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Algo de esto comentó luego con la dueña y ésta le explicó, con un cierto dejo de irónica resignación:

– Sí, Gaviero. Esos tráficos a los que nos empujan los años, todos los tenemos que hacer. Lo malo es que nos toman de sorpresa. Siempre comienzan mucho antes de que nos demos cuenta de que estamos haciéndolos. Los ciegos, ya se lo podrá imaginar, tenemos que aprender a arreglárnoslas desde el momento en que ya no podemos ver más. Es más duro. ¿No lo cree así?

Maqroll asintió sin captar por completo lo que doña Empera quería decirle. Esto lo tranquilizó:

– No, no es verdad. Es igual, Gaviero, todo es igual. La vida es como estas aguas del río que todo lo acaban nivelando, lo que traen y lo que dejan, hasta llegar al mar. La corriente es siempre la misma. Todo es lo mismo.

Nada pudo o quiso agregar a las palabras de la ciega. Se parecían demasiado a las que repetía para sí desde hacía años. El viaje hasta el páramo había servido, además, para confirmarlo en sus certezas y devolverle la indiferencia, vieja conocida que solía salvarlo de padecer descalabros mayores y soldaba, con infalible eficacia, las grietas por donde, en ocasiones, sentía que se le pudiera escapar el alma. Era una indiferencia muy peculiar, gemela a la que le predicaba la casera: al tiempo que no lo dejaba derrumbarse, seguía brindándole ciertos dones del mundo que le proporcionaban la única razón cierta para continuar viviendo.

Van Branden llegó, en efecto, en el próximo barco. Cuando el Gaviero supo de su arribo, el hombre estaba ya en la cantina, en la mesa del fondo, apurando, uno tras otro, grandes vasos de ginebra con agua. Tenía los ojos inyectados y el amargo descontento le marcaba, debajo de los ojos, unas bolsas grises que se perdían en las ojeras nacidas del insomnio implacable. El diálogo no iba a ser fácil. Maqroll le informó sobre los resultados del primer viaje. El hombre masculló algún comentario anodino y luego le increpó por haber llevado hasta la cuchilla al joven arriero: -Si va a usar a uno de estos mierdas, déjelo en la cabaña de los mineros. No me meta esa gente allá arriba. -El Gaviero prefirió no discutir el asunto y pasó a lo que le interesaba: el pago de su trabajo. Lo único que pudo sacar en claro de la descabalada charla del flamenco, que, a veces, se antojaba algo fingida, fue que el barco siguiente traía nuevas cajas para subir. Esta vez serían más grandes y delicadas. La suma que le había dado alcanzaba para pagar, por lo menos, dos viajes más. ¿De qué diablos se quejaba entonces? No consiguió Maqroll sacar más en limpio. Van Branden no salía de su rezongante terquedad de borracho, dejándolo todo en la misma vaguedad de antes. Pero un nuevo elemento vino a surgir en este encuentro, que dejó en el Gaviero una imprecisa señal de alarma. Imprecisa pero suficientemente clara como para despertar en él las viejas defensas del que ha sido zarandeado por la suerte en tantos rincones de la tierra. Fue como una sombra de miedo, de contenido pánico, que se asomaba por entre las entrecortadas frases de Van Branden. La altanera impunidad que éste había usado hasta ahora, daba paso a un pusilánime farfulleo, a una frágil madeja de obviedades repetidas en circular insistencia de beodo ladino pero inerme.

Encerrado en su cuarto, con el balcón abierto de par en par al manso y nocturno correr de las aguas, el Gaviero trataba de asir la huidiza señal de peligro que le había despertado la entrevista. Después de varias horas de vigilia, consiguió llegar a conclusiones que le parecieron evidentes: la tal vía férrea, aun si era real, escondía otra cosa, un propósito que quería mantenerse velado por razones que tenían que ver con una transgresión a la ley; la pareja de extranjeros que estaban en las bodegas de la cuchilla eran, junto con Van Branden, parte de esa conspiración; los habitantes de La Plata y los del llano de los Álvarez tenían dudas sobre la verdad del proyecto ferroviario y desconfiaban de la honestidad de los gestores del mismo, que daban allí la cara con sospechosas reservas. Todo esto era posible gracias a la ausencia, al parecer transitoria, de autoridades en la región. Esto fue lo que logró sacar en limpio. Era bastante para obligarle a tomar precauciones en el segundo viaje que se avecinaba. Hablaría con don Aníbal, exponiéndole francamente el resultado de sus lucubraciones. Estaba seguro de que el hacendado podría aclararle, gracias a su buen criterio y a su rectitud, algunos aspectos que seguían en la sombra. Contaba con la mutua simpatía que era evidente en su trato con el patrón de Amparo María.

Dos días más tarde llegó a La Plata el nuevo cargamento. Se trataba de siete cajas alargadas, cuyo peso era tal que cada mula sólo podía con una. Las dos que sobraron las llevó al cuarto de Van Branden, en la pensión de doña Empera. El Zuro se encargó de disponer la forma como debían cargarse las mulas sin lastimarlas y sin que las cajas corrieran peligro de deslizarse en las cuestas. No fue fácil, pero el arriero mostró una habilidad y un empeño tales que, finalmente, todo quedó listo a satisfacción de Maqroll. En una madrugada brumosa y húmeda, tras despedirse de la dueña y encargarle una gran discreción respecto a lo que quedaba bajo su custodia, el Gaviero partió para su segunda subida al Tambo. Cuando llegaron a la tierra media, los cafetales estaban en flor. Las mujeres se dedicaban a la tarea de quitar las hojas secas de cada mata y cortar el tallo que, en el centro de algunas, sobresalía causando daño al fruto. El aire tibio traía el aroma de las flores de cafeto que daban, por su blancura, la imagen de una impensada nieve sobre el verde dombo de los cafetales. Los cantos de las mujeres y el tropel de las aguas de la quebrada que bajaba de la montaña, concedieron a Maqroll una tregua de dicha y de olvido sin interferencias ni sombras. Esa mañana de la tierra caliente emergía, como por milagro, de los días de su infancia. La serranía, envuelta aún en el velo azulenco de una niebla traslúcida, con sus caminos que subían en zigzag, uniendo las humildes viviendas de los arrendatarios, daba la impresión de un vasto poderío, de un dominio sin límites, protector pero, al mismo tiempo, de una imponencia sobrecogedora. Esa presencia majestuosa le trajo el recuerdo de ciertos sueños que lo visitaban en alta mar y que, ahora lo sabía, acudían para recordarle su inapelable vínculo con ese paisaje y con la cambiante maravilla con la que solía poblarlo su recuerdo. En un recodo del camino, antes de comenzar la cuesta que subía hasta la hacienda, le esperaba Amparo Maria. Llevaba un largo delantal blanco que le daba un aire de sacerdotisa, al que contribuían las tijeras de podar que tenía en la mano. La muchacha le besó en la boca con un dejo de desafío y le habló al oído haciéndole cosquillas con su cálido aliento: -Don Aníbal quiere hablar a solas contigo. Manda decir que cuando llegues a la casa, lo acompañes afuera con un pretexto que va a darte. Pero antes vamos a descansar debajo de aquella mata de café que acabo de arreglar para que podamos escondernos sin que nadie nos vea.

Esa invitación, que ocultaba una tierna promesa, prolongaba el febril bienestar que le invadía. Hizo al Zuro señal de que siguiera adelante y se internó en la plantación, guiado por la muchacha que sonreía con la misma malicia de las estatuillas etruscas vistas en un museo del Adriático. Bajo el domo protector de un cafeto de follaje verde cerúleo, Amparo María había preparado un lecho de hojas de plátano secas. Se tendió, despojándose de la ropa en un gesto instantáneo y enfático. El Gaviero la acariciaba lentamente, mientras, a su vez, se libraba de la ropa en gestos pausados y silenciosos. Entró en ella en un acto que sentía como un ritual sagrado y la muchacha comenzó a fingir una exaltación que acabó siendo sincera a fuerza de admiración y gratitud hacia ese extranjero que, con el peso de sus años, traía también la devastadora y enervante experiencia de tierras desconocidas y de ebrias jornadas de peligro y deleite. Permanecieron un buen rato abrazados, mientras el sol, colándose por los intersticios de la cúpula vegetal, recorría sus cuerpos con manchas de luz que señalaban el paso de las horas.

Cuando Maqroll se resolvió a partir, Amparo Maria se vistió con la misma presteza con la que se había desnudado. Tenía una expresión seria, intensa, como si hubiera madurado bruscamente. Besó de nuevo al Gaviero en la boca, con avidez, y corrió a reunirse con sus compañeras que acudían a la llamada para la comida.

Cuando el Gaviero alcanzó al Zuro, éste ya había subido buena parte de la cuesta. -Las mulas vienen cansadas. A ver si aguantan en el páramo -le comentó a Maqroll, quien debía traer en el rostro la serenidad de los bienaventurados, porque el arriero le comentó, en tono zumbón-: Cuando despierte hablamos. Quién va a pensar en el páramo estando en los cafetales. Cada cosa a su hora, decía mi abuelo. Era cafetalero. A mí ya no me tocó y aquí estoy luchando con bestias que parecen paridas por el diablo. Hoy están peor que nunca. La carga las viene incomodando, no por pesada, sino porque les lastima las ancas. Maqroll continuó en silencio. Nada tenía que comentar a las palabras del Zuro y prefirió refugiarse en un mutismo que prolongara un poco más su pasajera felicidad. No esperaba que le fuera otorgada de nuevo. Llevaba cuenta minuciosa de las visitaciones de ese orden y algo, allá adentro, le decía que estaba acercándose al final de la cuerda y que esos momentos de plenitud estaban a punto de ser cancelados.

Cuando llegaron al llano de los Álvarez, don Aníbal salió a recibirlos. Aún traía puestos los zamarros. Venía, les dijo, de buscar unas reses perdidas en el límite de la finca con el páramo. Invitó al Gaviero a pasar a la terraza y ordenó que trajeran café mientras se cambiaba de ropa. Cuando estuvo de regreso, empezaron a saborear en silencio los grandes tazones de café humeante y aromático. Pasado un rato, el hacendado le propuso en tono natural, sin dar mayor importancia a sus palabras: -Por qué no me acompaña hasta la quebrada. Quiero mostrarle unos frutales que tengo sembrados al borde del agua y que se están dando muy bien. Creo que van a interesarle. -El Gaviero asintió inmediatamente, un tanto divertido por lo artificial del pretexto, ya que bien sabía don Aníbal cuán poco le interesaban a Maqroll este tipo de cosas, ajenas a su larga vida de marino. Descendieron lentamente hacia la quebrada, tratando de no resbalar por el sendero húmedo y arcilloso. El hacendado se internó en un pequeño arbolado que crecía paralelo a la corriente. La algarabía de los pericos llegaba, en momentos, a hacerse insoportable. Invitó a Maqroll a sentarse a su lado en la gran piedra que se alzaba en un remanso de la quebrada. Miró a su alrededor y, sin ningún preámbulo, empezó a tratar el asunto:

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