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Los faroles tintinean sobre el aro de metal que los sujeta. Cuando llega a la altura de Chico Mingo deja el aro en el suelo. Chico Mingo pregunta:

– ¿Qué, ya estamos de vuelta?.

Carlos hace un ademán torpe y levanta los hombros.

– También que la vida que tú te pegas es para no vivir mucho -dice Chico Mingo-. Es malo eso de no pegar un ojo en toda la noche.

– Siempre será mejor que estar en la zanja.

Chico Mingo saca un paquete de picadura y un librillo de papel de fumar del bolsillo de su mono de peto. En el momento en que va a ofrecérselo se arrepiente:

– Ya no me acordaba de que ni fumas ni bebes.

– No, no fumo. A veces, un pitillo liado.

– Ni eso siquiera deberías fumar. No es nada lo del ojo. Dinero que te ahorras; que de algo te tenías que beneficiar con la enfermedad. Ya quisiera yo, ya, tener un pretexto como el tuyo; que ganas no me faltan de dejar él tabaco.

– Un poco de voluntad es lo que tienes que echarle.

– Para otras cosas la quisiera yo y no la tengo, cuanto más para echar humo. Para no quedarme dormido como me quedo en el volante. Otra cosa de las que te envidio. ¿Ves el camión como lo tengo hasta los topes de arena?. Pues debía haberlo descargado anoche. Volví con él de la ribera no sería la una; aún no había terminado siquiera la segunda sesión de cine. ¿Sabes lo que hice?. Que en vez de haberlo descargado como me correspondía y haberme quedado libre hoy por la mañana para otro porte, me eché a dormir. Una hora larga voy a tardar en descargarlo y un acarreo que me pierdo; pero no me importa. No hay nada como el sueño. Cuando me compre el basculante será otro cantar y no me veré obligado a estar dale que te dale con la pala; pero mientras, ¡que remedio!-. Baja el tono de la voz y enciende el cigarro -. Claro que tú, aquí entre nosotros, eso de que estás toda la noche en vela vamos a dejarlo.

– Doy las tres vueltas que tengo que dar: una a las doce, otra a las tres, y la última para recogerlos en cuanto amanece. Pon hora y media para cada ronda y ya tienes la noche completa sin pegar un ojo.

– Un procedimiento muy antiguo y muy pasado de moda ése de poner en los frisones un farolete de aceite, habiendo como hay electricidad y linternas de pila, porque ¿quién quita que de noche venga una bocanada de aire y entre por una rendija y apague el farol y el que llegue por la carretera y no vea la luz se estrelle?. Poco me faltó a mi para que otro tanto me sucediera volviendo la otra noche de la ribera; que si no me tragué la valla fue de puro milagro, porque más o menos se donde está. Si es un forastero que no conoce el terreno se espachurra como las mariposas en el radiador. Claro que nadie puede evitar que una racha de viento puñetero apague la alcuza. ¿Verdad, Carlitos?.

– Tampoco puedo estar yo en todas partes y a todas horas. No es mía la culpa. Si un farol se apaga, al llegar la próxima ronda se vuelve a encender.

– ¿Y mientras?. Si alguien se estrella, que se estrelle contra un frisan-sube a la batea de la camioneta después de abrir los portalones y comienza a empujar la arena por los bordes de la caja para dejarla caer sobre la calzada -. ¡Carlitos, que nos conocemos!. ¡Que no han sido una sola noche ni dos, ni siquiera cinco…!. Que desde que se inauguraron las obras estoy volviendo de madrugada de la ribera y ni una sola noche estaban los faroles encendidos. Que ni les das una vuelta, ni les echa aceite. Que el día menos pensado vas a tener un disgusto gordo. Te lo digo porque, al fin y al cabo, ni me va ni me viene, ni me voy a ir con el cuento. Sabes bien que no soy de los que me voy con el cuento. Ahora que de eso a decirte que soy el único que de noche echa de menos la luz, tampoco. Ahora no es ya como hace unos años; que, aunque los frisones no estén en la general, hasta las de tercer orden tienen tráfico. Todo eso sin dejar yo de comprender que tú no estás para resistir en vela toda la noche, ni mucho menos. Estás para sopita y buen vino y para cuidarte. Pero ¡imagínate que un loco americano de esos vuelve de noche borracho, cosa que no tendría nada de particular porque lo raro es que estén alguna vez serenos, y se te pega el tortazo!. No iba a ser a mi al que metieran en la cárcel.

– No tengo yo la culpa que el viento apague los faroles – sonríe-. Al viento no creo que puedan meterlo a la sombra.

La arena que va arrojando Chico Mingo forma ya un montón sobre la calzada, junto a las zanjas abiertas donde antes de una hora empezarán a trabajar los hombres. El acero de la pala brilla húmedo y terso como un espejo. En una ventana una mujer riega los tiestos de flores. El agua y el barro salpican el blanco lechoso del muro.

– Tú juega, juega y verás -dice Chico Mingo-.

Una cosa si que podías hacer, si es que a ti ya no se te ha ocurrido, y que te salvaría de complicaciones caso de que hubiera novedad, que Dios no lo quiera.

Carlos permanece junto al camión, con el aro de los faroles que ha vuelto a tomar del suelo, y con una media sonrisa que le asoma tímida por la lividez de los labios y se le abre en ángulos bajo las orejas y le llega al extremo mismo de los ojos.

– Que no sé si ya lo harás – prosigue Chico Mingo – porque tú no tienes ni un pelo de tonto, y ése si que sería un buen procedimiento para que nadie pudiera nunca decir que has abandonado la guardería. Y bien fácil que es; todo consiste en que dejes las alcucillas siempre llenos de aceite y prendas la mecha y la vuelvas tú mismo a apagar. Siempre se le podría echar así la culpa al viento. Así si que no te cogías los dedos, no faltando el combustible en el mariposero. Nadie podía decir que no la habías vuelto a llenar a su hora. ¿Qué te parece la idea?.

Carlos no contesta. Continúa sonriendo con los ojos puestos en las hilas de agua que resbalan hasta el muro desde la ventana.

– Buen lagarto estás hecho – prosigue Chico Mingo -. Qué pocas cosas habrá que se te hayan pasado a ti por alto y que tú no sepas. Si desconfías te diré que eso que te fue dicho del aceite es lo que hacía mi padre antes de la guerra, cuando estaba trabajando en Obras Públicas. Era también guarda nocturno. Pregúntale sino lo crees al padre de tu primo Toto que estaba con él de ayudante. Pregúntale y verás cómo la que te digo es la fija. Claro que entonces eran otros tiempos.

Carlos echa a andar sin contestarle y sin dejar de sonreír mientras baja la calle. Chico Mingo se encoge de hombros y se pone a silbar mientras va rebañando de arena la batea de la camioneta.

Con un carnero abierto en canal, terciado sobre el serón de un burrillo enano, el carnicero suba también en la cuesta arriba. Cuando se cruza con Carlos hace un gesto con la cabeza que Carlos no contesta. Una mujer barre con una escoba de palma la delantera del portal al final de la calle. Carlos pasa a su lado y le da una palmada sobre el trasero. La mujer sonríe sin dejar de barrer. Más adelante se cruza con tres hombres que vuelven de haber pasado la noche guardando una viña o un melonar. Uno de ellos lleva terciada la escopeta sobre la espalda. Los otros caminan arrastrando por el suelo un largo chuzo con una punta de hierro.

La campana de la iglesia da el último toque de la misa de alba, y la brisa despeina en la campiña, al fondo de la calle, la roja panocha de los maíces híbridos en medio de las hazas cenicientas de los olivares.

Al dejar resbalar las manos por la baranda de la galería, las manos se le mojan. Se da cuenta que sobre ellas ha quedado polvillo húmedo y pastoso de orín; igual que si fuera invierno y estuviera asomada al balcón de su casa en la ciudad un día de lluvia.

Se ha levantado temprano porque es un día señalado. No hubiera podido permanecer más tiempo acostada. Todo a su alrededor es, sin embargo, como otro día cualquiera. Su marido ha salido para la ciudad a la hora de siempre. Como un leve susurro presintió su adiós en la duermevela de su amanecida, cuando parecía que, por fin, tras su noche insomne, iba a rendir al sueño.

La camioneta de Chico Mingo enfila la carretera y entra renqueando en la zona arbolada de la Colonia, pero ella no la ve siquiera pasar. Sigue apoyada sobre la baranda. La camioneta cruza por delante de la verja de la casa, carretera adelante, camino del transformador eléctrico.

La niebla sigue todavía pegada a los parterres, a la grama. Frente a ella, al otro lado de la calle, mistress Humprey cuida su jardín. Con el rastrillo asienta los montoncitos de arena que se levantan al borde de los arriates. No puede remediar sentir una solapada antipatía por Mrs. Humprey. No sabe decirse por qué. A veces, piensa que quizá por el equilibrio de su vientre y de sus caderas bajo el pantalón de sarga azul, por la flexibilidad de sus movimientos, por la forma leve y pequeña de su busto, por su andar elástico, por el timbre pastoso de su voz. También para Mrs. Humprey es un día como otro cualquiera; lo mismo que para Mrs. Linda Cheehw, su vecina más próxima, y para todos los otros habitantes de la Colonia, a muchos de los cuales no conoce ni siquiera de vista. Para todos los hombres y todas las mujeres del pueblo: para los peones agrícolas, para las muchachas que escardan la cizaña en el olivar, para los obreros que parten bajo el sol, con el mazo de hierro, la dura piedra gris en las regolas de las calles, es un día más solamente.

No hace el calor asfixiante de otros años. Por la tarde se levanta enseguida la brisa. Le resulta agradable pensar que, a la falta de distracciones de un veraneo lejos del mar, no se une la mandanga caliginosa de otros años. Y todo por culpa de Andrés, de su hijo. Sin embargo, da gracias al cielo, a todas horas y en voz alta, de que no se trate de nada realmente serio, de que haya sido sólo el estirón de los diecisiete, de que la destemplanza y el mal color hayan casi desaparecido antes de finalizar la tercera quincena de reposo. No puede quejarse de la casa -con las manos sobre la baranda contempla ahora los metros cuadrados de su extensión, en los que parecía no haber caído -. Ha sido arrendada para la temporada y ocupa el centro mismo de la calle, el epicentro de la barriada residencial.

Desde la galería ve a su hija Lisi sobre la bicicleta, al aire los muslos prietos, tostados por el sol, cruzar el sendero enarenado, abrir la verja de hierro y salir luego a la carretera casi azulada, húmeda aún de rocío nocturno.

Es temprano; pero Lisi cree que llegará tarde. A derecha e izquierda de la carretera, los pájaros revolotean sobre los jardines, patinan sobre las acacias, sobre los plátanos de India.

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