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– Iba para santo, pero las mujeres selváticas le sorbieron los sesos y la castidad. Como todas son bonitas y andan en cueros, se olvidó del celibato y dicen que tuvo cinco hijos en la selva. Luego se volvió loco pensando que esos pobres bastardos andan por ahí, desnudos, comiendo carne cruda y saltando de árbol en árbol como los micos.

Yo trataba de soltarle la lengua al cura, pero el borrachín era parco de palabras. Cuando la caña ingerida no le permitía sostenerse sobre las piernas, la viuda y Aparicia lo llevaban en andas hasta su cama. Al poco tiempo regresaban restándole importancia al carácter dipsómano de su eminencia, la viuda me ofrecía una copa de coñac y hablábamos de las memorias del coronel, de cuánto tardaría en la redacción definitiva y de la alegría que sentiría al verlas publicadas.

La noche anterior a mi poco digna salida de La Conquistada la viuda me propuso un nuevo trabajo: esta vez se trataba de escribir la biografía del adelantado. Su oferta me hizo temblar de emoción, pues incluía un viaje a Europa.

– Naturalmente que deberá viajar a España para documentarse en los archivos de Indias. Pero de eso hablaremos cuando las memorias del coronel sean una realidad.

Aquella noche, por más vueltas que di en la cama, no pude juntar los párpados. Esa familia, con todo el anacronismo y estupidez de que hacía gala, era para mí como una mina de oro. Sin querer me había topado con la mayor de las garimpas. Por primera vez en la vida me trataban, consideraban y pagaban por lo que siempre había querido hacer: escribir. Y además, ¡oh flor de suerte!, me pondrían rumbo a Europa.

Salí del cuarto y fui hasta la cocina con la intención de beber un vaso de leche. Junto a la cocinera estaba un hombre al que había visto domando un potro. Vestía enteramente de blanco, con el pañuelo rojo de los montubios anudado al cuello.

Mientras la cocinera calentaba una cacerola con leche, el tipo me observó de arriba abajo y, al hacerlo, sonreía de una manera bastante cínica.

– Ver para creer -dijo soltando una carcajada.

– ¿Le parezco divertido?

– Para ser sincero, me parece mucho más que eso; me parece pendejo.

– Párele, compadre. Yo no lo conozco y usted me insulta. ¿Puedo saber por qué?

– No le digas nada, José. No te metas en líos -aconsejó la cocinera.

– ¡Carajo! Alguien tiene que decírselo.

– Decirme, ¿qué?

Entonces el tipo se incorporó, caminó hasta la puerta, y desde allí me hizo señas para que lo siguiera. Sin salir del estupor miré a la cocinera.

– Vaya con él, patrón. Parece mentira, pero usted no sabe nada de lo que pasa.

Salimos a la fría noche del páramo. Con otro gesto el tipo me indicó que íbamos a la caballeriza. Una vez ahí, me ofreció asiento en un cajón y me alargó una botella.

– Echese un trago. Creo que lo necesita. Bebí. Sentí que me destrozaba las tripas. Aquello era "puro", el alcohol más fuerte que sueltan los trapiches. Tosí mientras el tipo me daba golpecitos en la espalda.

– Perdone que lo tratara de pendejo, amigo. Es que se lo merece.

– Conforme. ¿Tiene un cigarrillo para pasar el veneno?

De un bolsillo de la camisa sacó dos cigarros largos, me ofreció uno, y al darme fuego me miró a los ojos como se mira a un imbécil.

– Bueno, desembuche de una vez.

– Lo están cebando, amigo. Como a un puerco.

– No le entiendo una palabra.

– ¡Ay, señor, ten piedad de los pendejos! Lo están cebando, amigo, pero no para llevarlo al matadero. Lo van a casar.

– ¿Qué diablos dice?

– Lo van a casar. La viuda ya decidió que usted es el hombre indicado para la grandota. Soltero, no es de por acá, no conoce a nadie, no tiene familia y, perdone si lo ofendo, como todos los literatos usted debe de ser de aquellos que viven en la luna, así que jamás meterá las narices en los negocios de la viuda. Usted apesta a marido.

– Está loco. ¿De dónde saca semejantes estupideces?

– Se nota que usted no es de por acá, de otro modo ya habría caído en la cuenta. Piense: para la misa lo sientan junto a la grandota, en la mesa lo sientan junto a la grandota, para el rosario otra vez junto a la grandota. ¿Y quién le limpia y le plancha la ropa? La grandota. ¿Quién le hace la cama y le pone flores en el cuarto? La grandota. ¿Ha visto lo que borda? Sábanas, amigo. Sábanas nupciales. Ninguna mujer de por acá hace eso en presencia de un hombre que no sea su prometido.

Las palabras del montubio me dejaron mudo. El humo del cigarro me escocía la garganta y le pedí que me pasara de nuevo la botella. Esta vez el "puro" me resultó menos agresivo, y empecé a verle cierta lógica a todo el asunto.

– Supongamos que es así. ¿Por qué me dice todo esto?

– Porque usted me da pena, amigo. Mire, somos muchos los hombres dispuestos a casarnos con ese fenómeno, por la hacienda, se entiende. Pero como tenemos orgullo, ninguno de nosotros está dispuesto a renunciar a su apellido. ¿No lo entiende? A usted lo están cebando para que sea el semental que salve la casta de los Sarmiento y Figueroa. La viuda es una vieja loca que, como el padre y el cura, está empecinada en que la grandota se preñe y pueda parir uno o más machitos que prolonguen la estirpe del adelantado, o como le llamen a ese español de mierda. Ella es viuda, es cierto, pero antes de enviudar se pasó la vida maldiciendo al padre de Aparicia, un latacungueño que la abandonó, y con razón. Al nacer Aparicia, el viejo pendejo del coronel los hizo azotar a los dos por haber engendrado una hembra en lugar del macho esperado. ¿Entiende? Y si se está preguntando por qué la viuda no se dejó preñar por algún otro hombre, la respuesta es muy simple: porque el continuador de los

Sarmiento y Figueroa no tiene que llevar sangre india en las venas. ¿Entiende o no?

– Yo tengo sangre de los indios de mi tierr a -atiné a decir.

– Bien pendejos deben de ser los indios de por allá. Los de por acá sabemos en qué terreno posamos las patas. Lo van a casar, amigo. Y ay de usted si no preña pronto a la grandota, y ayayay si no la hace parir un machito.

– ¿Y qué pasa si me niego al casorio?

– Amigo, a ninguno le gustaría estar en el pellejo de un extranjero que se permite ofender a los dueños de La Conquistada.

Al atardecer los camioneros me dejaron en Ibarra. Tras despedirme de ellos y de los cerdos, lo primero que hice fue llamar a un amigo abogado, en Quito, para conocer su opinión sobre el asunto.

– Te metiste en un problema grave. Esos paranoicos son imprevisibles cuando les hieren el orgullo.

– Es absurdo. Todo esto es absurdo.

– En el Ecuador todo es tan absurdo que ya nadie se asombra de nada. Los Sarmiento y Figueroa pertenecen a las cuarenta familias y hacen y deshacen. Esfúmate por un largo tiempo.

Seguí el consejo de mi amigo. Viajé a Bogotá y de ahí a Cartagena de Indias. Ignoro si la viuda tomó alguna medida contra mí y olvidé la historia hasta que, algunos años más tarde, el camino me llevó de regreso al Ecuador. En la feria de Otavalo me encontré con la cocinera de La Conquistada.

La buena mujer ya no trabajaba en la hacienda y se dedicaba a la venta ambulante de cuyes asados. Me ofreció su sillita de mimbre y, luego de obsequiarme con el más gordo de sus sabrosos roedores, me contó el fin de la historia.

– Cuando se dieron cuenta de su fuga, la viuda y los dos viejos le dieron una tremenda paliza a la señorita Aparicia. Le pegaban y gritaban que era una necia porque en esas semanas no se había metido en su cama. Al fin, la pobrecita, magullada y llena de moretones, tuvo fuerzas para matar a todos los pájaros que había en las jaulas. Dejó vivo uno sólo. Un pájaro negro de la selva que gritaba como una vaca. A mí me dio pena la señorita, pero me alegré por usted.

– ¿Y qué pasó después?

– A los cuatro o cinco meses apareció otro joven para escribir las memorias del coronel. Un joven que hablaba raro. Decía algo así como "obrigado" cada vez que le servía algo.

– Un brasileño. No importa. Siga por favor.

– Lo casaron con la señorita. Al fin les resultó.

– ¿Y…?

– Nada más. Ahora hay un niño en la hacienda. ¿Quiere saber cómo se llama? Pedrito de Sarmiento y Figueroa -dijo la cocinera, sonriendo de esa manera maravillosa, como sólo pueden hacerlo las mujeres de Otavalo.

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