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Se refugió junto a la máscara. No realizaba bien lo que le sucedía. Seguía creyendo que era él, poco acostumbrado ya al mundo subterráneo, el que se, golpeaba en las cosas de su uso y su trabajo. Y efectivamente, al quedarse quieto cesó el ataque, pausa en la que terco como era volvió a ver de un lado a otro, cama preguntando a todos aquellos seres inanimados por su. caña de fumar. No estaba. Se conformó con llevarse a la boca un puño de tabaco y masticarlo. Pero algo extraño. Se movían la serpiente y el jaguar de su tambor de madera, aquel con que saludaba al lucero de las preciosas luces. Y si las mesas, los tapexcos, los bancos, las tinajas, los apaxtes, los guacales, se habían aquietado, ahora bajaban y subían los párpados los gigantes de piedra. La tempestad agitaba sus músculos. Cada brazo era un río. Avanzaban contra él. Levantó los astros apagados de sus manos para defender la cara del puñetazo de una de esas inmensas bestias. Maltrecha, sin respiración, el esternón hundido por el golpe de aquel puño de gigante de piedra, un segundo golpe con la mano abierta le deshizo la quijada. En la penumbra verdosa que quiere ser tiniebla y no puede,, luz y no alcanza, movíanse en orden de batalla los escuadrones de flecheros creados por él, nacidos de sus manos, de su artificio, de su magia. Primero por los flancos, después de frente, sin dar gritos de combate, apuntaron sus arcos y dispararon contra él flechas envenenadas. Un segundo grupo de guerreros, también hechos por él, esculpidos en piedra por sus manos, tras abrirse en abanico y jugar a mariposas, lo rodearon y clavaron con los aguijones de las cañas tostadas, en las tablas de la cama en que yacía tendido junto a su máscara maravillosa. No lo dudó. Se la puso. Debía salvarse. Huir. Romper el cero. Ese gran ojo redondo de la muerte que no tiene dos ojos, como las calaveras, sino un inmenso y solitario cero sobre la frente. Lo rompió, deshizo la cifra abstracta, antes de la unidad, nada, y después de la unidad, todo, y corrió hacia la salida de la cueva, guardada por ídolos también esculpidos por él en materiales de tiniebla. El ídolo de las orejas de cabro, pelo de paxte y pechos de fruta. Le tocó las tetas y lo dejó pasar. El ídolo de los veinticuatro diablos… viudo, castrado y honorable. Le saludó reverente y lo dejó pasar. La mujer verde, Maribal, tejedora de salivas estériles. Le dio la suya para preñarla y lo dejó pasar. El ídolo de los dedales de la luna caliente. Le tocó el murciélago del galillo con la punta de la lengua en un boca a boca espantoso, y lo dejó pasar. El ídolo del cenzontle negro, ombligo de floripundia. Le sopló el ombligo para avivarle el celo y lo dejó pasar…

Noche de puercoespines. En cada espina, una gota luminosa de la máscara que Ambiastro llevaba sobre la cara. Los ídolos lo dejaron pasar, pero ya iba muerto, rodeado de flores amarillas por todas partes.

Los sacerdotes del eclipse, decían:

¡El que agrega criaturas de artificio a la creación, debe saber que esas criaturas se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!

Por la ciudad de los caballeros de piedra pasa el entierro de Ambiastro. No se sabe si ríe o si llora, la máscara de cristal de roca que le oculta la cara. Lo llevan sobre tablas de nogal fragante, los gigantes, los ídolos y los héroes de piedra nacidos de sus manos, hieráticos, atormentados, arrogantes, y le sigue un pueblo de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia.

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