Varias son las versiones que corren sobre el fin de los días del Gaviero. La más antigua de ellas lleva un titulo demasiado pretensioso como para que podamos concederle la menor fe, y reza como sigue: "Se hace un recuento de ciertas visiones memorables de Maqroll el Gaviero, de algunas de sus experiencias en varios de sus viajes y se catalogan algunos de sus objetos más familiares y antiguos". [1] La muerte de Maqroll que se narra en dicho opúsculo, a todas luces apócrifo, está demasiado teñida de literatura como para que pueda ser creíble. Más adelante, en un trozo de prosa un tanto más verosímil, algunos han creído ver una descripción de la muerte de nuestro amigo. El fragmento en cuestión se titula "Morada" y aparece en una Reseña de los Hospitales de Ultramar, [2] libro hoy casi inencontrable. Finalmente, la versión que más parece ajustarse a una realidad conforme con ciertas circunstancias narradas en Un bel morir y que en seguida transcribiremos, ha sido objetada, como merecedora de las mayores reservas por amigos y compañeros del Gaviero como Ludwig Zeller, Enrique Molina y Gonzalo Rojas. Este último amenazó, inclusive, con acudir a los tribunales para impugnar la desaparición de su viejo camarada y cómplice de muchas fechorías más báquicas y amatorias que de otra índole. Con estas salvedades, cuya autoridad estamos muy lejos de discutir, transcribimos el testimonio en cuestión que apareció hace algunos años en un libro titulado Caravansary, [3] en el que se recogen otras experiencias de Maqroll, éstas sí dignas de toda credibilidad. El documento, escrito en versículos un tanto más amplios que lo acostumbrado, se titula "En los Esteros" y dice como sigue:
"Antes de internarse en los esteros, fue para el Gaviero la ocasión de hacer reseña de algunos momentos de su vida, de los cuales había manado, con regular y gozosa constancia, la razón de sus días, la secuencia de motivos que venciera siempre al manso llamado de la muerte.
"Bajaban por el río en una barcaza oxidada, un planchón que sirvió de antaño para llevar fuel-oil a las tierras altas y había sido retirado de servicio hacía muchos años. Un motor diesel empujaba con asmático esfuerzo la embarcación, en medio de un estruendo de metales en desbocado desastre.
"Eran cuatro los viajeros del planchón. Venían alimentándose de frutas, muchas de ellas aún sin madurar, recogidas en la orilla, cuando atracaban para componer alguna avería de la infernal maquinaria. En ocasiones, acudían también a la carne de los animales que flotaban, ahogados, en la superficie lodosa de la corriente.
"Dos de los viajeros murieron entre sordas convulsiones, después de haber devorado una rata de agua que los miró, cuando le daban muerte, con la ira fija de sus ojos desorbitados. Dos carbunclos en demente incandescencia ante la muerte inexplicable y laboriosa.
"Quedó, pues, el Gaviero, en compañía de una mujer que, herida en una riña de burdel, había subido en uno de los puertos del interior. Tenía las ropas rasgadas y una oscura melena en donde la sangre se había secado a trechos, aplastando los cabellos. Toda ella despedía un aroma agridulce, entre frutal y felino. Las heridas de la hembra sanaron fácilmente, pero la malaria la dejó tendida en una hamaca colgada de los soportes metálicos de un precario techo de zinc que protegía el timón y los mandos del motor. No supo el Gaviero si el cuerpo de la enferma temblaba a causa de los ataques de la fiebre o por obra de la vibración alarmante de la hélice.
"Maqroll mantenía el rumbo, en el centro de la corriente, sentado en un banco de tablas. Dejábase llevar por el río, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, más frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Allí el río empezaba a confundirse con el mar y se extendía en un horizonte cenagoso y salino, sin estruendo ni lucha.
"Un día, el motor calló de repente. Los metales debieron sucumbir al esfuerzo sin concierto a que habían estado sometidos desde hacía quién sabe cuántos años. Un gran silencio descendió sobre los viajeros. Luego, el borboteo de las aguas contra la aplanada proa del planchón y el tenue quejido de la enferma arrullaron al Gaviero en la somnolencia de los trópicos.
"Fue entonces, cuando consiguió aislar, en el delirio lúcido de un hambre implacable, los más familiares y recurrentes signos que alimentaron la sustancia de ciertas horas de su vida. He aquí alguno de esos momentos, evocados por Maqroll el Gaviero mientras se internaba, sin rumbo, en los esteros de la desembocadura:
Una moneda que se escapó de sus manos y rodó en una calle del puerto de Amberes, hasta perderse en un desagüe de las alcantarillas.
El canto de una muchacha que tendía ropa en la cubierta de la gabarra, detenida en espera de que se abrieran las esclusas.
El sol que doraba las maderas del lecho donde durmió con una mujer cuyo idioma no logró entender.
El aire entre los árboles, anunciando la frescura que repondría sus fuerzas al llegar a " La Arena ".
El diálogo en una taberna de Turko-limanon con el vendedor de medallas milagrosas.
La torrentera cuyo estruendo apagaba la voz de esa hembra de los cafetales que acudía siempre cuando se había agotado toda esperanza.
El fuego, sí, las llamas que lamían con premura inmutable las altas paredes de un castillo en Moravia.
El entrechocar de los vasos en un sórdido bar del Strand, en donde supo de esa otra cara del mal que se deslíe, pausada y sin sorpresa, ante la indiferencia de los presentes.
El fingido gemir de dos viejas rameras que, desnudas y entrelazadas, imitaban el usado rito del deseo en un cuartucho en Istambul cuyas ventanas daban sobre el Bósforo. Los ojos de las figurantes miraban hacia las manchadas paredes mientras el khol escurría por las mejillas sin edad.
Un imaginario y largo diálogo con el Príncipe de Viana y los planes del Gaviero para una acción en Provenza, destinada a rescatar una improbable herencia del desdichado heredero de la casa de Aragón.
Cierto deslizarse de las partes de un arma de fuego, cuando acaba de ser aceitada tras una minuciosa limpieza.
Aquella noche cuando el tren se detuvo en la ardiente hondonada. El escándalo de las aguas golpeando contra las grandes piedras, presentidas apenas, a la lechosa luz de los astros. Un llanto entre los platanales. La soledad trabajando como un óxido. El vaho vegetal que venía de las tinieblas.
Todas las historias e infundios sobre su pasado, acumulados hasta formar otro ser, siempre presente y, desde luego, más entrañable que su propia, pálida y vana existencia hecha de náuseas y de sueños.
Un chasquido de la madera, que lo despertó en el humilde hotel de la Rue du Rempart y, en medio de la noche, lo dejó en esa orilla donde sólo Dios da cuenta de nuestros semejantes.
El párpado que vibraba con la autónoma presteza del que se sabe ya en manos de la muerte. El párpado del hombre que tuvo que matar, con asco y sin rencor, para conservar una hembra que ya le era insoportable.
Todas las esperas. Todo el vacío de ese tiempo sin nombre, usado en la necedad de gestiones, diligencias, viajes, días en blanco, itinerarios errados. Toda esa vida a la que le pide ahora, en la sombra lastimada por la que se desliza hacia la muerte, un poco de su no usada materia a la cual cree tener derecho.
"Días después, la lancha del resguardo encontró el planchón varado entre los manglares. La mujer, deformada por una hinchazón descomunal, despedía un hedor insoportable y tan extenso como la ciénaga sin límites. El Gaviero yacía encogido al pie del timón, el cuerpo enjuto, reseco como un montón de raíces castigadas por el sol. Sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos”.