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Sin embargo, no era momento de meditación. Envolví a María Coral en una colcha, cargué su cuerpo en mis brazos debilitados por la orgía y con esfuerzo sobrehumano bajé las escaleras y salí a la calle. El aire fresco de la madrugada me despabiló. Busqué un coche de punto sin resultado. Las calles estaban desiertas. En la encrucijada humeaban las brasas de la fogata extinta. De la esquina, rompiendo la bruma matutina que serpenteaba desde el puerto hacia la montaña, surgió un landó tirado por dos caballos blancos. Intercepté su paso y se detuvo. Hablé con el cochero y le pedí que nos condujera sin demora al hospital. Era una cuestión de vida o muerte, argüí abrigando la esperanza de que María Coral no hubiera expirado todavía. El cochero me dijo que subiera. En el interior del landó había un hombre despatarrado, con capa y chistera.

– Suba tranquilo, ése ni se entera -dijo el hombre del pescante señalando a su amo con el látigo.

Subí y deposité a María Coral en el asiento delantero; ocupando yo el del señor dormido, al que aparté sin contemplaciones: el caso requería decisión. Apenas me hube sentado, el cochero arreó a los caballos y el landó partió a la carrera. El señor abrió los ojos y los fijó en mi narizota de cartón.

– Qué, de parranda, ¿eh?

Yo señalé el cuerpo de María Coral envuelto en la colcha. El señor de la capa y la chistera observó el cuerpo con detenimiento, contrajo el rostro abotargado en una mueca de inteligencia y me dio un codazo.

– ¡Vaya coca, nano! -exclamó antes de dormirse de nuevo.

VII

Apenas hacía dos horas que me había separado de Perico Serramadriles cuando nos volvimos a encontrar de forma tan fortuita como la primera vez, aunque más chocante: yo aguardaba en un pasillo del hospital el diagnóstico del médico, que preveía fatal, y él se había descalabrado al rodar por una escalera en estado etílico. Llevaba la cabeza vendada y el rostro irreconocible por las magulladuras. Su compañía fue para mí un sedante. Nos sentamos en una banqueta, fumamos los últimos pitillos que le quedaban y vimos salir el sol tras las cristaleras y transcurrir las horas y deambular pasillo arriba, pasillo abajo, todas las formas del dolor humano.

– En cierta medida, Javier, te tengo envidia. Tú has logrado esa intensidad emocional que hace que la vida no sea una cosa monótona y nauseabunda.

– Esa intensidad emocional, como tú la llamas, no me ha proporcionado sino disgustos. No creo ser un personaje envidiable, francamente.

– Pues, aun con todo lo que sé de ti, pienso que me cambiaría gustoso. Aunque todo esto es una solemne tontería, porque las cosas son como son y a nadie le gusta su vida…

– Sí, y es la única que necesariamente ha de vivir.

Pasó un médico joven, con una bata blanca llena de lamparones sangrientos.

– Me he roto la cabeza -dijo Perico Serramandriles.

– Ya le han curado, ¿no?

– Sí, vea usted.

– Entonces váyase a casa. Esto no es un casino.

– Está bien, ya me voy -respondió el fracturado.

– ¿Y usted, qué se ha roto?

– Nada. Mi mujer ha sufrido un accidente y espero el resultado de la intervención.

– Bueno, quédese, pero no entorpezca el paso de las camillas. ¡Bonita noche! A todo le llaman celebrar la verbena.

Y se alejó maldiciendo y haciendo aspavientos.

– He de irme -dijo Perico Serramadriles-. Llamaré luego a tu casa para saber cómo ha ido todo. Ten valor.

– No sabes cuánto agradezco tu compañía.

– Déjate de cumplidos y ven a vernos un día por el despacho.

– Te doy mi palabra. ¿Cómo sigue Cortabanyes?

– Igual que siempre.

– ¿Y la Doloretas?

– Ah, ¿no lo sabes? Está muy enferma.

– ¿Qué tiene?

– No lo sé. La visita un médico centenario, que si acierta en la medicación será por puro milagro.

– Me pregunto de qué vivirá ahora, sin sus chapuzas.

– Cortabanyes le pasa unos céntimos de vez en cuando. ¿Por qué no le haces una visita? Le darás un alegrón. Ya sabes que te quería como a un hijo.

– Descuida, que así lo haré.

– Adiós, Javier, y mucha suerte. Ya sabes dónde me tienes, a tu disposición.

– Gracias, Perico. Nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

Se fue Perico Serramadriles y el tiempo transcurrió con mayor lentitud. Por fin apareció un médico que me hizo pasar a un despacho destartalado.

– ¿Cómo está, doctor?

– Se ha salvado de milagro, pero se halla en un estado sumamente critico. Necesita cuidados y un gran cariño. Ya sabe usted que hay enfermedades cuya curación depende más de la voluntad del paciente que de los recursos de la ciencia. Éste es un caso claro.

– Sí, me hago cargo.

– Dígame la verdad, ¿está usted seguro de que se trata de un accidente fortuito?

– Completamente seguro.

– ¿Su vida sentimental es… del todo normal? ¿No hay diferencias entre ustedes dos?

– Oh, no, doctor. No hace ni un año que estamos casados.

– Sin embargo, me pareció deducir que usted estaba celebrando la verbena fuera de casa mientras ella permanecía sola, ¿no es así?

– Le dolía la cabeza y yo tenia que asistir a una fiesta de compromiso. Nos separamos con pena, pero sin malos entendidos. Le repito que fue un accidente. Incomprensible, lo reconozco, pero así son todos los accidentes.

Llamaron al doctor, porque no cesaba el flujo de víctimas de la juerga, y así quedó zanjado el asunto. A eso de mediodía apareció Max.

– Señor Lepprince dice: cómo está la señora.

– Dile al señor Lepprince que mi mujer está bien.

Agradecí a Lepprince la delicadeza de no haberse personado en el hospital, pero pensé que habría sido más apropiado enviar a otro emisario.

– Señor Lepprince dice: él costea los gastos.

– Dile al señor Lepprince que no deseo tocar este punto por el momento. ¿Algo más?

– No.

– Entonces vete, por favor, y dile al señor Lepprince que, si hay novedades, yo se las haré saber.

– Entiendo.

En los días sucesivos no supe de Lepprince ni de sus hombres, salvo una breve visita del señor Follater, que trajo una cajita de bombones, nos contó la enfermedad que años atrás había padecido su mujer y manifestó que la empresa entera rezaba por la pronta curación de mi señora esposa. Pero todo esto pasó después. Aquella mañana, ya el sol bien alto, volvió a convocarme el médico y me preguntó si deseaba ver a María Coral. Dije que sí. Añadió el doctor que no le hablase ni la tocase y me hizo pasar a una sala por cuyas ventanas entraban rayos de luz. La sala era muy alta de techo, larga y estrecha como un vagón de tren y contenía una doble hilera de camas. En cada cama reposaba un enfermo. Reinaba un silencio aparente, que los gemidos, ayes y resuellos acentuaban. Avanzamos entre la doble hilera y el doctor me señaló una cama entre todas. Me aproximé y vi a María Coral: su tez se había vuelto amarillenta, casi verdosa; las manos que asomaban por encima del cobertor parecían las patas de un pájaro muerto; su respiración era lenta y desacompasada. Sentí un nudo en la garganta e hice señas al médico indicando que deseaba salir. Una vez en el pasillo, me dijo:

– Es conveniente que vaya usted a casa y trate de dormir. La convalecencia será larga y acaparará sus energías.

– Quisiera quedarme aquí. No estorbaré.

– Comprendo su ansiedad, pero debe seguir mis prescripciones. Hágalo por ella.

– Está bien. Le dejaré anotado mi teléfono. Llámeme sin vacilar.

– Descuide usted.

– Y gracias por todo, doctor.

– No hice más que cumplir con mi deber.

En mi vida, tan llena de traiciones y falsedades, aquella personalidad magnánima fue como un faro en un mar tenebroso.

La casa vacía me constriñó el corazón. Recorrí los aposentos, acaricié los muebles y grabé uno por uno los objetos minúsculos que personalizaban nuestra morada en mi mente, asociando un recuerdo a cada uno. Me preguntaba qué sucedería ahora, qué giro insólito iban a tomar nuestras vidas. E indagaba con angustia las causas que podían haber impulsado a María Coral al suicidio. Pronto habría de despejarse la incógnita. Aquella misma tarde, después de haber descabezado un sueño fugaz e inquieto, me lavé y afeité y acudí de nuevo al hospital. El ambiente no era el mismo: los pasillos estaban desiertos, los médicos charlaban pausadamente, alguna que otra monjita se deslizaba en la penumbra de las galerías portando una bandeja con frascos e instrumental. El hospital había perdido su aire de mercado y vuelto a la atmósfera académica y gravé de la normalidad. Encontré al doctor en su despacho. Me informó del estado de María Coral, satisfactorio, y me permitió visitarla rogándome que fuera prudente y que tratase, a toda costa, de inyectarle optimismo. Entré solo en la nave de los pacientes y con paso temeroso me aproximé a la cama de mi mujer. María Coral tenía los ojos cerrados, pero no dormía. La llamé por su nombre, me miró y esbozó una sonrisa.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunté muy bajo.

– Cansada y con malestar en el estómago -respondió.

– El médico dice que pronto estarás como antes.

– Ya lo sé. Y tú, ¿cómo estás?

– Bien. Un poco asustado todavía.

– Te debiste llevar una gran impresión, ¿verdad?

Fijé la mirada en el suelo para que no viera las lágrimas que brotaban incontenibles. Recordé que tenía que dar ánimos a la enferma y pensé una broma.

– Este mes nos costará una fortuna la factura del gas.

– No menciones el gas, por el amor de Dios. ¿Cómo puedes ser tan bruto?

– Perdona, sólo quise hacer un chiste.

– ¿Y a santo de qué tenemos que hacer chistes ahora?

– El médico dijo…

– Déjales que digan. No saben nada de nada. Nosotros tenemos cosas más importantes de qué hablar.

– ¿Ah, sí?

María Coral volvió a caer en un estado de postración que me alarmó. Pero sólo duró unos segundos. Volvió a mirarme con la fijeza propia de los moribundos.

– Javier, ¿tú me quieres?

Con gran asombro por mi parte, pues creía conservar intactas mis dudas de antaño -aquellas dudas que tanto habían escandalizado a Perico Serramadriles cuando le comuniqué mi próxima boda- las palabras salieron solas.

– Sí -dije-, siempre te he querido. Te quise la primera vez que te vi, ahora te quiero más que nunca y te querré siempre, sea cual sea tu conducta, hasta el día de mi muerte.

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