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– Bien, amigo. Es sobre la historia ésta del ferrocarril. A usted le consta que siempre he tenido las mayores dudas sobre el tal proyecto. Esta madrugada quise confirmar algunas de mis sospechas y subí hasta el borde del páramo, con el pretexto de las reses perdidas, para hablar con los pastores que me cuidan un rebaño de ovejas que tengo allá arriba. Ellos saben todo lo que pasa por allí. Confrontando lo que me contaron con las noticias que he venido recibiendo de La Plata, puedo asegurarle lo siguiente: no hay tal vía férrea, ni sombra de proyecto en ese sentido. Lo que están almacenando en las bodegas y que usted está llevando ahora al Tambo, no son aparatos de precisión, ni maquinaria de ninguna clase. Ya van tres veces que llega a las bodegas a medianoche gente para llevarse las cajas o el contenido de las mismas. No se sabe a dónde van con esto. Por dos razones me he resuelto a prevenirlo: la primera es que, como tengo la convicción de que es ajeno a toda la historia y siento simpatía por usted y por las personas de su condición, no quisiera verlo terminar mal en ese peladero sin ventura; la segunda tiene que ver con mis intereses y los de mi gente. Ya puesto sobre aviso, usted puede informarme sobre lo que suceda en el Tambo o en La Plata en relación con todo este asunto. Así puedo prevenir cualquier peligro, con tiempo para preservar a los míos de lo que acaso suceda. Es posible que eso tome algún tiempo. Tal vez haga uno o dos viajes más con sus mulas. La señal de alarma va a llegar, primero, a La Plata y no a la cuchilla en donde creo que se están confiando más de la cuenta. Hágame saber cualquier noticia por medio de Amparo María que es mujer leal y más advertida de lo que parece. Aquí tomaré de inmediato medidas para evitar una desgracia.

– Don Aníbal -repuso Maqroll- ¿qué es, concretamente, lo que usted está temiendo? Yo, con mucho gusto, le informo sobre lo que sepa en La Plata y en el Tambo. Pero quisiera saber un poco más sobre lo que nos amenaza, para no confundir rumores sin importancia con noticias graves. Debo decirle que en el caserío de La Plata todo me inquieta. Allí no sucede nada que pueda dejar tranquilo al más tonto. Siento por usted y los suyos un sincero afecto y mucho respeto. La confianza que me está demostrando ahora, me compromete aún más y me confirma en su devoción por la lealtad y la justicia. Pero dése cuenta de que si no me da algunos indicios de sus temores, es posible que el peligro me pase por las narices sin que lo pueda ver.

– Tiene razón, amigo -respondió don Aníbal-. Voy a ponerlo un poco en antecedentes. Esta tierra anda revuelta hace muchos años. No sé ahora, a ciencia cierta, lo que pueda suceder, ni quiénes están detrás de esta historia. No es fácil seguirle la huella a estas cosas que suelen transitar caminos muy oscuros y alrevesados, antes de salir a la luz. En casa de Empera, en la cantina, en el muelle, arriba, en el Tambo, y también en la cabaña de los mineros, perciba todo lo que suceda de nuevo, todo lo que salga de la rutina, todo indicio de cambio en la vida de las personas con las que trata. No puedo decirle más, no porque me lo calle, sino porque tampoco yo sé de dónde va a venir el golpe. Si le digo que se trata de un movimiento subversivo, a lo mejor es una maniobra de los militares o un ajuste de cuentas entre ellos o entre los distintos grupos de contrabandistas. Más me interesa lo que pueda advertir en La Plata, que lo que vea en el Tambo. Allá tengo gente que vigila constantemente. No quiere esto decir que descuide a los dos pájaros que se esconden en la cuchilla. No les pierda el ojo. Pero el río, amigo, el río es el que trae las sorpresas más terribles. Nada bueno ha viajado por esas aguas desde que vivo aquí. Yo sé cómo se lo digo. Ahora subamos. No quiero que sospechen en la finca que andamos en algo usted y yo. Pobre gente, son de una fidelidad conmovedora y me siento responsable de lo que pueda ocurrirles. Nosotros los trajimos. Por cierto, no comente nada de esto con el Zuro. Es leal y muy listo, pero le gusta hablar mucho y ya me ha metido en problemas. No desconfíe de él; desconfíe de su lengua. Eso es todo.

Subieron a la casa de la finca y el Gaviero fue a ver las mulas. El Zuro las había descargado, con ayuda de un peón, y allí estaban comentando sobre la forma curiosa de los empaques. Hizo señas al Zuro de que cortase el diálogo. El peón se fue de inmediato y el arriero comenzó a darles de comer a las bestias. Esa noche durmieron en el establo. Maqroll no quiso dejar las cajas al alcance de algún curioso. La conversación con don Aníbal lo había puesto sobreaviso. Ahora ataba cabos de sus conversaciones con Van Branden y de algunas alusiones de la ciega. Empezaba a percibir con mayor evidencia el terreno minado y huidizo por el que andaban sus asuntos.

A la mañana siguiente, partieron antes del alba en dirección al refugio de los mineros. Al poco rato, las mulas comenzaron de nuevo a dar muestras de cansancio. Cada vez se mostraban más ariscas a las órdenes del Zuro. Así llegaron a la cuesta. El camino subía en zig-zag, bordeando un precipicio que, a cada tramo, se hacía más profundo. La senda se estrechaba peligrosamente, ciñéndose a la pared cortada a pico, de la que sobresalían grandes piedras que no había sido posible remover. Las mulas, al iniciar el ascenso, comenzaron a temblar y se resistían a seguir adelante. -Es por la carga -explicó el Zuro-, sienten el peligro con el peso mal repartido. Vamos a pasarlas una a una, porque, si se trancan todas en la mitad de la subida, no hay manera de regresarnos y nos lleva la trampa bregando con estos animales. Para colmo, con la lluvia el piso está como jabón.

El Gaviero propuso avanzar un poco más. No quería que los sorprendiera la noche por el camino, antes de llegar a la cabaña. Así lo hicieron, pero, cuando iban un poco más arriba de la mitad de la cuesta, las mulas ya no quisieron seguir. Pusieron, entonces, en práctica el consejo del Zuro. Las primeras mulas pasaron sin problema. Maqroll las esperaba arriba y el arriero las iba llevando una a una de cabestro. Cuando subía con el último animal, éste se asustó con un pájaro que partió de improviso de la pared rocosa. El camino era tan estrecho que, al dar algunos pasos hacia atrás, el peso de la carga arrastró la mula al precipicio. Ningún ruido acompañó la caída. Era tan hondo el abismo, que las nubes cubrían por completo el fondo. De vez en cuando, el viento traía el ruido del torrente que corría allá abajo. Las bestias advirtieron la falta de su compañera y esto las puso aún más inquietas. Finalmente, alcanzaron la cumbre. La operación había sido agotadora y la noche se venia encima. Una lluvia torrencial y helada se desató en medio de rayos cuyo chasquido se oía cada momento más cerca. Las mulas temblaban y los relámpagos iluminaban sus ojos desorbitados por el pánico. Era casi la medianoche cuando lograron llegar a la cabaña. De inmediato, descargaron los animales para aliviarlos del agotamiento que traían. Prepararon, cada uno, su lecho con hojas de frailejón de las que siempre había reserva dentro del refugio. El Gaviero encendió el cabo de vela que traía para su lectura nocturna y, al mismo tiempo, vio un papel sujeto en un clavo herrumbroso que había en la pared para colgar los aperos de las bestias o las ropas de los caminantes. En un español macarrónico, escrito en letras de imprenta, con el evidente fin de que no se pudiera identificar quién lo había hecho, daban instrucciones a Maqroll de esperar allí. La carga sería recogida antes del mediodía siguiente. Mezclado con el alivio de no tener que hacer el terrible camino del páramo hasta el Tambo, sintieron la sorda presencia de un peligro oculto, sobre el cual prefirieron no hacer comentario alguno. Cada uno sabía lo que el otro estaba pensando. Siguió lloviendo toda la noche con la tenaz insistencia de las tormentas tropicales, cuando parece que hubiera comenzado el diluvio universal. En la mañana calentaron café y frieron algunas tajadas de plátano. La jornada del día anterior les había despertado un hambre que exigía comida más sustanciosa. Volvieron a acostarse para tratar de engañar, con el sueño, el apetito que iba en aumento. Unos golpes en la puerta los despertaron con sobresalto. Ambos habían olvidado por completo dónde se hallaban.

El ingeniero larguirucho y amargado que los había recibido en la cuchilla, entró con cinco hombres más. Cinco mulas relucientes y frescas esperaban afuera. Sin decir palabra, los peones cargaron las cajas con extremo cuidado, mientras el supuesto belga verificaba, en una lista, los números que aquéllas traían en un costado. -Faltan dos cajas -dijo, mientras miraba al Gaviero con desconfianza felina, mezclada con un gesto de alarma apenas disimulado.

– No -repuso Maqroll- sólo falta una. Rodó al abismo con todo y mula.

– Voy a ver -dijo el hombre, mientras volvía a compulsar la lista con las cajas que ya estaban cargadas-. Tiene razón, falta sólo una. Pero es lo mismo. ¿Dónde rodó la mula?

– Antes de llegar al plan de Santa Ana. En la penúltima vuelta. Ni la vimos caer. Las nubes tapaban todo -se apresuró a explicar el Zuro que conocía la región mejor que el Gaviero y quería despejar las sospechas del extranjero.

– Esta historia -puntualizó éste dirigiéndose a Maqroll- se la cuenta usted a quien lo contrató. Va a tener problemas. Lo que traen estas cajas no se puede dejar tirado, así nomás, en pleno monte. Es mejor que trate de rescatar esa carga. Sobre lo que vea, si la descubre, es mejor que guarde silencio. Si alguien ha llegado antes, prepárese, porque no andamos con bromas. En fin, allá usted. -Alzándose de hombros, dio media vuelta y puso en marcha la recua perdiéndose entre la lluvia que seguía cayendo con persistencia de pesadilla.

Cuando quedaron solos, el Zuro comentó: -No se preocupe. Yo conozco una travesía que nos lleva hasta el fondo de la cañada. Dejamos las mulas amarradas en mitad de la cuesta. No lejos de allí está la trocha y en una hora llegamos abajo. Allá veremos de qué se trata. Enterramos la carga en un lugar seguro y ya está. Vamos a llevar esta pala que dejaron aquí los mineros.

Maqroll respiró aliviado. Las palabras de su compañero le devolvían la confianza en que podrían salir del paso sin mayor riesgo. La advertencia del ingeniero se le había quedado atravesada en el pecho. Nada había que pudiese descomponerlo más que las amenazas, intangibles y vagas, proferidas por gente de quien dependía en un momento dado. En ese caso, el miedo era menor que la repugnancia de saberse al arbitrio de alguien que no le merecía ni respeto ni gratitud. Era el tipo de relación que trataba, en lo posible, de evitar.

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