientras tanto, cierro la tapa a rosca. Después dejo la botella en el suelo, cerca de la escopeta.

– Gringa -digo. -Qué -dice ella.

– No vuelvas a decir eso del sindicato, que yo me enojo. No hagas que me enoje. ¿No estamos pasándola bien? Estamos pasando un día en el campo, en familia, lo más bien. ¿No es así? Pórtate bien y baja de la camioneta que llegó la hora de comer -digo.

– Hay milanesas y queso y un montón de cosas -dice. La oigo moverse en el interior de la cabina y después bajar, por la puerta del otro lado. Pasa delante de mí y se inclina sobre los tablones de la caja. Saca la bolsa de lona y viene a sentarse en el estribo. La nena viene y se sienta en el suelo, frente a nosotros.

– Cuidado con esa escopeta -digo.

Recojo la escopeta y la pongo entre mis piernas. Ella saca dos o tres paquetes de la bolsa de lona y los deja en el suelo, y después saca una botella de vino.

– Me olvidé el sacacorchos -dice.

Extiende un repasador blanco en el suelo y comienza a abrir los envoltorios de repasadores sobre él. Hay milanesas frías, queso, un salamín, y media docena de huevos duros. Están también los tres panes que yo envolví en la cocina.

Golpeo el culo de la botella de vino contra el suelo, hasta que el corcho salta. Con él sale un chorro de vino que nos salpica a todos. Nos reímos.

– Es alegría -digo.

Comemos y tomamos la botella de vino.

– Volvamos -dice.

– ¿Ya? -digo-. Quiero ver si cazo algún otro pato, antes.

– Va a llover -dice.

– No sigas con eso de que va a llover, porque no va a llover nada -digo yo.

– Quiero que me lleves a dar una vueltita en canoa, papi -dice la nena.

– Cállese la boca -digo.

– Anoche soñé que ibas a cazar este pato -dice la nena-. Soñé que mami y yo nos quedábamos aquí en la camioneta y que vos ibas para la laguna y se oían tres tiros, y después volvías con el pato. Lo soñé todo.

Doy un golpe suave, con el puño, contra la puerta de la camioneta.

– Máquina poderosa -digo.

– Si vas a cazar ese pato, anda de una vez -dice ella-. Voy a volverme loca aquí si me quedo una hora más.

– Estabas loca antes de llegar -digo yo-. Antes de nacer.

– Bueno -dice-. Anda de una vez.

– ¿Te acordas, Gringa, la vez que fuimos a Buenos Aires, aquel primero de mayo? -digo- Había un millón de trabajadores, por lo menos.

– Por la parte baja -dice.

Eructo y me paro.

– Capaz que traigo otro pato -digo.

Alzo la escopeta y apunto los cañones hacia ella.

– ¿Aprieto el gatillo? -digo.

– Saca de ahí. No te hagas el estúpido -dice. Desvío los cañones.

– Si van a callarse la boca y no van a hacer ruido, pueden venir conmigo -digo.

– Sí. ¿Y quién cuida las cosas? -dice ella.

– No pasa nadie por aquí -digo.

– ¿Vamos a dar una vuelta en canoa, papi? -dice la nena.

– Y bueno, vamos -dice ella, encogiéndose de hombros.

Nos ponemos a caminar por el pastizal, en dirección a la laguna, desviándonos, de modo que cuando avanzamos un par de centenas de metros la camioneta no se ve más, oculta por el monte de eucaliptus.

Avanzo adelante. Detrás vienen ella y la nena. Oigo el chasquido que hacen nuestros zapatos al aplastar el pasto. Por momentos, el pastizal nos llega más arriba de la rodilla, y a veces nuestros pies se hunden entre los charcos que se nos aparecen de repente, ocultos por la maleza.

– Esto es una porquería -dice su voz, detrás.

– Mientras menos abras la boca, mejor -digo, sin detenerme y sin mirar para atrás.

– Soy dueña de abrir la boca todo lo que quiero -dice.

Al pararme y darme vuelta, los cañones apuntan hacia ella. Los bajo, de modo que apunten hacia la tierra.

– Dije que para venir conmigo había que tener la boca cerrada -digo.

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