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Al norte de Manantiales, poblado petrolero de la Tierra del Fuego, se levantan las doce o quince casas de una caleta de pescadores llamada Angostura porque está justamente frente a la primera angostura del estrecho de Magallanes. Las casas están habitadas nada más que durante el corto verano austral. Luego, durante el fugaz otoño y el largo invierno, no son más que una referencia en el paisaje.

Angostura no tiene cementerio, pero tiene una pequeña sepultura pintada de blanco y orientada hacia el mar. En ella reposa Panchito Barría, un chico fallecido a los once años. En todas partes se vive y se muere -como dice el tango "morir es una costumbre"-, pero el caso de Panchito es trágicamente especial, porque el niño murió de tristeza.

Antes de cumplir los tres años Panchito padeció de una poliomelitis que lo dejó inválido. Sus padres, pescadores de San Gregorio, en la Patagonia, cruzaban cada verano el estrecho para instalarse en Angostura. El niño viajaba con ellos, como un amoroso bulto que permanecía acomodado sobre unas mantas, mirando el mar.

Hasta los cinco años Panchito Barría fue un niño triste, huraño, y casi no sabía hablar. Pero un buen día tuvo lugar uno de esos milagros acostumbrados en el sur del mundo: una formación de veinte o más delfines australes apareció frente a Angostura, desplazándose del Atlántico al Pacífico.

Los lugareños que me contaron la historia de Panchito afirmaron que, apenas los vio, el chico dejó escapar un grito desgarrador y que, a medida que los delfines se alejaban, sus gritos ganaban en volumen y desconsuelo. Finalmente, cuando los delfines desaparecieron, de la garganta del niño escapó un chillido agudo, una nota altísima que alarmó a los pescadores y espantó a los cormoranes, pero que hizo regresar a uno de los delfines.

El delfín se acercó a la costa y empezó a dar saltos en el agua. Panchito lo animaba con las notas agudas que salían de su garganta. Todos entendieron que entre el niño y el cetáceo se había establecido un puente de comunicación que no requería de ninguna explicación. Se había dado porque así es la vida. Y

El delfín permaneció frente a Angostura todo aquel verano. Y cuando la proximidad del invierno ordenó abandonar el lugar, los padres de Panchito y los demás pescadores comprobaron con asombro que el niño no manifestó el menor asomo de pena. Con una seriedad inaudita para sus cinco años, declaró que su amigo el delfín tenía que marcharse, pues de otro modo lo atraparían los hielos, pero que al año siguiente regresaría. Y el delfín regresó.

Panchito cambió, se tornó un chico locuaz, alegre, llegó a hacer bromas sobre su condición de inválido. Cambió radicalmente. Sus juegos con el delfín se repitieron durante seis veranos. Panchito aprendió a leer y a escribir, a dibujar a su amigo el delfín. Colaboraba, como los demás chicos, en la reparación de las redes, preparaba lastres, secaba mariscos, siempre con su amigo el delfín saltando en el agua, realizando proezas sólo para él.

Una mañana del verano de 1990 el delfín no acudió a la cita diaria. Alarmados, los pescadores lo buscaron, rastrearon el estrecho de extremo a extremo. No lo encontraron, pero sí se toparon con un barco factoría ruso, uno de los asesinos del mar, navegando muy cerca de la segunda angostura del estrecho.

A los dos meses Panchito Barría murió de tristeza. Se extinguió sin llorar, sin musitar una queja.

Yo visité su tumba, y desde allí miré el mar, el mar gris y agitado del invierno incipiente. El mar donde hasta hace poco retozaban los delfines.

7

El tipo que tengo frente a mí, que me ofrece la calabaza del mate y que enseguida remueve las brasas del fogón, se llama Carlos y es, al mismo tiempo, el mejor y el más antiguo de mis amigos. También tiene un apellido, pero me exige que, si escribo algo de lo que me contará en este día de lluvia, no mencione su nombre completo.

– Carlos no más -insiste, mientras corta unas lonjas de charqui de caballo, una carne oreada al viento y que va de maravilla con el mate.

– Conforme. Carlos no más -respondo, y escucho cómo la lluvia arrecia sobre el techo del hangar que nos protege.

Desde muy pequeño, Carlos No Más manifestó un solo interés en la vida: volar. Leía cómics de aviadores, sus héroes eran Malraux, Saint Exupéry, Von Ritchoffen, el Barón Rojo. Iba al cine a ver únicamente películas de aviadores, coleccionaba modelos de aeroplanos y a los quince años conocía todas las piezas de un avión.

A los diecisiete, cierta tarde de playa, en Valparaíso, abrió su intimidad a la familia.

– Voy a ser piloto. Me matriculé en la Escuela de Aviación.

– Vas a ser militar, cretino. La Escuela de Aviación es de la Fuerza Aérea, imbécil -le respondieron con el tono más fraterno. -No. Tengo un plan para evitarlo.

– ¿De veras? ¿Podemos saber en qué lío te piensas meter?

– Es muy simple: en cuanto aprenda a pilotar un avión, deserto.

Aprendió a pilotar pequeños aparatos y helicópteros, pero no tuvo que desertar. Cuando, en 1973, la dictadura trepó al poder, Carlos No Más fue expulsado de la Fuerza Aérea por sus ideas socialistas.

Cuando los chilenos quieren expresar un gran bienestar dicen: "Estoy más feliz que un perro con pulgas". Carlos No Más dijo: "Estoy más feliz que un cóndor con pulgas".

¿Y adónde se va a tentar fortuna un piloto sin empleo? Pues al sur del mundo. Carlos No Más emprendió el camino rumbo a la Patagonia. Sabía de la existencia de varios pilotos que hacían servicios de correo en aquella región olvidada por la burocracia central. Llegó a Aysén y, a las pocas semanas, conoció a un legendario aviador de aquellas latitudes: el capitán Esquella, quien con su DC-3 aprovisionaba las estancias ganaderas de la Patagonia y la Tierra del Fuego. Su primer empleo fue de mecánico de mantenimiento de El loro con hipo, el aparato que Esquella, y nadie más que Esquella, pilotaba, hasta que ocurrió algo que puso el avión en manos de Carlos No Más.

– Esquella. ¡Ese sí que fue un piloto! -exclama Carlos No Más ofreciéndome un nuevo mate.

En mayo de 1975, Esquella tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en una pequeña playa de la península de Tres Montes, frente al golfo de Penas. El DC-3, El loro con hipo, iba cargado con ovejas productoras de la más fina lana, y el vuelo empezado en Puerto Montt transcurrió con normalidad hasta que uno de los motores falló y el avión empezó a perder altura. El tripulante aconsejó botar la carga, es decir, arrojar las ovejas al mar para aligerar el aparato, mantener altura e intentar llegar hasta alguna pista de aterrizaje en el continente. Esquella se negó. Indicó que la carga no se tocaba, y buscó una playa.

El contacto con la tierra no fue de los más elegantes. Perdió parte del tren de aterrizaje izquierdo, y el avión se detuvo finalmente con el morro metido en el mar. Pero ninguna oveja sufrió daños y por fortuna tampoco la radio. Luego de recibir la señal de SOS, Carlos No Más salió en un barco para rescatar las ovejas y ver qué se podía hacer con el avión.

Una vez embarcadas las ovejas, revisaron el aparato. El desperfecto del motor era de fácil arreglo y, fuera del tren de aterrizaje dañado, no encontraron otros estropicios en El loro con hipo. Era posible reparar el avión, pero el gran problema era cómo diablos sacarlo de allí.

– Listo. Se acabó El loro con hipo -comentó alguien que iba en el barco.

– Cállate, huevón. ¿Lo sacamos, Carlitos? -consultó Esquella.

– Claro que lo sacamos -respondió Carlos No Más.

El tipo que había diagnosticado el fin de El loro con hipo era un comerciante de pieles famoso por su pasión por las apuestas, y no resistió la ocasión.

– Esquella, te apuesto cinco mil pesos a que no lo sacas -desafió el tipo. -Diez mil a que sí lo saco -replicó el aviador.

– Veinte mil a que no lo sacas -insistió el comerciante. -¡Cincuenta mil a que sí lo saco, y volando! -bramó Esquella.

– De acuerdo. Cincuenta lucas. Vengan esos cinco dedos.

Sellaron la apuesta con un apretón de manos. Cincuenta mil pesos nuevos. Para Carlos No Más era una fortuna. Esquella lo invitó a subir al aparato.

– Carlitos, hay cincuenta lucas en juego. Lo sacamos y vamos a medias. ¿Se te ocurre algo?

– Sí, pero antes quiero saber cómo se presenta el tiempo. Por radio pidieron el informe meteorológico: en las próximas setenta y dos horas soplarían vientos moderados.

– Dígale al patrón del barco que apenas deje las ovejas en Puerto Chacabuco alquile dos parejas de bueyes y compre o robe uno de los catamaranes del puerto deportivo. Tiene que regresar con todo eso antes de cuarenta y ocho horas.

El barco zarpó. Esquella, el tripulante y Carlos No Más empezaron a trabajar.

Primero talaron varios árboles de troncos flexibles y los usaron para apuntalar el avión. Después cortaron otros troncos con los que construyeron una especie de sendero sobre el que descansó el vientre del aparato. Finalmente quitaron las ruedas del tren de aterrizaje intacto y procedieron a aligerar el aparato quitándole todo peso superfluo. Cuando terminaron, tras dieciocho horas de trabajo, en el interior de El loro con hipo quedaban sólo los instrumentos y la butaca del piloto.

El barco regresó a tiempo y con todo lo que habían pedido. También el comerciante apostador, que no cesaba de repetirles que parte de esos cincuenta mil pesos, que daba por ganados, los invertiría en invitarlos un fin de semana entero al mejor burdel de Coyhaique. Los tres hombres empecinados en hacer volar a El loro con hipo lo dejaban fanfarronear.

Los bueyes jalaron el avión hasta que sacó el morro del agua. Trabajaron duro los bueyes. Un DC-3 pesa bastante más que una carreta, pero eran animales robustos y lo dejaron muy horizontal sobre el sendero de troncos. Enseguida, los hombres desmontaron los cascos del catamarán y los montaron en lugar de las ruedas del tren de aterrizaje. Finalmente ataron una balsa salvavidas al tren fijo de cola y convirtieron a El loro con hipo en un hidroavión.

Mientras los hombres del barco se encargaban de hacer otros dos senderos de troncos, uno para cada casco del catamarán, Esquella y Carlos No Más treparon al aparato y echaron a andar los motores. Las hélices del DC-3 giraron de maravilla.

– Ahora falta lo más fácil: despegar -dijo Esquella.

– Dispone de unos trescientos metros de agua calma. Luego empieza la línea de arrecifes -comentó Carlos No Más.

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