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Sin apenas hablar, Perico y yo nos internamos más y más en aquel laberinto de callejones, ruinas y desperdicios, él curioseándolo todo con avidez, yo ajeno al lamentable espectáculo que se desarrollaba a nuestro alrededor. Así llegamos, por azar o por un móvil misterioso, a un punto que me resultó extrañamente familiar. Reconocí aquellas casas, aquel adoquinado irregular, tal o cual establecimiento, un olor, una luz que despertaban en mí recuerdos adormecidos. Por contraste con las calles que acabábamos de abandonar, la demarcación estaba desierta y silenciosa. Nos encontrábamos cerca del puerto y una leve neblina cargada de sal y brea volvía el aire denso y la respiración fatigosa. Sonó una sirena y las ondas graves de su gemido quedaron vibrando a ras de suelo. Yo avanzaba cada vez más decidido y más ligero, arrastrando al sorprendido y atemorizado Perico prendido de mis talones. Una fuerza instintiva e irrefrenable me impulsaba y habría continuado solo aun sabiendo que un turbio destino (y tal vez la muerte) me aguardaban. Pero Perico estaba demasiado desconcertado para sustraerse al influjo de mi determinación y, por otra parte, temía retroceder y perderse. Cuando me detuve se colocó resollando a mi lado.

– ¿Se puede saber adónde vamos? Este lugar es horrible.

– Ya hemos llegado. Mira

Y le señalé la puerta de un tenebroso cabaret. Un letrero sucio y roto anunciaba: elegantes variedades e incluía la lista de precios. Del interior llegaban las notas mortecinas de un piano desafinado.

– No querrás entrar ahí -me dijo con el miedo cincelado en el rostro.

– Claro, a eso hemos venido. Seguro que no conocías el local.

– ¿Por quién me tomas? Desde luego que no. ¿Tú sí?

Sin responder, empujé la puerta del cabaret y entramos.

– ¡Matilde! ¿Se puede saber dónde te has metido?

– ¿Me llamaba la señora?

La señora se volvió sobresaltada.

– ¡Qué susto me has dado, mujer! -y lanzó una risa jovial. Esperaba ver aparecer a la criada por una puerta que comunicaba el salón con el pasillo-. ¿Qué hacías ahí parada como un pasmarote?

– Esperaba órdenes de la señora.

La señora apartó de su rostro un largo tirabuzón rubio que cayó como una lluvia de oro sobre su espalda. Los espejos del salón devolvieron el centelleo de la cabellera que irradiaba destellos al recibir los rayos de un sol primaveral en su cenit. Atraída su atención, la señora contempló el espejo y examinó la imagen del salón que, así enmarcado, se le ofrecía como una obra distante y perfecta. Vio la cristalera corrida que daba sobre un amplio porche terminado en una escalera de barandal de piedra que descendía hasta una ondulante explanada de césped tierno -antes la explanada era un espeso bosque de árboles añosos, pero su marido, por razones que nunca llegó a exponer con claridad, había hecho talar los altivos chopos y los melancólicos sauces, los majestuosos cipreses y las coquetas magnolias, el tilo paternal y los risueños limoneros-, macizos de flores -narcisos, anémonas, primaveras, jacintos y tulipanes importados de Holanda, rosas y peonias, sin olvidar los discretos, sufridos y fieles geranios- y un estanque irregular de losa y cerámica., en el centro del cual cuatro angelotes de mármol rosáceo vertían agua a los cuatro puntos cardinales. Por un instante, la visión de la vidriera trajo a la señora recuerdos de su infancia feliz, de su lánguida adolescencia; vio a su padre paseando por el jardín, llevándola de la mano, mostrándole una mariposa, reprendiendo a un saltamontes que había sobresaltado a la niña con su vuelo espasmódico. «Bicho malo, ¡vete de aquí!, no asustes a mi nena.» Tiempos idos. Ahora la casa y el jardín eran otros, su padre había muerto…

– ¡Matilde!, ¿dónde te has metido?

– ¿Me llamaba la señora?

María Rosa Savolta examinó con severa mirada la contradictoria figura de la criada. ¿Qué hacía aquel ser de rudeza esteparia y garbo de dolmen, chato, cejijunto, dentón y bigotudo en un salón donde todos y cada uno de los objetos rivalizaban entre sí en finura y delicadeza? ¿Y quién le habría puesto aquella cofia almidonada, aquellos guantes blancos, aquel delantal ribeteado de puntillas encañonadas?, se preguntaba la señora. Y la pobre Matilde, como si siguiera el curso de los pensamientos de su ama, bajaba los ojos y entrelazaba los dedos huesudos, esperando una reprimenda, elaborando una precipitada disculpa. Pero la señora estaba de buen humor y rompió a reír con una carcajada ligera como un trino.

– ¡Mi buena Matilde! -exclamó; y luego, cobrando la seriedad-: ¿Sabes si han confirmado la hora de la peluquera?

– Sí, señora. A las cinco, como usted dijo.

– Quiera Dios que nos dé tiempo de todo -en el espejo, en medio del salón gemelo, su mirada recayó sobre su propia figura-. ¿Crees que he engordado, Matilde?

– No, señora, qué va. La señora, si me lo permite, debería comer más.

María Rosa Savolta sonrió. El embarazo aún no traicionaba su delgadez. A pesar de que en España seguía imperando la moda de las mujeres rellenitas, el cine y las revistas ilustradas introducían el nuevo modelo femenino de suaves miembros y cintura estrecha, caderas escurridas y busto menguado.

Coincidiendo con nuestra entrada en el cabaret, el piano dejó de tocar y la mujer que aporreaba las teclas se levantó de su asiento y anunció con voz chillona la inminente actuación de un humorista cuyo nombre he olvidado. Los escasos ocupantes del local no le prestaban atención, más atentos a nuestra llegada. Perico Serramadriles y yo nos deslizamos de puntillas entre las mesas vacías y ocupamos sendos asientos próximos a la pista. Inmediatamente nos vimos asediados por dos hembras maduras que nos echaron los brazos al cuello y nos sonrieron con un forzado rictus.

– ¿Buscáis compañía, guapos?

– No pierdan el tiempo, señoras. Estamos sin dinero -les respondí.

– ¡Qué leche, todos decís lo mismo! -rezongó una.

– Pues es la pura verdad -corroboró Perico un tanto asustado.

– Cuando no se tiene dinero, no se sale de casa -dijo la otra en tono de reproche. Y dirigiéndose a su compañera-: Vámonos, tú, no malgastes los encantos.

La hembra que se había echado sobre Perico, desoyendo los consejos de la primera, se levantó las faldas.

– ¡Mira qué perniles, chacho!

El pobre Perico casi se desmaya.

– Ya les hemos dicho que no van a sacar un céntimo de nosotros -insistí.

Nos hicieron un corte de mangas y se fueron balanceando burlonamente sus rubicundos traseros. Perico se quitó las gafas y se enjugó el sudor que perlaba su frente.

– ¡Menudas ballenas! -dijo en voz baja-. Creí que nos tragaban.

– Sólo querían ganarse la vida honradamente.

– ¿Tú crees que lo consiguen alguna vez?

– Aquí vienen muchos tipos que no hacen remilgos. Gente ruda.

– Yo creo que ni borracho sería capaz… con un monstruo semejante. ¿Te has fijado en lo que hizo? Levantarse las… ¡Dios mío!

Unos siseos nos hicieron callar. El humorista que la mujer del piano había presentado con tanto ditirambo se hallaba ya en la pista. Era un pobre diablo con más pinta de asilado que de histrión, que recitó triste y mecánicamente una larga serie de chistes y chascarrillos, políticos unos y procaces los más, la mayoría de los cuales resbalaron por el magín de un público poco habituado a desentrañar dobles sentidos y alusiones relativamente veladas. Con todo, las obscenidades arrancaron ásperas risotadas y la actuación del asilado logró un efímero éxito y fue premiada con breves pero cariñosos aplausos. Una vez se hubo retirado el humorista, se encendieron las luces y la mujer del piano tocó un vals. Dos parejas salieron a bailar a la pista. Ellas eran hetairas del local, y ellos, marineros y rufianes de brutal fisonomía.

– ¿Se puede saber por qué diablos me has traído aquí? -preguntaba Perico Serramadriles. Y yo experimentaba una divertida sensación ante la reacción de mi amigo. Él estaba horrorizado y yo, por contraste, sereno, como años atrás me había ocurrido con Lepprince, cuando él, sin motivo aparente; me trajo a este mismo lugar. Sólo que ahora yo era el dueño de la situación y Perico representaba el papel que yo había representado entonces.

– Vete si quieres -le dije.

– ¿Irme solo por estos andurriales? ¡Quita, chico, no saldría con vida!

– Entonces, quédate, pero te advierto que voy a ver el espectáculo completo.

El espectáculo se reanudaba. La mujer del piano hizo enmudecer su instrumento, las lámparas languidecieron y un reflector iluminó la pista. La mujer avanzó hasta situarse en el centro del cono de luz, reclamó silencio varias veces y, cuando se hubo calmado el trasiego de sillas y cuchicheos, gritó:

– ¡Distinguido público! Tengo el honor de presentar ante ustedes una atracción española e internacional, una atracción aplaudida y celebrada en los mejores cabarets de París, Viena, Berlín y otras capitales, una atracción que ya en años anteriores había actuado en este mismo local cosechando grandes éxitos y ha vuelto ahora, después de una gira triunfal. Ante ustedes, distinguido público: ¡María Coral!

Corrió al piano y produjo unos acordes escalofriantes. La pista permaneció desierta unos segundos y luego, como si hubiese brotado de la tierra o del oscuro recodo de un sueño, apareció María Coral, la gitana, envuelta en la misma capa negra de falsa pedrería que llevaba dos años antes, aquella noche en que conocí a Lepprince…

– ¿Conoce usted al señor Lepprince?

– El señor Lepprince… No, jamás oí su nombre -dijo Nemesio Cabra Gómez sin apartar los ojos del estofado que acababan de servirle.

– No sé si mientes o me dices la verdad -replicó su misterioso benefactor-, pero me trae sin cuidado -miró de reojo a Rosita «la Idealista» y al tabernero, que hacían lo imposible por escuchar la conversación, y bajó la voz-. Quiero que cumplas mis instrucciones al pie de la letra y nada más, ¿lo entiendes?

– Claro, señor, usted a mandar -respondía Nemesio Cabra Gómez con la boca llena.

El misterioso benefactor continuó hablando en susurros. Estaba nervioso a todas luces y mientras duró la entrevista consultó en varias ocasiones su reloj -una pesada pieza de oro que atrajo sobre sí las codiciosas miradas de todos los presentes- y volvía con frecuencia los ojos hacia la puerta. Cuando terminó de hablar, se levantó, dio unas monedas a Nemesio Cabra Gómez, saludó apresuradamente a la concurrencia y salió a la calle despreciando el fuerte chaparrón que se abatía sobre la ciudad en aquel preciso instante. Apenas hubo salido, Rosita «la Idealista» se lanzó sobre Nemesio convertida en un puro melindre.

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