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– ¿Y tú? -pregunté-, ¿tú sí tienes corazón?

– No lo sé. Me siento confusa.

Me levanté sin decir palabra y salí de la estancia. Tomé la puerta y me largué a la calle. Frente a la casa, en mitad de la calzada, ardía una pira verbenera. Se oían explosiones y relampagueaban en el cielo los cohetes; sonaban charangas, circulaban en todas direcciones gentes vestidas de gala, cubiertos algunos con antifaces y máscaras. Sumido aún en una sustancial estupefacción, recorrí la ciudad entre el bullicio general y di con mis pasos en las Ramblas, que parecían una sala de baile, un circo y un manicomio. Había grupos bullangueros de ciudadanos, provistos de toda clase de ruidosos instrumentos, enjambres de soldados bailaban en corros, una infinita riada de cabezas cubiertas de sombreritos de papel. Hasta los policías de turno cantaban y arrojaban petardos al paso de las mozas de la vida. Iba yo contemplando aquel alegre espectáculo de la ciudad en fiestas, anonadado y fuera de mí, cuando una mano se posó en mi hombro con tal fuerza que me hizo doblar las rodillas.

– ¡Javier, tú por aquí! -oí que me gritaban, pues el jolgorio era ensordecedor.

Al principio no reconocí al individuo que me había propinado el manotazo, ya que se ocultaba tras una grotesca narizota de cartón. Luego lo identifiqué.

– ¡Perico Serramadriles!

– Qué, ¿de fiesta? -tenía los ojos enrojecidos y vidriosos y su aliento apestaba a vino.

– Ca, hijo, si yo te contara…

– ¿Qué te sucede? Llevas cara de funeral. Cuéntame.

– No quisiera interrumpir tu celebración. ¿Vas acompañado?

– Sí; una panda fetén y unas modistillas de las que algo espero, a decir verdad.

Señaló hacia un grupo que brincaba y chillaba. Las chicas, muy jóvenes, de aspecto sano, coloradotas y rollizas, remedaban un cómico can-can, levantándose las faldas hasta las rodillas y frunciendo los labios en una mueca vulgar y provocativa.

– Ve con tus amigos, Perico, no te quiero aguar la fiesta.

– Bah, déjalos, ya los encontraré más tarde. Espera que quede con ellos y me reúno contigo en un minuto.

Conferenció con el más sereno de los danzantes, arrojó un beso general a las chicas y volvió junto a mí.

– Ahora cuéntamelo todo, Javier. Siempre fuimos amigos, aunque últimamente me tienes un tanto arrinconado.

– Es verdad, pero no hablemos en la calle. Vayamos a un lugar más tranquilo, ¿quieres? Te invito a un trago.

Buscamos un local donde el estrépito fuera menor y encontramos una triste taberna medio vacía, donde sólo dos borrachos, vestidos con raídos uniformes de veteranos de la guerra de Cuba, tarareaban por lo bajo, estrechamente abrazados para no caer, haciendo vaivenes por entre las mesas. Nos sentamos en un rincón y pedimos una botella de vino y dos vasos. El primer sorbo me produjo náuseas, porque no había comido nada desde el mediodía, pero poco a poco el vino fue asentándose en el estómago y empecé a sentirme mejor, más seguro de mí mismo y más capaz de enfrentarme a la vida.

– Ay, Perico, hoy -empecé- me han dado un disgusto de muerte.

– ¿Y eso?

– He sabido que mi mujer está liada con otro.

– ¿Tu mujer? ¿Quieres decir María Coral?

– Naturalmente.

– Vaya, hombre, ¿y ésa es la causa de tu tristeza?

– ¿Te parece poco?

Me miró como si estuviera viendo un aparecido.

– No, chico, es…, es que yo creí que lo sabías.

– ¿Que sabía el qué?

– Eso…, lo de tu mujer y Lepprince.

– ¡Atiza! ¿Lo sabías tú?

– Bueno, Javier, lo sabe todo Barcelona.

– ¿Todo Barcelona? ¿Y cómo no me lo dijiste?

– Creíamos que tú lo sabías cuando te casaste. ¿Quieres decir que no te has enterado hasta hoy? ¿Lo dices en serio?

– Te lo juro por mi madre, Perico.

– ¡Ésta sí que es buena! Mozo, más vino.

El mozo trajo más vino. Bebíamos a gollete.

– ¿Y tampoco te has enterado de lo del Casino? Si hasta lo trajo la prensa. Sin citar nombres, claro, pero con alusiones muy directas. La prensa de izquierdas, por supuesto.

– ¿Lo del Casino?

– Ya veo que estás en Babia. Lepprince abofeteó públicamente a su…, a tu mujer en el Casino del Tibidabo. Ella trató de clavarle un puñal que llevaba escondido en el bolso. La policía estuvo en un tris de detenerla si no lo llega a impedir Cortabanyes.

– ¿Esto sucedió? ¡Dios mío! ¿Y por qué le pegó Lepprince? ¿Qué había hecho ella?

– No lo sé. Cuestión de celos, probablemente.

– ¿O sea que hay otro?

– Digo yo… No van a ser celos de ti, con perdón.

– Deja, ya lo puedes decir, ¿qué más me da ya lo que digas tú, si debo de ser el hazmerreír de todos los corrillos?

– No tanto, Javier. La mayoría te tiene por un sinvergüenza y nadie sospecha que ignorabas la verdad.

– Menos mal.

Hacía rato que los borrachos cantores roncaban en el suelo. Fuera, en la calle, continuaba la algarabía. Perico me puso la mano en el antebrazo.

– Había pensado mal de ti, Javier. Perdóname.

– No tienes por qué disculparte. Al fin y al cabo, es un favor que me hacías: yo preferiría ser un sinvergüenza sin dignidad que un estúpido consentido.

– No te pongas triste. Todo tiene solución.

– Tal vez, pero no veo cuál puede ser la solución a mi problema.

– Ya la pensarás mañana. ¿Sabes qué vamos a hacer esta noche? Corrernos un juergazo. ¿Te animas?

– Sí; me parece una medida muy sabia.

– Pues no hablemos más. Paga y vamos a divertirnos. Nos reuniremos con mis amigotes. Ya verás tú qué panda más fenomenal… y qué golfas nos hemos agenciado.

Pagué y salimos. A codazos nos abrimos paso entre el gentío. Siguiendo a Perico Serramadriles, que se volvía de vez en cuando y me hacía gestos de autómata para que avanzara más aprisa, llegué frente a una lóbrega casa del Arco de Santa Eulalia. La puerta de la calle estaba abierta y Perico se metió y yo me metí detrás de él. Prendimos una cerilla e iniciamos el ascenso por una escalera de peldaños altos, estrechos y gastados. No sé yo cuántas vueltas dimos ni cuánto tiempo invertimos ni cuántas cerillas gastamos hasta llegar a una azotea iluminada pobremente por farolitos japoneses y adornada con guirnaldas de papel en la que se hallaban congregados los amigos de Serramadriles. Eran unos siete hombres y cuatro mujeres; doce en total contándonos a nosotros dos. Los hombres atravesaban la fase somnolienta de la borrachera y las mujeres, en cambio, habían alcanzado el punto más alto de la euforia, de modo que se abalanzaron sobre nosotros apenas nos vieron desembocar en la azotea y empezaron a tirarnos de los brazos y de las chaquetas para que bailásemos con ellas.

– Niñas, niñas -decía Perico entre carcajadas-, ¿cómo queréis bailar si no hay música?

– Nosotras cantaremos -decían las chicas, y se ponían a cantar a grito pelado, cada una a su aire, saltando y corriendo y haciendo rodar a Perico Serramadriles como un eje de rueda. Una de las chicas me rodeó la cintura con sus brazos y se pegó a mí, juntando su boca con mi barbilla y mirándome a los ojos con fijeza de demente.

– ¿Tú quién eres? -me preguntó.

– Soy el mayor cornudo de Barcelona.

– Huy, qué chistoso. ¿Cómo te llamas?

– Javier, ¿y tú?

– Graciela.

Graciela era muy maternal: me dio de beber como si diera el biberón a un infante y después de cada trago me arrullaba contra sus pechos recauchutados. Uno de los borrachos adormecidos se arrastró hasta donde estábamos y metió la mano por debajo de la falda de Graciela, que movió las caderas como si espantara moscas con la cola. Ni un momento dejaba de reírse y me contagió su buen humor. Me agaché hasta el borracho y le quité la máscara con que se cubría: apareció un cuarentón enfermizo y mísero que forzó una sonrisa desdentada.

– Qué piernotas más duras, ¿eh? -le dije por decir algo.

– Ya lo creo -contestó señalando hacia el lugar donde reposaba su mano que imaginé engarfiada a una pantorrilla áspera y tensa-. Y qué panorama se divisa. Venga, venga.

Me tendí junto al borracho y miramos ambos por debajo de la falda de Graciela. No se veía nada, salvo una negra campana habitada por sombras opulentas.

– Me llamo Andrés Puig -dijo el borracho.

– Y yo Javier -le respondí-. Soy el mayor cornudo de Barcelona.

– Oh, qué interesante.

– ¿Vais a pasaros ahí la noche? -preguntó Graciela, cansada de nuestras prospecciones.

– Mi mujer, ¿sabe usted?, es un caso raro: conmigo, nada… ¿Entiende? Nada.

– Nada -repitió el borracho.

– En cambio, con los demás…, ¿sabe lo que hace con los demás?

– Nada.

– Todo.

– ¡Qué suerte! Preséntemela.

– No faltaría más. Ahora mismo.

– No podría. Estoy tan borracho que no podría.

– ¡Quite, hombre, quite! Mi mujer es de las que resucitan a los muertos.

– ¿De veras? Cuente, cuente.

– Le diré cómo la conocí: ella trabajaba en un cabaret. El peor cabaret del mundo entero. Salía desnuda, cubierta con grandes plumas de colores. Dos forzudos la tiraban al aire y la recogían y a cada volatín se le desprendía una pluma. Al final del número se la veía absolutamente.

– ¿Se la veía absolutamente ?

– ¿No se lo acabo de decir? Absolutamente .

– Madre mía. Menuda pájara debe de ser.

– Para qué le voy a contar.

De aquella noche recuerdo haberme peleado con Andrés Puig, el borracho, por la exclusividad de los favores de Graciela y haber vencido. Recuerdo las dudas de la chica ante mis ruegos y mis atrevimientos («Por Dios, aquí no») seguidas de una turbada decisión sin que mediara insistencia («Vamos a mi casa; mis padres duermen»), a la que, inconsecuentemente, no hice ningún caso. Recuerdo que me bebí los fondos de todas las botellas y que derroché verborrea, con lo cual me quedé tranquilo.

Clareaba cuando llegué a casa. Al salir no tenía intención de regresar nunca jamás, pero mis pasos me condujeron inconscientemente al hogar. Iba muy contento, silbando un cuplé, cuando, al abrir la puerta, una siniestra vaharada me hizo retroceder hasta el otro extremo del descansillo. Más tarde comprendí que sólo el hecho de llevar todavía puesta la narizota de cartón me había salvado de una muerte cierta por intoxicación letal. Empecé a bajar las escaleras como un desesperado, pero de súbito se hizo la luz en mi cerebro, torné a subir, aspiré hondo y penetré en la casa. Creí desvanecerme. Apenas se distinguían los muebles, tan densa era la niebla. Me faltaba la respiración. Alcancé una ventana y rompí el cristal de un puñetazo. Era insuficiente: corrí al otro extremo del pasillo y rompí otro cristal para establecer corriente de aire. Luego cerré la espita del gas y me precipité en el cuarto de María Coral. Ésta yacía en la cama, con su larga cabellera esparcida sobre la almohada. Tenía puesto el mismo camisón que llevaba la primera noche que dormimos juntos, allá en el balneario, tan lejana ya y tan dolorosa en la memoria.

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