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Y comencé a beber en demasía, tan pronto salía del despacho, con la ilusa esperanza de que los vahos alcohólicos embrutecieran mis sentidos y me hicieran más llevaderas mis horas. El efecto fue totalmente contraproducente, pues mi sensibilidad se agudizó, el tiempo parecía no transcurrir y me asaltaban ensoñaciones tortuosas. Despertaba crispado y flotaba en las ondas del delirio. El estómago me abrasaba, sentía una bola de algodón en rama taponándome la garganta y la boca, mis manos buscaban a tientas los objetos sin hallarlos, los músculos, entumecidos, no acataban los dictados de mi mente. Temía estar ciego y hasta que la luz de la bombilla no me devolvía las viejas imágenes de mi alcoba no respiraba tranquilo. A veces despertaba con la convicción de haberme quedado sordo y arrojaba al suelo cosas para percibir algún ruido que me demostrase mi error. Otras veces me sentía privado del don de la palabra y tenía que hablar y oír mi voz para estar seguro de seguir entero. Dejé de beber, pero no cedía mi estado enfermizo. Una noche desperté sacudido por escalofríos. Las sienes me latían, me dolían los ojos y la mente ardía al contacto de la mano. Me sentí más solo que nunca y tomé la determinación de volver a casa, con mi familia. Cortabanyes me concedió un permiso indefinido y prometió conservar mi empleo vacante hasta que volviese o renunciase definitivamente, pero lamentó no poder seguir pagándome durante mi ausencia, porque aquél había sido un mal año y los ingresos no permitían despilfarros. No me ofendí: Cortabanyes tenía su lado bueno y su lado malo y una cosa iba por la otra. Del mismo modo llegué a un acuerdo con el propietario de mi casa y éste se avino a no alquilarla en tanto yo siguiera satisfaciendo la renta mensual, encargo que dejé encomendado a Serramadriles.

Tomé el tren y a los dos días estaba en Valladolid. Mi madre me recibió con frialdad, pero mis hermanas enloquecieron de alegría. Se hubiera dicho que las visitaba el rey. Me colmaron de atenciones, me hacían comer a todas horas los más escogidos manjares. Decían que presentaba mal aspecto, que debía engordar y que tenia que dormir y alimentarme para que me volvieran los colores. El reencuentro con el hogar me confortó y me devolvió la paz. Pronto la noticia de mi llegada se desparramó por la ciudad. Cada día se llenaba la casa de antiguos conocidos y de gente a la que no había visto nunca. Todos se interesaban por mí, pero, sobre todo, por la vida en Barcelona. Les referí los atentados anarquistas, tema del día en la prensa local, exagerando los detalles y, por supuesto, mi participación en ellos, en los que siempre figuraba como protagonista.

Sin embargo, era un calor ficticio el que me rodeaba. Con los amigos de la infancia se había roto toda relación afectiva. El tiempo los había cambiado. Se me antojaron viejos a pesar de tener mi edad. Algunos estaban casados con jovencitas cursis y adoptaban un aire paternalista que me hizo gracia en un primer momento y me irritó después. Los más habían alcanzado un nivel social mediocre e inamovible del que se mostraban satisfechos hasta reventar. Con las nuevas amistades, las cosas eran aún peor. Experimentaban una visceral aversión por Cataluña y todo lo catalán. Su contacto con el comerciante desangelado, pretencioso y chauvinista les había creado una imagen del catalán de la que no se apeaban. Remedaban el acento, ironizaban y se mofaban del carácter regional y criticaban con exasperación el separatismo, abrumándome con argumentos como si yo fuera el portaestandarte de los defectos catalanes. Pretendían, creo, que defendiera tesis subversivas y antipatrióticas para poder dar rienda suelta a sus sentimientos hostiles. Si no lo hacía y me identificaba con su postura, se sentían defraudados y continuaban con sus diatribas ignorando mi silencio y mi aquiescencia. Si matizaba su punto de vista por juzgarlo desenfocado o apasionado en extremo, se ofendían y redoblaban el ímpetu de sus ataques, con ardor misional y santa cólera.

Las chicas eran feas, vestían mal y su conversación me resultaba insulsa. La desazón que me invadía estando con ellas me hacía recordar con añoranza la charla de Teresa. Menudeaban las bromas en torno a mi soltería y las madres revoloteaban a mi alrededor con mirada de tasador y melosidad de alcahueta.

Mi familia vivía en la miseria, no sólo por falta de medios materiales, sino por un cierto hálito conventual que la envolvía. Su mentalidad cartuja les hacía escatimar cuanto constituía, no ya un lujo, sino simplemente un placer. La casa estaba siempre en penumbra porque el sol les parecía pecaminoso y «se comía las tapicerías». Las comidas eran sosas por regatear condimentos. La medida de todas las cosas era «un pellizco». Mis hermanas adoptaban un aire monjil y se deslizaban por la casa como almas del purgatorio, rozando las paredes e intentando pasar desapercibidas. Odiaban salir a la calle y el contacto con la gente las convertía en títeres patéticos. Sufrían por ocultar su timidez y su incapacidad de hacer frente al mundo que las rodeaba.

A pesar de los halagos que me proporcionaba mi carácter novedoso, la ciudad empezó a pesarme. Pensé lo que sería mi vida de permanecer allá mucho tiempo: habría que buscar trabajo, rehacer un círculo de amistades, convivir con mi familia, renunciar a las mujeres, claudicar ante las costumbres locales. Hice un cuidadoso balance de los pros y los contras y decidí regresar a Barcelona. Mis hermanas me rogaron que no partiese hasta después de la Navidad. Accedí, pero no concedí prórrogas. El segundo día del nuevo año, harto de pasar por un dandy y de no ser comprendido, lié mis bártulos y volví a tomar el tren.

CARTA DEL SARGENTO TOTORNO AL COMISARIO VÁZQUEZ DE 30-10-1918 EN LA QUE SEDAN NOTICIAS Y RECOMENDACIONES

Documento de prueba anexo n. ° 7g

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

Barcelona, 30-10-1918

Apreciado jefe:

Ya me perdonará la tardanza en escribirle, pero pocas novedades había que le podían interesar a Vd. Hace unos días, en cambio, sucedió algo que me pareció importante y por esto le escribo con premura. El caso es que volvieron a detener a N. C. G. por ejercer la mendicidad en el claustro de la catedral completamente desnudo. Lo tenemos de nuevo entre nosotros, esta vez condenado a seis meses, más botarate que nunca. La parte interesante del asunto reside en que se le incautaron sus efectos personales, como es rigor, entre los que había, como me dijo un compañero de Jefatura (de quien ya le he hablado en anteriores cartas), papeles sin importancia y otras cosas. Sospecho que los papeles sin importancia podrían tenerla y mucha, pero no veo la forma de llegar a ellos. ¿Qué sugiere usted? Ya sabe que me tiene siempre a sus órdenes.

Cuídese mucho de los negros, que son muy dados al canibalismo y a otras bárbaras prácticas. Le saluda con respeto.

Fdo.: Sgto. Totorno.

CARTA DEL COMISARIO VÁZQUEZ AL SARGENTO TOTORNO DE 10-11-1918 EN RESPUESTA A LA ANTERIOR

Bata, 10-11-1918

Apreciado amigo:

Me hallo en cama, aquejado de una extraña enfermedad que me consume. Los médicos dicen que son fiebres tropicales y que se curarán tan pronto abandone estas inhóspitas tierras, pero yo ya no confío en mi restablecimiento. Adelgazo a ojos vistas, estoy cerúleo de color y tengo los ojos hundidos y el rostro cubierto de manchas que me dan mala espina. Cada vez que me miro al espejo me aterra constatar los progresos de la enfermedad. No duermo y mi estómago rechaza los alimentos que ingiero con esfuerzo. Mis nervios están desquiciados. El calor es insoportable y tengo metido en el cerebro ese incesante tam-tam que parece brotar de todas partes al mismo tiempo. No creo que volvamos a vernos.

En cuando a N. C. G., que le den morcilla.

Un saludo.

Fdo.: Vázquez

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