Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Nemesio, hijo de mi alma, qué calladito te lo tenias! -le decía con voz melosa. Y el tabernero asentía desde detrás del mostrador con bonachona sonrisa, dando por hecho que así de majos eran todos sus clientes.

Nemesio acabó de despachar la cena sin decir palabra y, en cuanto hubo arrebañado el último plato, hizo ademán de abandonar el local.

– ¿Te vas ya, Nemesio? -le decía Rosita-. ¿No ves que caen chuzos de punta?

– Sí, menuda noche de perros -corroboró el tabernero.

– Una noche para quedarse bien calentito, entre sábanas… y en buena compañía -concluyó Rosita.

Nemesio rebuscó entre sus bolsillos, tomó una moneda y se la dio a Rosita.

– Volveré por ti -dijo.

Y se lanzó a la calle riendo con toda su bocaza desdentada.

Siempre seguida por su fiel Matilde, María Rosa Savolta entró en la cocina. Un cocinero expresamente venido para lucir su arte y cinco mujeres reclutadas para ese día señalado se afanaban en sus quehaceres. Un sinfín de olores se mezclaban, el aire rezumaba grasa y reinaba un calor de averno. El cocinero, asistido por una doncella joven, bermeja y aturrullada, lanzaba órdenes y reniegos indiscriminadamente, que sólo interrumpía para dar largos tragos a una botella de vino blanco que descansaba en uno de los bordes del fogón. Una matrona voluminosa como un hipopótamo amasaba una pasta blanca con un rodillo. Pasó una cocinera llevando en milagroso equilibrio una columna oscilante de platos. El entrechocar de los cubiertos semejaba un torneo medieval o un abordaje. Nadie advirtió la presencia de la señora y, por ello, no se interrumpió el maremágnum. Debido al agobiante calor, las mujeres se habían arremangado y desabrochado sus trajes de faena. Una criada zafia y maciza que desplumaba pollos tenía el canal de sus gruesos senos forrado de plumón, como un nido; otra mostraba unos pechos blancos de harina; más allá, una jovencita sostenía contra su busto firme de campesina adolescente una espumadera repleta de fresca lechuga. El griterío era ensordecedor. Las fámulas se peleaban y zaherían, punteando sus frases cortas con hirientes risotadas y exclamaciones soeces. Y sobre aquella orgía, como un macho cabrío en un aquelarre, el cocinero, sudoroso, beodo y exultante, saltaba, bailaba, mandaba y blasfemaba.

María Rosa Savolta se sintió desfallecer. Empezó a transpirar y dijo a Matilde:

– Salgamos de aquí y prepárame el baño.

A solas en la quietud de su alcoba, se serenó y contempló el jardín mecido por una suave brisa que hacía ondular el césped y cimbreaba los delicados tallos de las flores. Las estatuas que flanqueaban el pabellón parecían vivir al conjuro del sol y el viento perfumado que descendía por la ladera frondosa del Tibidabo. María Rosa Savolta apoyó la frente contra el cristal y, olvidando la fiesta y los atolondrados preparativos, se demoró en la contemplación, remansada por la caricia varonil y posesiva del sol. Nunca se había sentido así, ni siquiera en los años felices del internado. Suspiró. No le sobraba el tiempo. Dirigió sus pasos hacia el baño, donde borboteaba el agua. La estancia estaba llena de vapor y perfume de sales.

– Déjalo ya, Matilde, no hay tiempo que perder. Ve a ver si ha llegado ya la peluquera y prepárame algo para comer. Poquita cosa… y ligera: unas pastas, un poco de fruta y una limonada. O, mejor, un vaso de cacao. ¡Ay! No sé. Es igual, lo que tú prefieras, pero que no sea pesado. Esa cocina me ha revuelto el estómago. Tú misma, ya conoces mis gustos. Anda, ve, ¿qué haces ahí parada? ¿No ves que voy a entrar en el baño?

Esperó a que Matilde saliera, cerró la puerta con pestillo y se desnudó. El baño estaba muy caliente y el vaho le cortó la respiración. Con prudencia, lentamente, fue hundiéndose hasta que el agua le cubrió los hombros. La piel le ardía. Una corriente eléctrica le recorrió los muslos y el vientre.

«No hay duda -pensó-. Todo indica que voy a ser madre.»

La peluquera daba los últimos toques al peinado de María Rosa Savolta mientras la tarde declinaba tras los visillos. La peluquera era una mujer de cuarenta años, viuda, flaca, de facciones alargadas, ojos bovinos y dientes irregulares y prominentes como un rastrillo, que le daban un molesto ceceo al hablar. Había ejercido el oficio antes de casarse y después de enviudar, tras cinco años de matrimonio infeliz con un hombre vago, egoísta y despilfarrador a quien había soportado estoicamente mientras vivió y del que ahora se vengaba ensalzándolo en su recuerdo y hablando de él a todas horas con la inconsciente y cruel saña de un romanticismo facilón que lo hacia ridículo al oyente forzado. La buena mujer era charlatana a destajo y se prevalía de la inmovilidad a que condenaba a sus clientes.

– Estas modas -iba diciendo a María Rosa Savolta tras una larga disquisición en la que había serpenteado por todos los temas con la osadía con que el doctor Livingstone se adentraba en las selvas africanas- no son más que tonterías para hacer que las mujeres hagan el ridículo y los hombres se gasten el dinero. ¡Jesús, María y José, lo que llegan a inventar esos franceses! Menos mal que la mujer española siempre ha tenido un sólido criterio de la elegancia y un sentido común que le sobra, que si no…, no le digo, señora de Lepprince, lo fachendosas que nos harían ir. Porque, mire usted, como decía mi Fernando, que en gloria esté -se santiguaba con las tenacillas-, como decía él, que tenía un sentido.común que para sí quisieran muchos políticos, no hay como lo clásico, lo discreto, un vestido bien cortado, sin fantasías ni zarandajas, limpieza corporal, ir bien peinada, y para las grandes ocasiones, una joya sencilla o una flor.

La fiel Matilde escuchaba embobada la perorata de la peluquera asintiendo con su testuz de pueblerina y murmurando por lo bajo: «Diga usted que sí, doña Emilia, diga usted que sí», mientras sostenía horquillas, peines, espejitos, tenacillas, rizadores, peinetas y bigudíes. María Rosa Savolta se divertía con la bulliciosa charla que desvelaba las obscenas mentiras inculcadas por el sinvergüenza de Fernando en la simple mollera de su mujer para que ésta, tan fea, no gastara ni un real en su tocado.

De pronto, María Rosa Savolta impuso silencio con un gesto y un leve «Pssst». Acababa de oír unos pasos conocidos en el pasillo. Era él, Paul-André, que estaba de vuelta. Tal como le había prometido, había abandonado antes de hora sus ocupaciones para supervisar los preparativos de la fiesta. Metió prisa a doña Emilia y cuando ésta, muy escandalizada de que alguien antepusiera un deseo cualquiera a la liturgia de un peinado bien hecho, dio por finalizada su obra, sin darle tiempo a ensalzarlo y a encomiar el arte de su autora, se colocó de nuevo el peinador y salió al pasillo, anduvo de puntillas hasta el gabinete de su marido y entreabrió sigilosamente la puerta. Lepprince estaba sentado a la mesa, de espaldas a la entrada y no la vio. Se había quitado la chaqueta y puesto un cómodo batín de seda. María Rosa Savolta le llamó:

– Querido, ¿estás ocupado?

Lepprince dio un respingo y ocultó algo entre los amplios pliegues del batín. Su voz sonó malhumorada.

– ¿Por qué no has llamado antes de entrar? -dijo, y luego, advirtiendo que se trataba de su esposa, recompuso su figura, desarrugó el ceño y esbozó una sonrisa-. Perdona, amor mío, estaba completamente distraído.

– ¿Te molesto?

– Claro que no, pero ¿qué haces aún sin vestir? ¿Has visto qué hora es?

– Faltan más de dos horas para que empiecen a venir los primeros invitados.

– Ya sabes que odio los contratiempos de última hora. Hoy todo tiene que salir a la perfección.

María Rosa Savolta fingió un mohín de susceptibilidad injustamente herida.

– Mira quién habla. Ni siquiera te has afeitado. Tendrías que verte: pareces un salvaje.

Lepprince se llevó la mano al mentón y, al hacerlo, se entreabrió el batín y asomó la culata bruñida de un revólver. María Rosa Savolta lo vio y el corazón le dio un vuelco, pero no dijo nada.

– Es cuestión de unos minutos, amor mío -dijo Lepprince, a quien le había pasado desapercibido el detalle-. Ahora, si no te importa, déjame solo un momento. Estoy esperando a mi secretario para ultimar unos detalles que quiero dejar listos antes de la fiesta. Hay cosas que no pueden aguardar, ya sabes. ¿Querías algo?

– No…, nada, querido. No te entretengas -respondió ella cerrando la puerta.

Al volver a sus aposentos se cruzó con Max, que se dirigía al gabinete de Lepprince. Ella le sonrió fríamente y él se inclinó en ángulo recto, dando un seco taconazo con sus botines charolados.

El piano empezó a desgranar unas notas que sonaban extrañamente lejanas, como oídas a través de un tabique o de un sueño, y el cabaret adquirió una atmósfera irreal por influjo y magia de la deslumbrante belleza de María Coral. Vi que Perico Serramadriles se enderezaba en su silla y dejaba de prestar atención al pintoresco mundo en el que nos hallábamos inmersos. Un silencio insólito se impuso; ese silencio tenso que acompaña a la contemplación de lo prohibido. Parecía -al menos, me lo parecía a mí- que el más leve ruido nos habría quebrado, como si nos hubiésemos transformado en débiles figurillas de cristal. María Coral recorría la pista como una ilusión óptica, como una inspiración inconcreta. Su rostro torpemente maquillado reflejaba una paradójica pureza y sus dientes perfectos, que una sonrisa burlona desvelaba, parecían morder la carne a distancia. Al voltear y girar su capa negra dejaba entrever fragmentos fugaces de su cuerpo, de sus pechos redondos y oscuros como cántaros, sus hombros frágiles e infantiles, las piernas ligeras y la cintura y las caderas de adolescente. Una sensación de desasosiego recorrió a los espectadores, como si hasta los más acanallados sintieran el lacerante dolor de aquella belleza sobrehumana, inaccesible.

Terminado el espectáculo, la gitana saludó, recogió su capa, se la echó sobre los hombros, envió un beso a la concurrencia y desapareció. Sonaron unos débiles aplausos y luego reinó de nuevo el silencio. Las luces se encendieron e iluminaron a un grupo de gentes sorprendidas, cadáveres alineados para un juicio en el que el delito a juzgar era la tristeza y la soledad de las almas allí varadas. Perico Serramadriles se enjugó por enésima vez el sudor de la frente y el cuello con un pañuelo arrugado.

– ¡Chico, qué…, qué…, qué cosa! -exclamó.

– Ya te dije que no perderíamos el tiempo viniendo aquí -respondí yo aparentando desparpajo, aunque me sentía hondamente turbado. En mi interior no hacía más que repetirme que aquella mujer había sido de Lepprince y que tal vez ahora sería de otro. Y me repetía con insistencia obsesiva que vivir sin poder franquear la puerta de semejantes goces era peor que morir.

31
{"b":"87582","o":1}