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Eugenio y Antonio – los felices viajeros de la Francia – le han acompañado hasta el transformador, a mitad de camino entre la Colonia y el cementerio. Tanto remachó el clavo con sus súplicas Antonio que Eugenio terminó por pararse en mitad de la carretera y estrecharle la mano después de ofrecerse a prestarle el dinero del viaje.
Ahora Toto, ya solo, siente ganas de llegar y a la vez de quedar petrificado en mitad de camino por tal de no seguir andando hasta su casa de la viña.
Eugenio y Antonio al norte ya; más lejos de Córdoba donde él estuvo de soldado y hasta más lejos de Madrid, dice Eugenio y será verdad.
Mientras camina y toma la vereda polvorienta que lleva hasta la viña piensa en el largo viaje de sus amigos. Todavía le queda un rato de camino para llegar al sombrajo donde duerme en verano con su padre desde la guerra, desde que recuerda que vive y que le dan miedo los muertos y que siente la calor y el frío. Porque él no irá a ningún lado. No pasará jamás del último olivar, no marchará siquiera donde la Mariquita que el día menos pensado bajará a la ciudad a servir, o a lo que sea, para no volver nunca.
La modorra borracha, que aún se le espesa bajo los párpados, le da ánimos para caminar más a prisa, buscando tenderse cuanto antes en el sombrajo junto a su padre que, con el chuzo, guarda en duermevela los racimos, los rubios pámpanos.
Al pasar junto al cementerio sabe que le vendrán a los ojos la punta de los cipreses y los nichos blanqueados, y los tejadillos de hojalata y las lápidas del cementerio orladas de Vírgenes dolorosas y las luces de los farolillos de aceite pintados de purpurina.
No le da miedo la muerte bajo tierra, la muerte horizontal, en su sitio, bien cubierta de terrones. Miedo sólo para la muerte suelta, para la muerte al relente, para la muerte dejada de la mano, para la muerte sobre la piedra de la autopsia. Porque para imaginar en la piedra a Garabito no necesita haberle visto. Le basta la loneta que asomaba a la batea de la camioneta de Chico Mingo y la mancha de sombra de cuerpo bajo las visagras del cierre del camión.
Sabe que nunca irá a ningún lado. Sabe que seguirá cada verano la misma senda que ahora atraviesa, con el miedo clavándosele como una aguja en la garganta, mientras su padre siga siendo el guarda de las viñas del alcalde. Sabe que dormirá una noche y otra panza a las estrellas durante el estío, y en el invierno en la casa del pueblo, en su pequeña casa del pueblo, en la cama compartida con los hermanos pequeños, frente a la otra cama en el mismo cuarto donde duermen las hermanas mozas, por lo que muchas noches tiene que cerrar los ojos. Sabe que seguirá con el piochín; porque ellos pueden irse, pero él no se irá nunca a Francia ni a ningún otro sitio. Él continuará, mientras haya trabajo, para echar una mano, siendo una ayuda para los viejos, y, en no habiéndolo como pasa casi siempre, una carga.
Y mientras no se mueran los padres o se case o se "rebuje" o lo que sea; mientras no tenga mujer cada noche, se seguirá dejando caer, cada vez que reúna un puñado de pesetas, por la choza de Rosarito.
Y una semana con otra que le vengan bien las cosas: para el verdeo o la recolección – piensa, siempre le pasa lo mismo y nunca ve cumplidas sus ilusiones -, bajará a la ciudad para meterse por donde él sabe.
Al terminar de andar la senda, se da de cara con el camino estrecho que separa las cepas, y entra en él casi a tientas y lo sigue, y le tiembla el corazón con la querencia de los ojos que enfilan sin querer el tapial del cementerio que es como un cuajaron blanco y lechoso contra el negro que todo lo rodea.
Y sube por la escalerilla del sombrajo y lo primero que hace es empinarse el cántaro de agua fresca porque le arde el estómago, y despertar a su padre, que da una vuelta sobre el heno y sin abrir los ojos vuelve enseguida a quedarse dormido.
Le cuesta trabajo coger el sueño con la querencia del muerto a dos pasos, treinta metros lo más sobre la piedra de la autopsia, bajo el cobertizo.
El recuerdo de la Mariquita acaba tranquilizándolo, y, soñando con ella, piensa cosas que nunca le pasaron, ni nunca le han de pasar, cosas que no tienen ni pies ni cabeza, y es feliz.
La música que brota de los tenderetes enerva las trenzas de las niñas y confunde la puntería de los que – a la salida de la segunda sesión del cinematógrafo - disparan las flechitas de colores sobre las serpentinas sujetas con chinchetas en la barraca con dibujos de Walt Disney.
El frescachón, preludio de la borrasca, le desclava los alfileres de la cabeza. Sus alpargatas no silencian ya los pasos mientras baja lentamente por la calle en pendiente que llega al Prado Comunal.
Es mucho el vozarrón que sube tonante de los altavoces por la pendiente que prologa la sierra.
Arriba la luz roja y abajo la luz verde. Luego en torbellino, cuando sus ojos se cansan de mirar la noria, las dos luces se confunden, se emparejan y describen un aro de fuego que le hiere el fondo de las pupilas.
La fiebre de su atardecer tísico ha descendido de un golpe. El pulso le late despacio en las sienes y en las muñecas. Sólo al extremo de los dedos parece llegar el latido de su corazón.
Habría que echarle una jareta al camino, habría que cogerle un pespunte a la cuesta para que las barracas de almagra y añil y el trasfondo de los caballos frisones cabalgando el asfalto a la salida de Valdehigueras, le abrieran la andadura.
Camina despacio y no contesta siquiera al saludo de los que vuelven del Prado. Paso a paso, con la música dentro de la garganta y del corazón y la botella de aceite en la mano, busca con los ojos turbios el farol que guiña los últimos destellos de su luz granate y empieza a adelgazar por falta de combustible. De tarde en tarde, el gatillazo de la tos, y en la boca el dulzor espeso de la sangre antes del salivazo.
Se siente por fin dichoso al alcanzar el caballete: la puente de frisa tendida de uno a otro lado de la carretera, de un lado a otro del camino.
En el momento mismo en que empina la botella para llenar de aceite la alcudilla, tras haber corrido el cerrojo y hurgado con los dedos en el pabilo, comienza el desgarro. Truena el muro alto y negro del cielo, y todo él se llena de chispas azules y rojas, y los ribazos de la sierra desdoblan enseguida el trueno, y una y otra vez truena y una y otra vez se desdobla.
De pronto, las luminarias del carrusel se detienen y cada barquichuela en forma de cisne de la noria vuelve a tomar su color, y la música baja de tono y la gente empieza a correr por la cuesta arriba o a refugiarse bajo las lonas listadas de las barracas.
Los goterones de lluvia le empapan la camisa y resbalan luego hasta la pretina del pantalón. El viento repiquetea sobre las paredes rojas del faro piloto que de nuevo ha vuelto a brillar.
Queda sólo cerrar el pestillo, y lo intenta una y otra vez sin conseguirlo, porque sus manos empiezan de pronto a temblar.
Y termina desesperándose y deja el farol abierto, por lo que un soplo de aire vuelve enseguida a apagarlo. Respira entonces hondo y se sienta en la parte más baja de la cruceta mientras los goterones prosiguen cayendo gordos y escandalosos. Su tos se confunde con el eco de los truenos.
Y allí continúa sentado, sin fuerza ya para moverse, ovillado, convulso bajo la lluvia, dando diente con diente mientras las culebrinas y los latiguillos desgarran la noche, agonizando sin saberlo mientras piensa en la ropa que su madre ha dejado puesta a secar en los tendederos de la corraleda y que la lluvia, la dulce y bienhechora lluvia que engordará la aceituna, manchará de salpicaduras de barro.