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SEGUNDA PARTE

I

Eran las nueve y media de una noche desapacible de diciembre y se había desencadenado una lluvia sucia. Rosa López Ferrer, más conocida por Rosita «la Idealista», prostituta de profesión, dos veces detenida y encarcelada (una en relación con la venta de artículos robados y otra por encubrimiento de un sujeto buscado y posteriormente detenido por actos de terrorismo), hizo un buche con el vino y lo expelió ruidosamente rociando a un parroquiano de la taberna que la contemplaba en silencio desde hacía rato.

– ¡Cada día echáis más agua y más sustancias en este vino, cabrones! -chilló a pleno pulmón increpando al dueño de la taberna.

– ¿No te jode, la señora marquesa? -respondió el tabernero, imperturbable, después de cerciorarse de que nadie, aparte del silencioso parroquiano, había sido testigo de la denuncia.

– Modere sus palabras, caballero -terció el silencioso parroquiano.

Rosita «la Idealista» lo miró como si no hubiese reparado antes en su presencia, aunque el silencioso parroquiano llevaba más de dos horas agazapado en un taburete bajo sin quitarle los ojos de encima.

– ¡Nadie te da vela en este entierro, rata! -le espetó Rosita.

– Con su permiso, sólo quería restablecer la justicia -se disculpó el parroquiano.

– ¡Pues vete a restablecer lo que quieras a la puta calle, mamarracho! -dijo el tabernero asomando medio cuerpo por encima del mostrador-. Insectos como tú desprestigian el negocio. Llevas aquí toda la tarde y no hiciste un céntimo de gasto; eres tan feo que das miedo a los lobos, y, además, apestas.

El parroquiano así denostado no reveló más tristeza de la que ya naturalmente desprendía su figura.

– Está bien, no se ponga usted así. Ya me voy.

Rosita «la Idealista» se compadeció.

– Está lloviendo, ¿no llevas paraguas?

– No tengo, pero no se preocupen por mí.

Rosita se dirigió al tabernero, que no apartaba los ojos iracundos del parroquiano.

– No tiene paraguas, tú.

– ¿Y a mí que más me da, mujer? El agua no le hará daño.

«La Idealista» insistió:

– Déjale que se quede hasta que amaine.

El tabernero, bruscamente desinteresado por aquel asunto, se encogió de hombros y volvió a los quehaceres habituales. El parroquiano se dejó caer de nuevo en el taburete y reanudó la contemplación muda de Rosita.

– ¿Has cenado? -le preguntó ella.

– Todavía no.

– ¿Todavía no desde cuándo?

– Desde ayer por la mañana.

La bondadosa prostituta robó un pedazo de pan del mostrador aprovechando el descuido del tabernero y se lo dio al parroquiano. Luego le tendió una fuente que contenía rodajas de salchichón.

– Coge unas cuantas ahora que no nos mira -le susurró.

El parroquiano hundió el puño en la fuente y en esa sospechosa actitud los sorprendió el dueño del establecimiento.

– ¡Por mi madre que te parto el alma, ladrón! -aulló.

Y ya salía de detrás del mostrador blandiendo un cuchillo de cocina. El parroquiano se refugió detrás de Rosita «la Idealista», no sin antes haberse metido en la boca los trozos de salchichón.

– ¡Quítate de ahí, Rosita, que lo rajo! -gritaba el tabernero, y habría cumplido sus amenazas de no haberle interrumpido la entrada de un nuevo y sorprendente parroquiano. Era éste un hombre de mediana estatura y avanzada edad, enjuto, de pelo cano y semblante grave. Vestía con elegancia y su aspecto, así como la calidad y el corte de las prendas que llevaba, denotaban su posición adinerada. Venía solo y se detuvo en el vano de la puerta observando con curiosidad el local y sus ocupantes. Se advertía que no tenía costumbre de visitar lugares de semejante categoría, y el tabernero, Rosita y el parroquiano supusieron que el recién llegado buscaba cobijo de la lluvia, pues traía calados el gabán y el sombrero.

– ¿En qué puedo servirle, señor? -dijo el tabernero, solícito, escondiendo el cuchillo bajo el delantal y avanzando encorvado hacia la puerta-. Sírvase pasar, hace una noche de perros.

El recién llegado miró con desconfianza al tabernero y a su delantal, del que sobresalía la punta brillante y afilada del tajadero, avanzó unos pasos, se despojó del abrigo y el sombrero, que colgó de un gancho grasiento y luego, sin más preámbulos, se dirigió decididamente hacia el asustado parroquiano, a quien acababa de salvar con su aparición providencial.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó.

– Nemesio Cabra Gómez, para servir a Dios y a usted.

– Pues ven conmigo a una mesa donde nadie nos moleste. Tenemos que hablar de negocios.

El tabernero se acercó humildemente al recién llegado.

– El señor me perdonará, pero este hombre acaba de robarme un salchichón y yo, considerando que son ustedes…

El recién llegado midió al tabernero con semblante adusto y sacó del bolsillo unas monedas.

– Cóbrese de ahí.

– Gracias, señor.

– Traiga cena para este hombre. No, a mí no me traiga nada.

Nemesio Cabra Gómez, que había seguido el curso de los acontecimientos sin perder detalle, se frotó las manos y aproximó su rostro macilento al de «Rosita la Idealista».

– Un día de estos seré rico, Rosita -le dijo en voz muy queda-, y juro ante la Virgen de la Merced que cuando llegue ese día te retiro y te pongo a vivir una vida decente:

La generosa prostituta no daba crédito a lo que veían sus ojos. ¿Se conocían aquellos dos seres tan heterogéneos?

Perico Serramadriles agitó delante de mis ojos un carnet del Partido Republicano Reformista. Era el quinto partido al que se afiliaba mi compañero de trabajo.

– Vete tú a saber -me dijo-, vete tú a saber lo que harán con nuestras cuotas.

Perico Serramadriles tenía ganas de conversación y yo muy pocas. A mi vuelta de Valladolid me había reintegrado al despacho de Cortabanyes con la tácita aquiescencia de éste, que tuvo la delicadeza de no hacer ningún comentario a lo que a todas luces constituía un fracaso estrepitoso y vergonzante. La readmisión estuvo presidida por una apatía que encubría el afecto y lo sustituía con ventaja.

– Mira, chico, el proceso es tan simple como todo esto: te haces miembro de un partido, el que sea, y empiezan: «Paga por aquí, paga por allá, vota esto, vota aquello.» Y luego van y te anuncian: «Ya hemos jodido a los conservadores, ya hemos jodido a los radicales.» Y yo me pregunto, ¿tanto cuento, para qué? Uno sigue igual un día y otro día, los precios suben, los sueldos no se mueven.

Perico Serramadriles, siguiendo el vaivén de los acontecimientos, se había vuelto revolucionario y quería saquear los conventos y los palacios, del mismo modo que dos años atrás exigía una intervención armada para poner fin con hierro y fuego a las huelgas y los alborotos.

A decir verdad, la situación del país en aquel año de 1919 era la peor por la que habíamos atravesado jamás. La fábricas cerraban, el paro aumentaba y los inmigrantes procedentes de los campos abandonados fluían en negras oleadas a una ciudad que apenas podía dar de comer a sus hijos. Los que venían pululaban por las calles, hambrientos y fantasmagóricos, arrastrando sus pobres enseres en exiguos hatillos los menos, con las manos en los bolsillos los más, pidiendo trabajo, asilo, comida, tabaco y limosna. Los niños enflaquecidos corrían semidesnudos, asaltando a los paseantes; las prostitutas de todas las edades eran un enjambre patético. Y, naturalmente, los sindicatos y las sociedades de resistencia habían vuelto a desencadenar una trágica marea de huelgas y atentados; los mítines se sucedían en cines, teatros, plazas y calles; las masas asaltaban las tahonas. Los confusos rumores que, procedentes de Europa, daban cuenta de los sucesos de Rusia encendían los ánimos y azuzaban la imaginación de los desheredados. En las paredes aparecían signos nuevos y el nombre de Lenin se repetía con frecuencia obsesiva.

Pero los políticos, si estaban intranquilos, lo disimulaban. Inflando el globo de la demagogia intentaban atraerse a los desgraciados a su campo con promesas tanto más sangrantes cuanto más generosas. A falta de pan se derrochaban palabras y las pobres gentes, sin otra cosa que hacer, se alimentaban de vanas esperanzas. Y bajo aquel tablado de ambiciones, penoso y vocinglero, germinaba el odio y fermentaba la violencia.

Contra este paisaje desolado se recortaba la imagen de Perico Serramadriles aquella oscura tarde de febrero.

– ¿Sabes lo que te digo, chico? Que los políticos sólo buscan medrar a nuestra costa -dijo moviendo afirmativa y gravemente la cabeza para corroborar tan original observación.

– ¿Y por qué no te das de baja? -le pregunté.

– ¿Del Partido Republicano?

– Claro.

– Oh -exclamó desconcertado-, ¿y en cuál me apunto? Todos son iguales.

En cuanto a mí, ¿qué puedo decir? Todo aquello me traía sin cuidado, indiferente a cuanto no fuera mi propio caso. Creo que habría recibido como una resurrección la revolución más caótica, viniera de donde viniese, con tal de que aportara una leve mutación a mi vida gris, a mis horizontes cerrados, a mi soledad agónica y a mi hastío de plomo. El aburrimiento corroía como un óxido mis horas de trabajo y de ocio, la vida se me escapaba de las manos como una sucia gotera.

No obstante, un acontecimiento fortuito iba a cambiar mi vida para bien o para mal.

Todo empezó una noche en que Perico Serramadriles y yo decidimos dar un paseo después de cenar. El invierno se retiraba para dejar paso a una incipiente primavera y el clima era inestable pero benigno. Era un día de mediados de febrero, un día sereno y tibio. Perico y yo habíamos cenado en una casa de comidas próxima al despacho de Cortabanyes, del que habíamos salido tarde por culpa de un cliente intempestivo. A las once nos encontrábamos en la calle y empezamos a caminar sin rumbo fijo ni plan preconcebido. De común acuerdo nos adentramos en el Barrio Chino, que a la sazón salía de su letargo invernal. Las aceras estaban atiborradas de gentes harapientas de torva catadura, que buscaban en aquel ambiente de bajez y corrupción el consuelo fugaz a sus desgracias cotidianas. Los borrachos cantaban y serpenteaban, las prostitutas se ofrecían impúdicamente desde los soportales, bajo las trémulas farolas de gas verdoso; rufianes apostados en las esquinas adoptaban actitudes amenazadoras exhibiendo navajas; humildes chinos de sedosos atavíos salmodiaban mercancías peregrinas, baratijas y ungüentos, salsas picantes, pieles de serpiente, figurillas minuciosamente talladas. De los bares surgía una mezcla corpórea de voces, música, humo y olor a frituras. A veces un grito rasgaba la noche.

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