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– ¿De veras eso es fornicar? Yo creí que era otra cosa, que era algo así como quién sabe. Eso que usted dice quisiera hacerlo todos los días, pero no más lo hago una vez a la semana, cuando mucho. Ya ve usted, la ignorancia…
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A la orilla de los caminos, por todas las entradas de Zapotlán, se sientan las tipaneras envueltas en su rebozo, con el chiquihuite de sopes o la olla de tamales, para cambiarlos por mazorcas de maíz a los carreteros que vienen de las cosechas a la caída del sol. Algunas esconden también botellas de tequila y de ponche: una o dos mazorcas, según el trago.
Dicen que hay otras que acechan en lugares sombríos sin más mercancía que ellas mismas. Éstas son las más temibles para los agricultores, que deben valerse de gentes de confianza para evitar que sus cargamentos lleguen mermados por este trueque, mucho más costoso que los demás.
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– Con daga le puedo errar el jijazo, por algo son pandas. Los verduguillos son derechitos como espinas de huizache. Hay buenos cuchilleros en Sayula. Yo escogí un verduguillo ahora que estuve de pasada.
A veces les ponen figuras y letreros. Me dijeron que si le escribían mi nombre. Yo les dije: "Mejor póngale una mentada de madre". Y se rieron. Me costó caro. La hoja es de lima, todavía se le alcanzan a ver las rayitas. La cacha de ruedas de cuerno, una negra y otra güera. La punta está como ajuate.
Yo no le voy a decir nada. Ni le voy a saludar. Pero si él me dice: "¡Órale coyón!", se lo dejo ir en las costillas.
Así me decía antes, cuando éramos becerreros, y así me manda decir con los que vienen a San Gabriel: "Pregunten por el coyón, y díganle que cuándo se viene para Colija".
Y es que yo también me iba a ir para Colija de muchacho, pero me le rajé a medio camino, cuando encontramos al colgado.
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Pues ya estaría de Dios que no viera yo los primeros ni los últimos granos del maíz de mi cosecha.
Hoy sábado, al hacer la raya, le vendí a mi compadre Sabás el potrero con la labor en pie, en menos de lo que me costó. Ya habíamos empezado el corte de hoja, operación muy importante y que dejo sin describir, porque éste es el último de mis apuntes. Sea por Dios.
Resultó que aparte del peligro que hay por lo de la Comunidad Indígena, el Tacamo estaba en litigio entre dos hermanos. Y el que me lo vendió no era dueño de todo. Ayer me citaron en el juzgado, y yo no soy para esas cosas. Mi compadre, que es colindante, ya tenía pleito anterior con estos herederos y va a jugarse el todo por el todo. Al fin que él tiene mucha experiencia y muchos intereses que defender. Allá él.
Con lo que recibí, apenas me ajustó para pagar mis deudas y la renta de Tiachepa, que se la dejé al dueño como tierra de agostadero.
Vuelvo a mis zapatos. Por cierto que lo único positivo que saqué de esta aventura es la ocurrencia de un modelo de calzado campestre que pienso lanzar al mercado para sustituir a los guaraches tradicionales. A ver si tengo éxito y puedo pagar pronto la hipoteca de la casa…
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– Me acuerdo de aquel vale Leónides como si orita lo estuviera viendo con sus calzones de manta con alforzas, el ceñidor solferino muy bien trincado, el sombrero tic palma con toquilla de gamuza y los guaraches gruesos de garbancillos. Me decía: "¡Órale coyón!"
Y se me quedó el Coyón. Yo andaba con guaraches de horcapollo, como los que traigo, el ceñidor desteñido y sombrero de soyate. Los dos éramos becerreros en San Gabriel, y el año que nos íbamos a ir para Colija, tres veces los becerros se mamaron las vacas. Se abría de noche la puerta del corral como adrede, y cuando llegaban los ordeñadores en la madrugada, ái están las vacas con las ubres pachichis y los becerros bien timbones.
La última vez ya no quisimos esperar la sanjuaniada y nos fuimos para Cotija sin avisar, cada quien con su tambache. Aquél tenía un tío que trabajaba en los quesos, y nos fuimos a menear el suero para hacer el requesón. Caminamos todo el día. Aquél dijo que sabía el camino, y seguro lo supo porque llegó. Yo me devolví en la noche, después de que encontramos al colgado.
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– Como era natural, este año se han multiplicado las danzas. Los agricultores se quejan porque todos los cortes de hoja están muy retrasados. Los gañanes, después de todo un mes de estar ensayando, no pueden con el trabajo y hacen, cuando mucho, medias tareas. Pero quién les va a quitar las ganas de bailar. Los que más abundan son, como siempre, los Sonajeros. Pero ahora han salido también Mecos, Pastores y Retos. A mí lo que más me gustó es ver otra vez los Paistes, que según creo, es la danza más antigua, porque hablan de ella los primeros cronistas. Los que la bailan no llevan, como los demás danzantes, tantos hilachos, plumas, paliacates, espejitos y cuentas de colores. En realidad, ni parecen gentes. Parecen monos de hoja. Desde la cabeza a los pies van cubiertos de heno y no se les ven ni cara, ni manos, ni pies. Miran a través de las tupidas hebras de zacate y se bambolean lentamente, como árboles, y sus pasos son pequeños y muy medidos. Mero arriba se les ve una angosta máscara de palo, y como la llevan encima de la cabeza con un mechón de cabellos, parecen altísimos. A mí de chico me daban miedo porque parecen brujos. Pero ahora, si yo fuera juez del concurso de danzas, les daba el primer premio a los Paistes.
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– Lo que son las cosas, eso de suprimir casi todos los festejos profanos ha dado malos resultados. A los jóvenes les faltan distracciones y allí los tiene usted que todas las noches, después de la serenata, se van a los retadles, a la perdición, como quien dice. Más valía que se la pasaran bailando con muchachas decentes. Y los señores de edad, peor tantito, véalos usted en las partidas y en las redinas, jugando albures y yéndole a la ruleta. Nunca había habido tantos desplumaderos para ricos y pobres. "¡Esos rayueleros que se la quieran jugar, cinco tiradas por cinco les voy a dar!" "¡Aquí está el trompito inglés, que con uno se sacan diez!" "¿Dónde quedó la bolita?" Yo vi una pobre mujer que se puso a llorar después de que perdió un peso adivinando dónde había quedado la bolita…
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– Cállese Laurita, todos andan vueltos locos y no salen de por allá. Con eso de que trajeron dizque unas muchachas nuevas de Tamazula…
– ¡Válgame Dios! Cuanta vieja se mete aquí de sinvergüenza, luego dice que es de Tamazula. Como si aquí no las hubiera, y con más ganas de darse a la perdición.
– jAy, Laurita, perdóneme! No me acordaba que usted es de Tamazula.
– Y a mucha honra. Lo que pasa es que somos menos hipócritas, pero para que usted se lo sepa, aquí hay mucha más corrupción que allá. Somos más alegres y más bien dadas, por eso tenemos fama, pero hasta ái nomás.
– Por amor de Dios, Laurita, fue una equivocación…
– Lo que pasa es que todas aquí son unas moscas muertas, unas viejas troyas…
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Por un lado está bien, pero por otro está mal. La iglesia prohibe las corridas de toros en los días del Novenario, pero el Municipio las permite. Antes se llamaban "las Nueve Corridas de Señor San José". Ahora ya no se llaman así, pero da lo mismo. Este año hemos tenido toro de once, por la mañana, y de entrada gratuita, precedida por el gran convite que le dicen "suelta de caja" porque mero adelante van tocando el pito y el tambor, seguidos de mojigangas. Luego van dos hileras de charros a caballo que resguardan los toros o vacas bravas, rodeados de cabestros. Detrás va un carro de mulas adornado con ramas verdes y banderas de papel, que conduce uno o dos barriles de ponche de granada con pólvora y alumbre, para que haga mejores efectos. Y lo único que se necesita es llevar un jarro y abrir la llave: tu boca es medida.
El convite está a cargo de las comunidades locales de obreros, campesinos y artesanos, o de las peregrinaciones de fuera, que toman a su cargo un día del Novenario. Todos se esfuerzan por lucirse y la generosidad llega a veces a verdaderos extremos. Los de Tamazula, por ejemplo, sacaron ahora tres carros con ponche distinto, de guayabilla, de zarzamora y de pina, y emborracharon a media población.
Ya en la plaza, que huele a madera recién cortada a petates verdes y a sogas de lechuguilla, todos se lanzan al ruedo, porque el que no anda perdido está a medios chiles. Es un desorden espantoso. Unos jinetean y otros torean con la cobija a los bueyes que sacan. La gente se divierte mucho y aplaude a los que logran aguantar dos o tres respingos. Muchos caen y ya no se levantan; golpeados y borrachos, sufren pisotones de toros y toreros.
Por la tarde es la corrida formal. Este año, como casi todos los últimos, trajeron a Pedro Corrales con su cuadrilla de maletas. Hay que verles los trajes de luces, tienen más remiendos que bordados. El único que sirve es el payaso, que baila muy bien y hace suertes.
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– Aquel vale Leónides caminaba aprisa, trotando de lado como coyote. Y sabía ver desde lejos. A veces, cuando uno de los luceros nos prestaba la chíspela, salíamos a buscar güilotas. Yo iba pelando los ojos sin ver nada, cuando aquél me decía: "¡Órale coyón, no hagas ruido, que ese mezquite está cargado de güilotas". Yo me quedaba parado y aquél se arrastraba hasta cerca del mezquite y se nimbaba dos o tres de un tiro. Nos las comíamos asadas, y cuando no había güilotas, les tirábamos a los zanates de pecho amarillo. Nomás que aquel vale nunca me dejaba tirar.
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Concha de Fierro siempre estaba triste. Desde lejos venían los hombres atraídos por el run run: "Yo le quito los seis centavos porque tengo lo que tengo y ella tiene por dónde". Bailaban primero y luego se echaban sus copas. "¿Vamos al cuarto?" Y volvían del cuarto acomplejados: