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– Chico, ¿cuánto has cargado tú? – pregunta cuando Chico Mingo se acerca.

Chico Mingo se toca las orejas y se echa hacia atrás el sombrero de fieltro. Luego, Chico Mingo, se rasca la pelambrera sudorosa del pecho:

– Puede que doce metros como dicen ellos; pero para mi que no me llevo más de diez.

– Vamos a poner once -dice el capataz-. Vamos a partir la diferencia.

– Bueno.

– ¿Cuántos portes llevas hoy dados?.

– Cuatro con este: un total de cuarenta metros.

– Si hubieras llegado a los cincuenta, te hubiera hecho una rebaja del diez por ciento – dice el capataz.

– Eran más de las doce cuando ayer cargué el último porte. Ése no lo meto en cuenta. Ése ni para ayer ni para hoy. Ya vale meterlo hoy, capataz, y tiene usted los cincuenta justos.

El capataz juega con la caperuza de aluminio de su bolígrafo hasta donde llega un rayo de sol que se quiebra alrededor de la mano y se refleja luego en el papel cuadriculado del estadillo:

– Sean los cincuenta – dice -. Un porte que te hallas. Como sigas así, Chico, y duren mucho las obras, vas a ganar un buen dinero. Te vas a poner rico.

– El que trabaja no gana dinero, capataz. Ni los que están ahí abajo cargando – señala a los hombres arrojando paletadas de arena sobre los camiones – ni yo nos pondremos nunca ricos. Usted si que acabará rico. Usted ahí sentado.

– Si fuera el propietario de la contrata… Por los gajes, que si no. ¿Sabes cuál es mi sueldo base?.

– Eso no cuenta para usted – dice Chico Mingo -. Con eso no tiene usted ni para tabaco. Con un puesto como el que usted tiene me reía yo del mundo. Una contrata como ésta es la que me hacia a mi falta para en tres meses comprarme un "Leyland" y tirar los pies por lo alto.

Otro chofer cruza la explanada amarilla. Chico Mingo guarda en el bolsillo de su camisa de cuadros verdes y rojos el trozo de cartón doblado que le sirve de cartera y que sacó para pagar. Luego recruza la explanada y entra en la cabina para sacar la manivela y poner su camioneta roja en marcha.

Cuando llega al camino vecinal que desemboca en la carretera, Chico Mingo mira hacia la zona de la contrata arenera, hacia el pinar que nace en la linde, hacia el agua de la vadina que espejea verdiazul más abajo. Por un momento Chico Mingo siente ganas de darse un chapuzón, pero enseguida se pone a silbar, pulsa sin querer el "claxon" y tuerce el volante hacia la izquierda, camino del pueblo.

Las ramas bajas filtran débilmente los rayos que logran atravesar el boscaje alto. Una araña teje su senda de plata en la corona verde y gris de una pina. La orilla se ensancha unos metros más abajo, abre un calvero en los árboles formando la media luna de una playa y se estrecha luego al llegar al caminito ciego que llega a la falda del monte.

La pandilla ha tomado posiciones después del baño. Hay en toda ella cansancio muscular y modorra de siesta. Vadina abajo el ferrocarril rugiente cruza el puente de hierro sobre la laguna y se pierde traqueteando en la explanada amarilla que se levanta al fondo del pinar. Vadina abajo una piara de cerdos chapotea tercamente sin hacer caso de las voces del pastor que intenta sacarlos del agua.

Felipe, con un látigo improvisado, fustiga la corteza resinosa de los árboles. Su torso desnudo provoca la callada admiración de las chicas de la panda que lo contemplan distraídamente detrás de las gafas de sol.

El guijarro que arroja Lisi sobre el espejo terso del agua no logra hacer la ranita. Traza sobre la superficie círculos concéntricos y luego se hunde tras asustar a un pez rondador de los juncos en el fondo de lama gris. Ha habido impericia. La mano queda en balancín y se desmaya luego sobre el muslo. Intenta hacer de nuevo la prueba sin conseguirlo y se deja luego caer hacia atrás. Su cabeza queda situada entre un haz de luz y una sombra fría. Por tercera vez se incorpora y vuelve a tomar un canto rodado estudiando antes la forma que ha de poner la mano – emulando la hazaña de los muchachos – para que el guijarro salte una y otra vez en la superficie sin hundirse.

Felipe, cansado de correr a un lado y otro con el látigo en la mano, se deja caer sobre la hierba junto a Quinito que lee un trozo de periódico manchado de grasa mientras fuma un cigarrillo:

– ¿Has visto a Nico?.

– Qué voy a ver. No he visto a nadie. Andará por ahí.

– Estaba contigo hace un momento.

– Hace un momento, pero ahora no está. ¿Qué quieres?.

– Lo que quiero es saber dónde está cada cual- dice Quinito -. Hemos venido juntos y no debemos separarnos. Ése por una gracia se nos baña haciendo la digestión y nos da el disgusto.- Se incorpora de un salto y grita-: Nico. Nicooo. Niccooo. ¿Dónde estás?.

La pandilla le hace coro entre risas: "Nico. Nico. Nicoo".

Por la vertiente, corriendo descalzo, dando saltos para no pisar la arena caliente, aparece Nicolás poniéndose derecho el sesgo de los pemiles del "meyba". El calvero se desborda de risas. Quinito se siente defraudado, levanta las manos, limpia sobre el pantalón las gafas de sol y vuelve a sentarse tranquilo, casi feliz de su misión fiscalizadora.

En la orilla de enfrente la piara de cerdos chapotea sin que las voces y las amenazas del pequeño pastor dándoles trallazos para que salgan del agua surtan el menor efecto. El chasquido de su látigo quiebra el silencio. La pandilla contempla el trajín del zagal y oye su voz de hombre – a pesar de no haber cumplido todavía la primera docena de años – gritándole al hato desbandado. Felipe contempla con envidia la maestría del pastor en el manejo de la vara de abedul con la correa de piel de cabra atada a uno de sus extremos.

Una nube solitaria, delgada como una hebra de algodón, roba durante unos segundos los destellos metálicos del sol sobre el gris acerado de las pinas, y de las colinas onduladas y la explanada amarilla llega lejano, casi imperceptible, el eco del traqueteo de los vagones del tren sobre la vía férrea. En la superficie del badén, a vuelo rasante, una avispa bebe una molécula de agua.

Lisi exprime el bañador mojado y se lo coloca sobre la frente. Araceli dormita junto a ella boca abajo. Las bicicletas han quedado abandonadas unas encima de otras sobre el muñón de un pino talado. Lisi zamarrea a Araceli inútilmente; luego entorna los ojos mientras desprende con cuidado un trozo de piel de sus rodillas tostadas.

Momi da vueltas a la cadenilla de metal que sujeta su bolsa de excursión. Durante la mañana, asediada por los chicos, ha chapoteado en la orilla. A partir del almuerzo ha preferido quedar relegada a un segundo término, sola, apoyada en el tronco de pino más alejado de la orilla, apartada de las risas, las cosquillas, los saltos histéricos que precedieron al almuerzo, antes que la modorra empezara a cerrar los párpados de todos. La cadenita de metal sigue enroscándose y desenroscándose, girando como una hélice. No piensa en nada. De tarde en tarde vuelve la cabeza y contempla el grupo formado por Lisi y Araceli, por Quinito que dobla ya el periódico y hace una pajarita de papel que coloca sobre la espalda desnuda de Ara, por Quinito que contempla en silencio el camino serpenteante que lleva a la falda del monte.

El pastorcillo ha logrado por fin sacar a los cerdos del agua. Los conduce bajo el sol -con el sombrero de paja encasquetado y una tira de tela cruzada sobre el pecho y la espalda sujetándole el pantalón, que no acaba de ser ni corto ni largo -. Durante los instantes en que se detiene para atar los cabos de las cintas de sus alpargatas, los cerdos se le desparraman de nuevo buscando la frescura jugosa de la hierba tierna que crece al borde del terraplén del ferrocarril. Tiene que hacer de nuevo uso del látigo y correr de un lado a otro dando trallazos mientras sujeta con la mano libre el sombrero de paja que sin barbuquejo se le va y se le viene de la frente a la nuca y de la nuca a la frente. La pandilla sigue sus inútiles esfuerzos para conseguir volver los cerdos desbandados a la manada hasta que un saltamontes da un brinco desde un pino y se deja caer sobre la tostada espalda de Araceli. Cuando Quinito lo toma temblorosamente con los dedos, lo arroja con fuerza sobre el suelo y toma un terrón para rematarlo se sorprende encontrarse sujeto del brazo por la mano de Momi:

– Déjalo. ¿No te da pena?. No creo que te haya hecho nada el animal…

– No, nada; pero es un bicho. ¿No sé por qué no puedo matarle si quiero? – mira a Momi a los ojos -. Bueno, te regalo el cigarrón – dice luego-. Es tuyo como Gibraltar de los ingleses.

Momi toma el saltamontes, que tiene ya una pata cortada, y se sienta de nuevo sola bajo el pino con el sobre las rodillas.

El saltamontes hace un primer intento para levantar el vuelo y deja al descubierto la película de metal azul-rojo de sus alas. Momi lo contempla con la mirada perdida asociando el color con el del sombrero de raso que le pusieran para la ceremonia del casamiento de su tía una mañana lívida de invierno, cuando la obligaron a llevar en alto la cola del vestido de novia y entrar en la iglesia pisando despacio con sus zapatos de charol la alfombra roja que llevaba desde el pórtico al altar mayor. El saltamontes logra en un segundo intento levantar el vuelo y abrir en abanico sus alas y cruzar torpemente el calvero en busca de un tronco resinoso.

Tenía apenas siete años cuando la tía Encarnación admitiera en su casa a su segundo novio y lo sentara en el sofá de peluche del recibidor, y, con sus manos gordezuelas, tomara él las manos pálidas de la tía Encarna, tristes y blancas, fieles aún al recuerdo de la fotografía que adornaba su mesilla de noche y que no se atrevían a destronar del marco de cuero rojo desde donde su primer novio sonreía, aún no obstante haber ya muerto y no ser sino una sombra lejana.

Ella había jugado con el primer novio de su tía, que la sentaba sobre sus rodillas y le acariciaba su flequillo rebelde, antes de que el primer novio de su tía hubiera desaparecido un día para siempre y escapado a Francia, antes de que se llegara a recibir la carta en la que se decía que había muerto o que era lo mismo que si hubiera muerto y que su nombre debía ser ya olvidado, como si nunca hubiera existido y nunca, en el mismo sofá de peluche donde su tía sentara también a su segundo novio, él hubiera acariciado las rodillas de la tía Encarnación ni nunca hubieran juntado los labios, mientras ella espiaba tras los visillos de la puerta del recibidor. "Agua pasada – como dijera entonces su madre -, agua que no mueve molino." Agua que ya arrastraba el río, como arrastraban – ella lo ha visto muchas veces desde el puente -el ajuar de los que viven instalados en las chabolas de la orilla, entre la estrecha franja de la vía férrea y el agua, las rígidas otoñales de la ciudad.

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