Y, desde su casamiento, no ver ya a la tía Encarnación sino de visita, hasta que al empezar el verano la tía Encamación fuera a su casa y la invitara a pasar una quincena en el chalet que había comprado su mando en el campo, y su madre a pesar de su negativa, la obligara a pasar al menos unos días con su tía Encarna y con el mando de la tía Encarna y con el olor acre -olor de boj y de muerte – del marido de la tía Encarna.
Ahora son ya sólo cinco días los que quedan para su regreso; cinco días soportando aún al marido de la tía Encarna y los ojos del marido de su tía Encarna, y el asco por el marido de su tía Encarna, habiendo como ha rebosado ya el vaso de su desprecio desde el tercer día de permanencia en la casa, cuando lo sorprendiera en equilibrio sobre el pretil, materialmente colgado de la ventana del cuarto de baño, mientras ella se duchaba y descubriera sus cejas y el guiño de sus ojos miopes. No se movió. Continuó desnuda serenamente, dejando que la envolviera la cortina de agua mientras los ojos del marido de su tía se tornasolaban lúbricos y pestañeaban en mitad del hilo de luz del cristal esmerilado. Era la gota justa que el vaso necesitaba para derramarse. Una especie de triunfo secreto la desbordaba cuando la tía Encarna daba a su marido cariñosas topaditas, sentados los dos por la noche en la terraza, fumando él un cigarrillo y escuchando los dos la radio o el timbre acuoso de su propia voz en la cinta magnetofónica que reproducía también las conversaciones sostenidas por las visitas que habían asistido por la tarde a su casa y la algarabía de sus gritos y de sus elogios por el "maravilloso buen gusto" con que la casa estaba puesta en cada uno de sus más insignificantes detalles.
Y, como un oasis en la monotonía de la Colonia, la excursión, tras la sugerencia que hiciera la víspera una de las madres para que la sobrina de los dueños del chalet nuevo fuera al día siguiente con su hija y con los amigos y las amigas de su hija a la gira campestre. Y ahora, ya en ella, la soledad, su soledad entre tanto bullicio, en medio de tanta vitalidad, de muchachas de tan poca imaginación, por ninguna de las cuales merece la pena de comprometerse seriamente. Los ojos de Lisi, sin embargo, son ojos profundos y hondos que se eternizan en el paisaje, que la han mirado todo el día con temor y con admiración a un tiempo como si quisieran ofrecerle un mensaje secreto.
La cadenita de metal vuelve a enroscarse y desenroscarse en sus dedos. La pandilla, a su espalda, desperezándose de la modorra, canta una ingenua canción a dos voces. El sol se filtra aún más suavemente por el ramaje. Los muchachos empiezan a lanzar otra vez cantos rodados al espejo del agua. La reata de burrillos enanos que bajan a cargar arena apoyan prudentemente sus patas al enfilar el terraplén que, desde el caminito amarillo, llega hasta la orilla. La marea que llega desde el lejano coto de Oñana, que cruza el Aljarafe, que perfuma de brisa salobre la marisma y las dehesas del Condado, trae un olor atlántico, salado y agrio de esteros y de gaviotas.
Presiente un aleteo sobre sus hombros. De reojo teñirá las manos que se agazapan a la costura de la manga rangla de su playera, y, enseguida, una voz quebradiza titila a su espalda: "Si no te importa, me siento aquí contigo".
En los brotes tiernos de los juncos, entre dos aguas, los pececillos no se sorprenden ya con la lluvia de los cantos rodados. Sobre el azul verdoso de la superficie han dejado de formarse los círculos concéntricos de los falsos disparos de guijarros. Mientras las chicas se obstinan en seguir tendidas en la hierba, los muchachos han tomado sus bicicletas y, con los manillares vueltos, juegan al toro.
Los burrillos enanos, bajo el sol, sueltan breves rebuznos y abren y cierran su boca rosada como una sandía, mientras los hombres van arrojando paletadas de arena sobre los serones de esparto. Luego, los burrillos toman solos el camino del terraplén, pacientes en la cuesta arriba, hasta llegar a la explanada donde los camiones recogen la arena.
Al salir de la taberna con los ojos rojos del vino, pesada la cabeza y las piernas tambaleantes, comienza la porfía:
– A la huerta del Carmen a por tomates y nos hacemos un gazpacho – propone Antonio.
– Para eso es mejor a los columpios del colegio. Hay una sombra bajo la higuera y nos echamos a dormir. y ponemos el mingo -chula Toto-. Tú, como te largas… aquí quedamos nosotros para dar la cara.
– Al pilar entonces; es lo mejor. Nos damos un baño y nos refrescamos.
– Para eso a la vadina.
– Una legua de aquí a la vadina. Estás trompa, macho. Aquí el único que es capaz de resistir todo el vino que le echen soy yo -dice Antonio mientras imagina que el bordillo de la acera es una cucaña y pretende demostrar su serenidad corriendo sobre él hasta caer de bruces.
Eugenio y Toto se chancean. La borrachera trae a Toto el recuerdo de su primo y Toto propone una visita. Con él seguirán bebiendo hasta reventar. El vapor del alcohol pone catarata delante de todos los ojos y no se atreven a contradecirle.
Caminan bajo el sol hasta la casa de Carlos. Cuando llegan al portal, todas las lenguas se encasquillan. Ninguno quiere ser el primero en empujar el portalón de la corraleda. El sol renueva arabescos sobre la cal de la tapia filtrándose por los desconchados. Las gualdas desvencijadas de la puerta tiemblan bajo los golpes de los tres pares de puños.
– Bueno, venga -dice Antonio-. Tu que nos has traído eres el que tienes que entrar el primero; al fin y al cabo eres su primo y tienes confianza. Con nosotros no es lo mismo.
– El primero y te dejas de historia.
Empujado por Eugenio, Toto levanta la trampilla de madera y entra en el corral desierto cruzado de ropa puesta a secar. Eugenio y Antonio le siguen. El corral huele a lejía, a fruta en descomposición, a fuego apagado. Queda aún llamar con la aldaba en la puerta de la vivienda propiamente dicha que se divisa al fondo pintada de almagra.
– Anda, decídete. Si nos vas a tener aquí como a dos tontos, avisa.
– Mejor sería que le llamáramos por la ventana – dice Toto -. Duerme en el doblado – camina hasta la escalera que lleva al piso alto -. Se le pegan cuatro silbidos a modo y ya está saltando de la cama.
Se apostan los tres bajo la escalerilla. Una salamandra rugosa corre tambaleándose por el pretil y se esconde en una maceta de geranios marchitos. En la ventana abierta del doblado la brisa mueve una cortina de tela de saco. Gritan a pleno pulmón tan fuerte que las voces se desdoblan en ecos sobre la fachada de fábrica de la casa de enfrente donde el sol dibuja un tablero de ajedrez tras las celosías pintadas de verde y las rayas doradas del hilo de luz de las persianas:
– Carlossss.
– Carlooooos.
– Carlooosss.
Carlos, desde su duerme ve la tísica, tarda unos minutos en percibir el grito que llega del corral. Se levanta y asoma medio cuerpo por el ventanillo apartando a un lado la cortina. El sol le cae sobre los cabellos revueltos. Desde la ventana el camisón de Eugenio es como una mancha de sangre en mitad del patio. Guarda silencio. Toto es el primero en descubrirlo:
– Pero si está ahí el pájaro. Miradle como un tonto sin decir nada, sin abrir la boca.
– ¿Qué hay, Eugenio? -pregunta Carlos-. ¡Buena tranca traéis encima!. ¿Qué, cómo te fue por esas tierras?.
– Déjate de cuentos y baja. Venimos a por ti. Ya te contaré, ya. Baja, tomamos unas copas y te cuento todo lo que quieras.
– Primo, que éste está en dólar – grita Toto -. Baja, primo, que nos va a invitar a una botella de maribrizá.
– Se te agradece, Eugenio -dice Carlos-, pero la casa está sola y mi madre no vuelve hasta sol puesto. Alguien tiene que quedarse aquí. ¡Ya veis cómo está el corral de ropa!.
– ¿Quién se la iba a llevar?. ¡Anda, que para la cuenta que le echas!. Lo mismo nos la llevamos toda nosotros y no se entera ni Dios. Baja, que sino maribrizá apencamos con un botellón de las tres cepas que no se lo va a saltar un galgo.
– Gracias, Eugenio, pero no puede ser, de verdad.
– ¿Tú cómo estás?.
– Tirando. ¿Cómo quieres que esté?. Más en el otro lado que en éste.
– Cuando él cuerpo pide tumba -dice Antonio a media voz -hay que darsela, macho.
– ¿Entonces, no vienes?.
Ninguno de los tres puede seguir más tiempo mirando hacia arriba, hacia el sol. La salamandra escapa medrosa y salta de la maceta al pretil. La ropa blanca, seca ya en los tendederos, se columpia como bandera desplegada.
– Si esta tarde queréis pegar un garbeo y recogerme… Antes de que oscurezca tengo que salir a encender los faroles -dice Carlos-. Eso si es que tenéis fuerza de resistir sin acostaros, que es lo que debierais hacer. Y contigo, Antonio -señala a Antonio el de Cristóbal con un dedo que el sol transparentar, tengo que echar un párrafo.
– Cuando quieras - contesta Antonio-. Un párrafo y los que haga falta, que sabes que me agrada hablar con los amigos.
Los ve ya salir borrachines y revoltosos, atropellándose al llegar al portón y no acertando a abrirlo, dando golpes, tirándose de los brazos, luchando por ser el primero en atrapar con las uñas la puerta demasiado encajada. Luego coloca cuidadosamente la cortina sobre la ventana para que no deje pasar el sol y regresa al camastro.
El silencio, que puede cortarse con una tijera de sastre en la geometría de las esquinas, se quiebra con los gritos de los tres amigos que del brazo, dando saltos -como las niñas de las trenzas perfumadas, a punto de ser mujer-, completamente fuera de si, remedando las voces femeninas, cantan La Parrola cambiando las últimas estrofas, como los soldados en las largas marchas de las maniobras militares.
– Que cuando hay confianza, don Roque, se dicen las cosas. Que otra cosa sería que se tratara de un abuso por su parte; pero que usted sabe que nosotras somos muy gustosas en ofrecerle un regalo a su hija, que es cosa esa que no se hace sino una vez. Casamiento y mortaja, ya sabe, del cielo bajan – dice doña Rosa.
Al teniente Prado se le suaviza la voz, que pierde su acento cuartelero y pardo y resbala meliflua por el contorno ensalivado y baboso del puro recién encendido:
– Ella lo que se dice necesitar…