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– Palabra, le hice la lucha pero me quedé en el recibidor.

Doña María la Matraca consolaba a Concha de Fierro:

– ¿Qué quieres, muchacha? Ya no le hagas la lucha, tú no eres para esto, dale gracias a Dios.

Pero ella era terca:

– Ya vendrá el que pueda conmigo. Yo no voy a vestir santos.

Y llegó por fin su Príncipe Azul, para la feria. El torero Pedro Corrales, que a falta de toros buenos, siempre le echan bueyes y vacas matreras. Después de la corrida, borracho y revolcado pasaba sus horas de gloria en casa cíe Leonila. Y alguien le habló de Concha de Fierro.

– ¡Échenmela al ruedo!

Poco después se oyeron unos alaridos. Todos creyeron que la estaba matando. Nada de eso. Después del susto, Concha de Fierro salió radiante. Detrás de ella venía Pedro Corrales más gallardo que nunca, ajustándose el traje de luces y con el estoque en la mano.

– ¡El que no asegunda no es buen labrador!,

gritó un espontáneo.

– Al que quiera algo con ella, lo traspaso. Dijo Pedro Corrales tirándose a matar.

Y ésa fue la última noche de Concha de Fierro en el burdel. Dicen que Pedro Corrales se casó con ella al día siguiente y que los dos van a retirarse de la fiesta.

***

Los días de la feria se van unos tras otros, y todos los dejamos ir esperando el día de la Función y la llegada de sus Ilustrísimas. Aunque les preparamos gran recibimiento, estamos confundidos. Lo único que nos consuela es que no se trata de nosotros, sino del que está allí en el altar, con su vara de azucenas…

***

– Si en mi mano estuviera, yo les aconsejaría a todos los visitantes que ya no vengan a la feria del año que viene. Estamos en la más completa decadencia, y no es porque yo ya me sienta viejo y cansado. Ahora todo lo veo como de mentiras y nadie se divierte de deveras. Hasta los mismos danzantes ya no parecen de aquí, vestidos de artisela como bailarinas de carpa. Antes tan serios, tan ensimismados, con sus guaraches burdos y sus calzoneras de cuero. Ahora se ponen zapatillas de charol, con moño y tacón…

***

– Ya estoy metido aquí, tal vez donde quise estar. Aquí me acuerdo del ganado. Por la ventana se ven las nubes que van cambiando de colores según es de tarde o de mañana. Son como el ganado, y vienen y se van en manada. Yo las veo a veces barrosas, enchiladas, barcinas o duraznillas.

Pasó lo que tenía que pasar. Vino por la feria, muy bien ajuareado de ropa, con tejana. Nomás me vio y me dijo: "¡Órale coyón!" Nos encontramos sin querer allí nomás junto a la plaza.

Yo siquiera miro las nubes. Aquel vale Leónides ni siquiera las ve, con toda la tierra que tiene encima.

***

– Por primera vez en nuestra historia, se necesitaba invitación para poder entrar a la Parroquia, figúrense ustedes nomás. Yo creí que iba a poder ver la Coronación, pero me quedé con las ganas, como casi todo el pueblo. Las puertas estaban guardadas por unos individuos vestidos de soldados antiguos. Tal vez tengan razón, la Parroquia es muy grande, pero no íbamos a caber todos allí. Lo que me dio más coraje es que el encargado del ceremonial se opuso a que entraran los tlayacanques, y eso que nomás estaban invitados dos de los cinco cabezales. Tenían su lugar separado, pero no los dejaban entrar por órdenes del nuevo señor Cura. Lo que pasaba, según supe, es que la ceremonia era de etiqueta y ellos iban vestidos de gala, pero de tlayacanques, según su costumbre. Quien puso fin a la situación fue el señor Farías, el que mandó hacer las coronas. Alguien le avisó y dijo que si no los dejaban entrar, él se salía de la iglesia.

***

– Parece increíble que ocurran estas cosas en medio de tanto fervor. Claro que durante la feria pasan muchas cosas desagradables y hasta crímenes nefandos. En estos días por ejemplo, una riña a cuchilladas entre dos fuereños, acabó con la vida de uno de ellos. Y un anchetero fue hallado muerto, con la cabeza partida a martillazos. Pero no me refiero a eso, sino a algo que sin ser un crimen ni cosa parecida, está poniendo en las noches de octubre, tan esplendorosas en lo religioso y lo profano, una nota discordante. Se trata de la cancioncilla aquella de "Déjala güevón…", que parecía definitivamente desterrada, y que ha vuelto a surgir en estos días al amparo de la algarabía y de las aglomeraciones.

***

– Nuestra Plaza de Armas, el Jardín, como todos le decimos, tiene su quiosco central donde toca la música la serenata de los domingos y los días festivos, rodeado por una amplia glorieta circular. Luego están los prados de árboles y flores. Alrededor, dos amplios paseos formados por tres hileras de bancas de fierro, donde toman asiento las familias. Los muchachos caminan para acá y las muchachas para allá, en filas de a dos, de a tres y de a cuatro en fondo. Después de algunas vueltas, se van formando parejas, y los afortunados salen de la ronda de los hombres y entran a la de las mujeres.

Pero eso sí, hay un orden, mejor dicho, había hasta el año pasado un orden riguroso: por el paseo de adentro circulaban las personas decentes; por el de afuera, los de sombrero ancho y de rebozo. Ahora se ve mucha revoltura y la gente del pueblo ha transgredido la barrera social con evidente insolencia. Como sería penoso y difícil llevar el caso ante las autoridades, y menos en estos días de feria, las personas distinguidas han optado por abandonar el campo en vez de someterse a esta intolerable y mal entendida democracia.

***

– Los Caballeros de Colón y un gran número de jóvenes severamente uniformados, se colocaron en dos filas a los lados de la nave mayor.

Entraron sus Eminencias, sus Excelencias y sus Señorías, por orden riguroso, lentamente, y se colocaron a los lados del altar, en suntuosos sitiales. Luego pasaron las tres andas de madera tallada, donde sobre cojines de raso, resplandecían las coronas. Pasó primero la del Niño Jesús, conducida por pequeñuelos. Luego la de la Virgen María, en manos de distinguidas señoritas, y finalmente la cíe Señor San José, llevada por seis representantes del pueblo, elegidos entre las mejores familias.

Después de una misa pontifical, larga y solemnísima, se llevó a cabo la Coronación. El Legado Apostólico, representante de su Santidad, coronó al Niño Jesús. El Arzobispo de México a la Virgen María, y el Arzobispo de Guadalajara a Señor San fosé. En ese momento iodos los fieles estallaron en vivas al Santo Patrono, consagrado por doscientos años de devoción.

***

– En medio de todo este barullo siempre pasan cosas muy tristes, y a nosotros nos toca verlas, pues vivimos mero enfrente de la plaza. En una de tantas barracas, unas de frutas y otras inmundas, estaba la atracción del Indio Sahuaripa, Domador de Víboras, Escorpiones y Alacranes. Todo esto pintado con letras, figuras y colores horribles. Yo no me metí. Dicen que todo estaba lleno de coralillas, alicantes, cascabeles y malcoas.

Pues figúrese usted nomás que ayer en la tarde llegó un hombre del campo con una hocico de puerco metida en un costalillo para vendérsela al domador.

El Indio Sahuaripa agarró la culebra con toda confianza a la vista del público, diciendo que a las hocico de puerco no hay que tenerles miedo porque son muy mansitas… Y nomás se oyeron los gritos. La víbora le dio tres mordidas y el hombre se cayó al suelo retorciéndose.

No duró ni dos horas, aunque le pusieron el suero. El Municipio se hizo cargo y ahora lo enterraron. Dejó una viuda con tres muchachitos que no sabía qué hacer con aquel animalerío. Por fin llamaron a José Mentira, que es cazador de víboras, para que las matara a todas, las pelara y le vendiera los cueros al talabartero.

La viuda y los niños siguen viviendo en la barraca y son una lástima. Y todos nosotros aquí asustados, porque hasta ahora nadie ha dado con la hocico de puerco que se le fue viva de las manos al Indio Sahuaripa…

***

– Lástima que no pueda yo acordarme. Subió al pulpito un Monseñor muy viejito, que dijo… ora verán, a ver si puedo acordarme: "Oh Zapotlán, Zapotlán el Grande deja que yo corra el velo de tu historia…" Algo así por el estilo. Ojalá y alguien pudiera acordarse de todo lo que dijo, porque conoce la historia desde que vinieron los españoles. Nunca he oído un sermón tan bonito. Hasta mentó a los tlayacanques y dijo algo acerca de la tierra. Todos nos quedamos con la boca abierta, y a Juan Tepano le brillaron los ojos. Pero luego Monseñor como que se dio cuenta y se echó para atrás, y después de una pausa siguió hablando cíe la tierra, "pero de la tierra bendita de Zapotlán, que los misioneros sembraron con la palabra de Dios, y que en este día de la Coronación ha dado una cosecha de catolicismo ferviente". Juan Tepano inclinó la cabeza y a don Abigail, que estaba muy cerca de él, se le quitó un peso de encima. Alzó los ojos como dándole gracias a Dios y María Santísima de que a Monseñor no se le hubieran ido los bueyes…

***

La entrega de premios a los poetas laureados se hizo casi en familia. Estaba anunciada en el Teatro Velasco, pero no fue nadie; sólo unos desbalagados que nos preguntaron si iba a haber peleas de gallos.

En vista de lo cual, los miembros del Ateneo Tzaputlatena nos trasladamos a casa de don Alfonso, como si se tratara de una sesión rutinaria. Ni siquiera estaban todos los socios.

Cada quien leyó su poema, y los galardones fueron puestos en manos de los triunfadores por nuestras fieles Virginia y Rosalía. Los dos poetas de fuera se portaron muy gentiles y no echaron de menos el boato con que han sido recibidos en otras partes. El de aquí, que obtuvo el tercer premio, estaba realmente deprimido; éste es su primer triunfo y la musa inspiradora, esto es, su novia, brilló por su ausencia. Todos nos esforzamos por aplaudirlo y reanimarlo.

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