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Durante la cena, que fue servida en el corredor, Maqroll comenzó a sondear a don Aníbal sobre las dudas que le habían surgido en su visita al Tambo. El dueño de casa eludió todo comentario concreto al respecto. Era evidente que esperaba hablar de esto cuando los demás se hubieran ido a dormir. Así lo entendió Maqroll y esperó la ocasión. Terminada la cena, don Aníbal encendió un puro y, meciéndose en la silla, comenzó a saborear una taza de café negro al que le había agregado unas gotas de brandy. El Gaviero empezó también a tomar su café. No quiso agregarle ningún licor. Las mujeres que habían servido la cena, entre las cuales aparecía, de vez en cuando, Amparo María, levantaron la mesa y se despidieron para recogerse en sus habitaciones. Tras un rato en silencio, don Aníbal comenzó a hablar. Ya había entrado la noche y sólo se veía la luz de su cigarro moviéndose a ritmo con sus palabras. Maqroll se dispuso a escuchar. No tenía sueño y le interesaban sobremanera los comentarios del hacendado.

– Mire -comenzó éste, dando una intensa chupada al puro que iluminó un instante sus facciones- no es mucho lo que le puedo contar respecto a esa obra. El proyecto de construir una vía férrea que, pasando por la cuchilla, cruzará la cordillera, es un plan del que se ha hablado desde hace muchos años. Ya mi padre lo mencionaba cuando llegamos aquí. Pero, al poco tiempo, comenzaron a construir la carretera que, pasando por otra parte, cumple la misma función que la vía férrea. Ésta fue cayendo en el olvido. Quienes primero intentaron un trazo e hicieron algunos trabajos previos, fueron unos ingleses. Al principio gente muy ordenada y seria. Pero sucedió que algunos de ellos, en sus horas libres, comenzaron a lavar arena en las orillas de las quebradas, en busca de oro. Parece que encontraron algunas pepitas y eso les sirvió de aliciente. Con lo poco que consiguieron lavar, ganaban muchísimo más que el salario que recibían en el ferrocarril. Las obras de éste acabaron por ser suspendidas y la región se llenó de gambusinos. Aún hay, en algunos lugares, restos de la vía y hasta vagones que armaron para almacenar herramienta y alimentos en conserva. También los galpones del Tambo fueron construidos entonces. Lo del oro no prosperó. Después del primer entusiasmo, parece que no se volvió a encontrar nada que valiera la pena. Tanto la vía férrea como la minería cayeron en un olvido absoluto. Hace unos meses comenzaron rumores de que las obras iban a reiniciarse. Hablaron de una compañía belga y se notó cierto movimiento en La Plata. Algunas recuas de mulas subieron con cajas semejantes a las que usted acaba de llevar. Pero todo resulta muy extraño: los que están allá arriba no han realizado ninguna obra. Recorren el monte, al parecer sin finalidad precisa, buscando vaya usted a saber qué. Los que llegan a La Plata, pagan más o menos regularmente sus compromisos, suben y bajan por el río, a veces llegan hasta el Tambo, pero también parece que buscaran otra cosa. Por aquí pasó el tal Van Branden. Yo no he viajado nunca, ni la capital visito, pero puedo decirle que ese tipo no me gustó nada. Para comenzar, no creo que se llame así. Confunde su nombre y cae en contradicciones al pronunciarlo. Firma con unos garabatos, siempre diferentes. Algo me dice que ya había estado por estos rumbos, usando otro nombre. Pudo ser desde el tiempo en que estuvieron los ingleses. Aquí se le atendió, como hacemos con todo forastero, pero muy pronto se dio cuenta de que despertaba sospechas y nunca lo volvimos a ver. Me dicen que pasa de largo, ya entrada la noche. No sé. Una cosa sí puedo decirle: ese hombre corre con mucha suerte. El ejército cerró el puesto militar en La Plata y por esa razón no existe vigilancia alguna en la región. Con la tropa aquí, el tal Van Branden, o como se llame, hubiera tenido que identificarse y declarar exactamente qué es lo que hacen él y su gente. Eso se lo garantizo.

Un cierto desasosiego tomó a inquietar al Gaviero. Su experiencia con la fuerza armada en esos países había sido en extremo aleccionadora. Cuando navegó por el Xurandó, pudo cerciorarse de la clase de control que ejerce y con qué métodos sabe poner orden y mantenerlo. En particular, él no tenía queja alguna. Al contrario, le habían salvado la vida cuando estuvo a punto de morir, víctima de un mal, al parecer incurable, que asolaba la región. También fueron a rescatarlo cuando, de regreso, iba a internarse en los rápidos en donde perecieron sus compañeros de viaje. Pero había sido testigo de actos de justicia expedita, cuyo recuerdo le ponía aún la piel de gallina. Todo esto le vino a la memoria en un torrente abrumador. Sintió como si fuera a recomenzar una antigua pesadilla. Con las fuerzas menguadas y algunos años más encima, la perspectiva le aterraba. Prefirió no pensar más en el asunto. Don Aníbal, que se había dado cuenta de la reacción del Gaviero, acudió en su ayuda y pasó a comentarle sobre algunas mejoras que pensaba hacer en la finca y se extendió en una pormenorizada descripción de aquéllas, olvidando o, tal vez no queriendo tomar en cuenta, que Maqroll, en sus largos años de andar por mares y puertos como un tránsfuga sin sosiego, había olvidado ese mundo de su infancia. Calló don Aníbal y los dos se quedaron largo rato en silencio, contemplando el cielo estrellado del que bajaba una paz lenificante, señal de nuestra bien escasa presencia en los planes del universo. Tomó el sosiego al alma de Maqroll y con él, el sueño. Volteó a ver a su interlocutor y notó que cabeceaba suavemente, con el cigarro en la boca, mientras la ceniza caía sobre la blanca camisa almidonada. En voz baja le dio las buenas noches y se fue a dormir en el pequeño galpón reservado para los huéspedes, contiguo a las pesebreras.

De regreso a La Plata, se enteró de que Van Branden no había llegado aún. Lo esperaban en el próximo barco. Al menos eso era lo que le habían escuchado decir cuando partió, lo cual no indicaba nada cierto. Esos anuncios suyos, para tranquilizar acreedores y personas vinculadas a sus planes, nadie los tomaba ya en serio. Maqroll se dispuso a esperar. Tampoco había llegado cargamento alguno para subir al Tambo. Reanudó sus sesiones de charla y de lectura con la ciega. Le traducía con placer muchas de las páginas de los dos libros que había traído consigo y que estaban escritos en francés. Ella, por su parte, le proporcionaba información sobre la zona y los sucesos ocurridos allí en los últimos veinte años. A medida que la iba conociendo mejor, aumentaba su admiración por doña Empera, cuya inteligencia y buen sentido le parecía que hubieran merecido mejor suerte que la de hundirse en ese caserío manteniendo una casa de huéspedes, en medio del caos y la violencia intermitentes que asolaban la región. Era muy de escuchar, por ejemplo, la forma como juzgaba ciertos actos del Príncipe de Ligne, cuyos verdaderos motivos yacían, cuidadosamente disimulados en la transparente y sápida prosa de sus cartas. La ciega solía desentrañar la verdad, oculta por el gran señor belga, y la ponía en evidencia con palabras de todos los días. Casi siempre, doña Empera daba en el blanco y las cosas sucedían como ella las había previsto. En estas largas veladas, Maqroll olvidaba sus lacerías y los achaques físicos que, con inopinada insistencia, empezaban a recordarle el paso de los años.

Por aquellos días llegó Amparo María para visitar a su amigo. Cuando la muchacha entró en su cuarto, él salió un momento para hablar con la dueña de la pensión. Le indicó que no quería prolongar esos amores dada la relación, amistosa y de confianza, que tenía ya con don Aníbal. Temía que el asunto diera pábulo a un chisme desagradable, que lo pondría en una situación embarazosa con el hacendado, por el que sentía un cordial respeto. La ciega lo tranquilizó, explicándole que el hacendado solía hacerse de la vista gorda en estos asuntos. La muchacha ya había venido en ocasiones anteriores a la pensión, en compañía de amigos de los Álvarez que pasaban por allí, antes de subir al llano, o de regreso de éste. Además, prosiguió, era en extremo discreta y reservada. Le convenía serlo porque, de tener que volver a su tierra, le esperaba allí un problema delicado: se trataba de un teniente de infantería de marina que había intentado violarla y amaneció con dos puñaladas en el pecho al fondo de una cañada. Nunca se aclaró el asunto, pero los marinos no suelen olvidar esas cosas. Maqroll regresó a su habitación, no del todo tranquilo. El deseo que le despertaba la joven podía más que toda prudencia y temor.

Hicieron el amor con una nueva intensidad, nacida, tal vez, de las sombras que empezaban a acumularse alrededor de ellos. Acostados en el precario lecho de guadua, mirando hacia el río que descendía frente a la ventana, apenas protegida por una débil tela que no dejaba entrar los mosquitos, conversaron durante el resto de la noche. Amparo María, la morena con cintura de gitana y palabras escasas, se mostró, detrás de su aire arisco y fiero, como una criatura maltratada por la vida, con una sed de cariño oculta por la desconfianza y el temor de ser lastimada. De allí sus frecuentes reacciones, de una súbita brusquedad. Por igual motivo, en el acto del amor acababa reservándose siempre el último momento y el poseerla se convertía para Maqroll en una laboriosa brega donde la cautela lo obligaba a dosificar el disfrute de ese cuerpo, cuya inquietante e intensa belleza, abría vastas posibilidades que era necesario negociar cada vez con mayor astucia. Pero, por otra parte, Amparo María se mostraba tierna y cálida, con la espontaneidad de todos los que viven en espera de una caricia o de una palabra amable que los rescatase de la jaula que ellos mismos se construyen. La adversidad le impedía expresar tales sentimientos con la generosa y secreta vocación que constituía el auténtico núcleo de su carácter. Su conversación iba desenvolviéndose en una suerte de espiral, partiendo siempre de largos silencios, al parecer huraños, hasta llegar a una juguetona alegría llena de humor infantil y de candor jamás ensayado. Habían hecho los dos una buena amistad, a fuerza de construir un clima de confianza y entrega sin reservas. Esto había sido obra del Gaviero quien adivinó la auténtica personalidad de su amiga. A sus años, solía pensar, no estaba nada mal el tener en sus brazos una mujer joven cuyos rasgos y proporciones le recordaban antiguas amistades femeninas en los pequeños puertos del Mediterráneo, en donde una mujer de tales prendas solía conquistarse, si bien con riesgo de la vida, en los oscuros serrallos de Orán o de Susa. En el umbral de su vejez, el Gaviero estaba aprendiendo a conformarse, sin remedio pero con creces, con lo que nos es dado fatalmente a cambio de lo que hubiera podido ser y ya no fue. El azar le entregaba a Amparo María, él la hubiera querido unos veinte años antes para guardarla en una escondida quinta de Catania. La tenía aquí, cansado y en medio de una tierra de horror y desamparo. Seguía siendo un regalo de los dioses.

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