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Pero era su séptima lunación, la última vez que podía participar, como Mascador de Luna, en el certamen de las tablillas que cantan, y cómo guardar su mistara de luciérnagas heladas, seguir de incógnito, sin exponerse a que le sacrificaran, vestido de yeso, en fiesta bufa y fingido corazón de chocolate.

¿De qué hongo, de qué humo, de qué arena embriagante extrajo símbolos y signos que en contacto de la cábala del aire transformábanse en la más horrible de las visiones de tormenta, turbando la serena dulzura de la casa de la luna?

¿Por qué no escogieron los Murciélagos del Baño de Leche, su canción a los animales inimaginables, creados por la fantasía de los alfareros para conjurar el hastío doméstico? sería el feliz endiosado. ¿O su himno religioso a los minerales incandescentes que recorren los espacios como dioses de chispas de diamante? Cerró los ojos. Apretó los párpados. Todo volvía a ser distancia. Lo perseguía su canto, crecido, chante, en contraste con la paz de la noche de plata dulce. Lo perseguían las voces, el retumbo guerrero de la gran fortaleza. Se cubrió los oídos, las orejas claves musicales cartilaginosas en el pentagrama de sus dedos. Todo volvía a ser distancia en los espejos. Plenilunio. Níqueles. Azogue. Gente que paseaba ardillas ariscas de colas escarchadas, micoleones de pelo de alcanfor, mapaches con anteojeras de tiniebla, o discutía acaloradamente el escándalo de las nuevas escuelas poéticas, el canto a los árboles-guerreros premiado en la fortaleza espejeante.

Utuquel avanzó por la plaza de reflejos, en medio del clamor. El pueblo saludaba a los Mascadores de Luna que iban a recibir las insignias de sus premios y sus preciosos títulos. Plumas, penachos, escudos, cautivos, todo en torno de su sombra solitaria, su lluvia de pelo verde, su máscara de esponja de luciérnagas que sólo se quitaría al llegar y presentarse a recibir el dardo de la noche adamantina.

Entró en la fortaleza por todas partes, por cada piedra espejeante que reflejaba su imagen y el Más joven de los flecheros, piel color de tabaco en rama, le condujo a través de patios mojados de rocío lunar, suaves escalinatas de beneplácito, terrazas de arena dorada y estancias con los muros cubiertos de trofeos de caza, hasta las atalayas de las altas esperas.

Desde allí se dominaba el juego de pelota, brillantes los anillos de alabastro adosados a los muros oblicuos, el adoratorio de los jaguares y los obrajes de los que tejían esteras o bordaban con alas de mariposas.

La ceremonia se inició al llegar los caudillos. El más rico en plumajes, el más florido en heridas de combate, el engalanado Guerrero de los Cuatro Estandartes, se adelantó a saludar a Utuquel -el poeta-, dándole el nombre de Flechador de Cantos de Guerra y puso en sus manos el dardo de la noche adamantina. Estruendo de batalla. Lluvia de flechas disparadas a lo alto por filas, de guerreros dispuestos en las escalinatas como los signos en la tablilla Premiada. Tambores de cara redonda. Golpear en la imagen de la luna llena los huesos de los ausentes. Tortugas doradas. Golpear en las caparazones el tiempo detenido y beber en el eco el resquemor del carey.

El recién consagrado Flechador de Cantos de Guerra, sostenía en las dos manos, apoyándola sobre su pecho, la tablilla premiada, frente a los capitanes que entraban de uno en uno, se detenían y soplaban los signos pintados en ella, para avivar sus colores, sus símbolos, su magia, su fuego inapagable, su poesía de espejos que al respirar cantaban.

Un repentino movimiento de oleaje entre los cientos, los miles de guerreros que llenaban la plaza turbó la ceremonia

Uno de los. caudillos, el Caudillo jefe de la Fortaleza Espejeante, borró con su soplo lo que Utuquel -el poeta- había escrito en la tablilla premiada, y la fiesta fue desolación, ceniza de eclipse el plenilunio, silencio el canto, y se arrastraron por el polvo las banderas de piel de tigre, las sombras pestañudas de los árboles, los dedos de las flores, los panales de miel, la estera de palabras sin precio, y de la Fortaleza de Espejos, repentinamente apagados, salió Utuquel – el poeta con su tablilla en blanco condenado a depositarla en lo más alto de uno de los volcanes.

Y no sólo Utuquel, Mascador de Luna llovido de cabellos verdes, las manos entregadas a la sal del llanto, sino muchos son los poetas condenados a depositar nubecillas blancas en los cráteres de los volcanes, semillas de las que salen los colores que el sol le robó a la luna, valiéndose de la treta de la tablilla apagada, para formar el arcoiris.

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