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El camino de vuelta a casa fue triste: ni Perico ni yo hablamos mucho. Yo, por hallarme inmerso en un torbellino de confusas emociones, y él, por respeto a mi estado de ánimo que intuía. Huelga decir que aquella noche apenas dormí y que los breves retales de sueño o duermevela en que cayó mi cuerpo derrengado se vieron acosados por convulsas pesadillas.

Al día siguiente me sentía náufrago en un mundo cuya vulgaridad no conseguía identificar y a cuya rutina no podía amoldarme a pesar de mis esfuerzos. Perico Serramadriles intentó en vano sonsacarme y la Doloretas se interesó por mi salud creyéndome acatarrado. Sólo recibieron gruñidos monosilábicos en pago a sus atenciones. Al caer la noche y mientras mordisqueaba sin gana un bocadillo correoso en un inhóspito figón, tomé la determinación de volver al cabaret y dar un giro renovador a mi vida o perderla de una vez en el intento.

Faltaba poco para el alba cuando Nemesio Cabra Gómez entró en la taberna. Un aire viciado por el humo áspero de tabaco barato, olor a humanidad y a vino derramado le hizo trastabillar. Estaba muy cansado. En apariencia la taberna se hallaba vacía, pero Nemesio Cabra Gómez, tras una pausa de aclimatación, avanzó decidido hacia unas cortinas grasientas de arpillera. El tabernero, que lo contemplaba todo con ojos soñolientos, le gritó:

– ¿Dónde vas tú, rata?

– Sólo quiero hablar un momento con un señor, don Segundino. De veras que me voy en seguida -suplicó Nemesio.

– La persona que buscas no ha venido.

– ¿Cómo lo sabe usted, con perdón, si aún no he dicho a quién busco?

– Porque me sale de las narices, ¿lo entiendes?

Mientras recibía los improperios con humildad, Nemesio Cabra Gómez había ido reculando hasta llegar a la cochambrosa cortina. Hizo una última reverencia, levantó un extremo del trapo y se coló de rondón en la trastienda, sin dar ocasión al tabernero de impedírselo. La trastienda estaba iluminada por un candil de aceite que colgaba del techo sobre una mesa. La mesa era redonda y de amplio perímetro y en torno a ella se sentaban cuatro hombres de pobladas barbas negras, gruesas chaquetas de franela parda y gorras con visera sobre los ojos, que fumaban pitillos amarillentos, brutalmente liados. Ninguno bebía. Uno de los asistentes a la tétrica reunión sostenía en sus manos un complejo instrumento en cuya parte superior destacaba una espacie de despertador al que daba cuerda con meticulosa lentitud. Otro leía un libro, dos conversaban a media voz. Nemesio Cabra Gómez permaneció quieto junto a la entrada, mudo y encogido, hasta que uno de los asistentes reparó en su presencia.

– Mirad qué bicho más asqueroso se ha colado en este cuarto, compañeros -fue la salutación.

– Se me antoja un gusano -apuntó un contertulio fijando en el recién llegado unos ojos pequeños, separados por un chirlo que le bajaba de la ceja izquierda al labio superior.

– Habrá que utilizar un buen insecticida -señaló otro abriendo una navaja de cuatro muelles.

Y así fueron apostrofando a Nemesio, que se inclinaba servilmente a cada comentario y ensanchaba su sonrisa desdentada. Cuando los reunidos acabaron de hablar, reinó un silencio sepulcral en la estancia, sólo turbado por el flemático tic-tac del instrumento de relojería.

– ¿Qué vienes a buscar? -preguntó por fin el que había estado leyendo, un hombre joven, chupado de carnes, de aspecto enfermizo y color grisáceo.

– Un poco de conversación, Julián -respondió Nemesio.

– No hablamos con gusanos -replicó el llamado Julián.

– Esta vez es distinto, compañero: trabajo para la buena causa.

– ¡El apóstol! -ironizó uno.

– No podéis decir que os haya traicionado jamás -protestó débilmente Nemesio.

– No estarías vivo si lo hubieras hecho.

– Y os he ayudado en muchas ocasiones, ¿no? ¿Quién te avisó a ti, Julián, de que iban a registrar tu casa? ¿Y a ti, quién te proporcionó aquella cédula y aquel disfraz? Y todo lo hice por amistad, ¿no?

– El día que descubramos por qué lo hiciste, será mejor que prepares tus funerales -dijo el hombre del chirlo-. Pero, ahora, basta de charla. Di a qué has venido y luego lárgate.

– Busco a un individuo…, para nada malo, palabra de honor.

– ¿Quieres información?

– Advertirle de un grave peligro es lo que quiero. Él me lo agradecerá. Tiene familia.

– El nombre de ese individuo -atajó Julián.

Nemesio Cabra Gómez se acercó a la mesa. La luz del candil iluminó su cráneo rasurado y sus orejas adquirieron una transparencia cárdena. Los conspiradores concentraron en él sus ojos amenazantes. El instrumento de relojería emitió un silbido y dejó de marcar el compás. En la calle un reloj dio cinco campanadas.

El mayordomo anunció la presencia de Pere Parells y señora. María Rosa Savolta corrió a su encuentro con el rostro acalorado, besó efusivamente a la señora de Parells y con más timidez a Pere Parells. El viejo financiero conocía a María Rosa Savolta desde que ésta vino al mundo, pero ahora las cosas habían cambiado.

– ¡Creía que no vendrían ustedes! -exclamó la joven anfitriona.

– Cosas de mi mujer -respondió Pere Parells tratando de ocultar su nerviosismo-, temía que fuéramos los primeros en llegar.

– Hija, por Dios, no nos trates de usted -dijo la señora de Parells.

María Rosa Savolta se ruborizó ligeramente.

– Ay, no sabría tutearles…

– Claro, mujer -terció Pere Parells-, si es natural: María Rosa es joven, y nosotros, unos carcamales, ¿no te das cuenta?

– Jesús, no diga eso -protestó María Rosa Savolta.

– ¡Cómo, Pere! -convino la señora de Parells fingiendo enojo-. Habla por ti. Yo me siento una niña de corazón.

– Diga que sí, señora Parells, lo que cuenta es ser joven de espíritu.

La señora de Parells hizo tintinear sus pulseras y golpeó las mejillas de María Rosa Savolta con su abanico de nácar.

– Eso lo decís los que no sabéis de achaques.

– No crea, señora, me he encontrado bastante mal esta semana -dijo María Rosa Savolta enrojeciendo y mirando el borde de su vestido.

– ¡Hija, no me digas! Eso lo hemos de hablar con más calma. ¿Estás segura? ¡Menuda noticia! ¿Lo sabe tu marido?

– ¿De qué habláis? -preguntó Pere Parells.

– De nada, hombre, vete por ahí a contar chistes verdes -le respondió la señora de Parells-. ¡Y cuidado con lo que bebes; ya sabes lo que te ha dicho el doctor!

Mientras su mujer, la señora de Parells, se llevaba a María Rosa Savolta enlazada por la cintura, Pere Parells entró en el salón principal. Una orquesta interpretaba tangos y algunas parejas de jóvenes danzaban apretadas a los acordes de las melodías porteñas. Pere Parells odiaba los bandoneones. Un criado le ofreció una salvilla de plata con cigarrillos y cigarros. Tomó un cigarrillo y lo encendió con el candelabro que le tendía un pajecillo vestido de terciopelo púrpura. Pere Parells fumó y contempló el salón atestado, la profusión de criados, las galas, las joyas, la música y las luces, la calidad de los muebles, el espesor de las alfombras, la valía de los cuadros, el esplendor. Frunció el ceño y sus ojos se velaron de tristeza. Vio avanzar hacia él a Lepprince, sonriente, con la mano tendida, el frac impecable, la camisa de seda, la botonadura de brillantes. Instintivamente, tiró de las mangas de su camisa, enderezó la columna vertebral que se arqueaba al paso de los años, esbozó una sonrisa procurando ocultar la falta de un molar recientemente extraído y, al hacer todo aquel ceremonial, partió el cigarrillo con una súbita e incontrolable crispación.

Era temprano y el cabaret estaba desierto cuando llegué. Una funda cubría el piano y las sillas se apilaban patas arriba encima de las mesas para facilitar los escobazos que una mujerona repartía con saña contra el pavimento. La mujerona vestía una bata floreada surcada de zurcidos y llevaba un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza como un turbante. Una colilla apagada le colgaba del labio inferior.

– Llegas pronto, guapo -me dijo al verme-, la función no empieza hasta las once.

– Ya lo sé -dije yo-. Quisiera ver a la persona que dirige todo esto.

La mujerona volvió a barrer levantando polvo y pelusa.

– Por ahí andará la jefa, supongo. ¿Para qué la quieres?

– He de hacerle unas preguntas.

– ¿Policía?

– No, no. Un asunto particular.

La mujerona vino hacia mí y me apuntó con el mango de la escoba. Reconocí en ella a una de las animadoras que la noche anterior nos habían abordado.

– Oye, ¿tú no eres el cliente rumboso que anoche nos invitó a tomar viento?

– Estuve aquí anoche, sí -dije yo.

La mujerona rompió a reír y se le desprendió el pitillo.

– Dime para qué quieres ver a la jefa, sé buen chico.

– Es un asunto particular, lo siento.

– Está bien, banquero. La encontrarás allá detrás, preparando las bebidas. ¿Tienes un cigarrillo?

Le di lo que me pedía y la dejé barriendo de nuevo. El cabaret, vacío y en penumbra, presentaba un aspecto de suciedad y desolación indescriptible. El polvo levantado por la mujerona se me pegaba al paladar. Como suele sucederme en estas ocasiones, toda la energía que me había llevado hasta el borde mismo de aquella situación parecía abandonarme en un instante. Vacilé y sólo el hecho de haber llegado hasta el final y de saberme observado por la sarcástica mujerona me impulsaron a seguir adelante.

Tal y como me habían informado, encontré a la jefa, que no era otra que la vieja pianista, trajinando tras el telón entre garrafas y botellas. Lo que hacía era muy simple: rellenaba las botellas de marcas conocidas con el líquido que vertía de las garrafas a través de un embudo herrumbroso. La falsedad de las bebidas que se servían en el cabaret resultaba tan evidente al paladar y tan indiferente a la clientela, que aquella operación carecía de sentido y la juzgué una conmovedora cuestión de principios.

Al llegar al lado de la pianista, ésta advirtió mi presencia, terminó de llenar la botella que tenía entre las rodillas y dejó caer las, garrafa. Resoplaba por el esfuerzo y su expresión no podía ser menos amistosa.

– ¿Qué quieres?

– Perdone que le interrumpa en este momento tan inoportuno -dije a modo de introducción.

– Ya lo has hecho, ¿y ahora qué?

– Verá, se trata de lo siguiente. Aquí trabaja una joven, bailarina o acróbata, que se llama María Coral.

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