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– ¿Y qué?

– Que yo desearía verla, si es posible.

– ¿Para qué?

Pensé que, de haber sido rico, me habría podido ahorrar aquellos desprecios y aquella humillación, me habría bastado insinuar mis deseos y deslizar un par de billetes en la mano de la pianista para que la máquina se pusiera en funcionamiento con la prontitud y suavidad de un mecanismo bien engrasado. Pero mis circunstancias eran muy otras y sabía que el descenso a los infiernos no había hecho más que empezar. El tiempo se encargaría de demostrarme hasta qué punto mis presentimientos eran ciertos.

– ¿Por qué no me ayudas a levantar esta garrafa? -dijo la pianista.

– No faltaría más -respondí yo para granjearme sus simpatías.

Y ante su mirada inexpresiva procedí a llenar una botella vacía.

– Pesa, ¿eh?

– Ya lo creo, señora. Una tonelada -dije yo resoplando.

– Pues todos los días me toca hacer lo mismo, ya ves. Y a mis años.

– Necesita usted que alguien le ayude.

– Di que sí, guapo, pero ¿cómo le voy a pagar?

No contesté y seguí llenando la botella hasta que el liquido desbordó el embudo con roncos borbotones y se desparramó por el suelo.

– Lo siento.

– No te preocupes. Es la falta de costumbre. Llena ésa.

Hice lo que me indicaba y ella se sentó en una silla y me miró trabajar.

– No sé qué demonios veis en esa criatura -comentó como si hablase consigo misma-. Es terca, perezosa, corta de luces y tiene un corazón de piedra.

– ¿Se refiere usted a María Coral?

– Sí.

– ¿Por qué habla tan mal de ella?

– Porque la conozco y conozco a las de su clase. No esperes nada bueno de ella: es una víbora. Claro que a mí, lo que os ocurra, ni me va ni me viene.

– ¿Me dirá dónde puedo encontrarla?

– Sí, hombre, sí, no sufras. Si se lo dije al otro, también te lo puedo decir a ti. Aquél era más generoso, no te lo voy a negar, pero tú me has caído bien. Eres amable y pareces buen chico. A mi edad, ¿sabes?, valoro tanto la cortesía como el dinero.

Aún tuve que rellenar tres botellas más antes de que me diera la codiciada dirección. En cuanto la tuve, le di las gracias, me despedí de las dos mujeres y partí en busca de María Coral.

Se había levantado un viento frío y húmedo que barría las callejas haciendo temblar las farolas y ahuyentando a los paseantes. Los habituales de la noche habían desertado de las aceras y se refugiaban en las tascas, al amor de las estufas y el vino. Las gentes se mantenían calladas y sólo el ulular del viento daba voz a las horas tardías. Nemesio Cabra Gómez abrió la puerta de la taberna y, una bocanada de viento y polvareda hizo su entrada con él. Los clientes del tugurio fijaron su hosco ceño en el harapiento aparecido.

– ¡Tenías que ser tú, rata! ¡Mira cómo has puesto el suelo recién fregado! -le escupió el tabernero.

– Sólo pido un poco de hospitalidad -dijo Nemesio-. Hace una noche toledana. Vengo aterido.

Una voz aguardentosa brotó del fondo del local:

– Venga usted acá, buen hombre, que le invito a un trago.

Nemesio Cabra Gómez se dirigió hacia el desconocido.

– Mucho le agradezco su amabilidad, señor. De sobra se ve que es usted un buen cristiano.

– ¿Cristiano yo? -replicó el desconocido-. Ateo irreductible, diga usted mejor. Pero la noche no es noche de discusión, sino de vino. ¡Tabernero, sirva un trago para este amigo!

– Mire, señor -dijo el tabernero-, yo no me meto en sus asuntos, pero este pájaro es pura carroña. Si quiere un consejo, agárrelo por un brazo, yo lo agarro del otro y lo tiramos a la calle antes de que haga mal alguno. El desconocido sonrió.

– Sírvale un trago y no haga una montaña de un grano de arena.

– Como usted diga, pero yo ya le advertí. Este hombre le traerá desgracia.

– ¿Tan peligroso eres? -dijo el desconocido a Nemesio Cabra Gómez.

– No les haga caso caballero. Me tienen inquina porque saben que tengo amistades ahí arriba y que puedo dar cuenta de su mala vida.

– ¿Tienes amistades en el Gobierno?

– Más arriba, señor, mucho más arriba. Y esta gente vive en el pecado. Es la lucha de la luz contra las tinieblas: yo soy la luz.

– No deje que le endilgue sus disparates -dijo el tabernero poniendo un vaso de vino bajo la nariz de Nemesio Cabra Gómez.

– No parece muy dañino -dijo el desconocido-. Un poco alunado, nada más.

– Desconfíe, señor, desconfíe -repitió el tabernero.

La dirección que me había dado la pianista resultaba una incógnita para mí, ignorante de aquella zona como si se tratase de una ciudad extraña. Tuve que preguntar a unos y a otros hasta dar con el lugar que, por fortuna, no estaba lejos del cabaret. Tres ideas se barajaban en mi mente mientras iba en busca de la gitana: la primera, naturalmente, era si encontraría a María Coral en su domicilio; la segunda, qué le diría y cómo justificaría mi interés por verla, y la tercera, quién sería el individuo que poco antes se había interesado en conocer el paradero de la acróbata. La primera y la tercera preguntas no tenían respuesta: el tiempo y la suerte me lo dirían. En cuanto a la segunda, por más vueltas que le daba, no encontraba solución. Recuerdo que bebí un vaso de ron en un kiosco de bebidas hallado al paso para darme ánimo y que me produjo un ardor molesto y un mareo próximo a la náusea. Poco más recuerdo de aquel angustioso deambular.

Localicé por fin las señas y vi que se trataba de una mísera pensión o casa de habitaciones que, según sospeché primero y confirmé después, hacía las veces de casa de citas. La entrada era estrecha y oscura. En una garita estaba un lisiado.

– ¿Dónde va?

Se lo dije y me indicó el piso, la puerta y el número de la habitación sin más indagaciones. Pensé que tal vez esperase una propina, pero por azoramiento, no se la di. Subí los desgastados peldaños alumbrándome ocasionalmente con una cerilla y a tientas. La lobreguez del entorno, lejos de deprimirme, me animó, pues evidenciaba que María Coral no disfrutaba de una posición que le autorizase a despreciarme. En el fondo del alma, en lugar de sentir compasión por aquella desgraciada, me alegraba de su triste suerte. Cuando recapacito sobre semejantes pensamientos, siento rubor de mi egoísmo.

Llegué ante una puerta que decía:

Habitaciones la Julia

y más abajo, junto al picaporte: empuje. Empujé y la puerta se abrió rechinando. Me vi en un vestíbulo débilmente iluminado por una lamparilla de aceite que ardía en la hornacina de un santo. El vestíbulo no tenía otro mobiliario que un paragüero de loza. A derecha e izquierda corría un pasillo en tinieblas y a ambos lados del pasillo se alineaban las habitaciones, en cuyas puertas se leían números garrapateados en tiza. Encendí una cerilla, la última, y recorrí el pasillo de la derecha, luego el de la izquierda. Me detuve por fin frente al número once y golpeé con los nudillos, suavemente al principio y con insistencia después. Nadie respondió; el silencio sólo se vio turbado por el gorgoteo de un grifo y el insólito trino de un jilguero. Se consumió la cerilla y aguardé unos segundos que me parecieron horas. Por mi cabeza cruzaron dos posibilidades: que la habitación estuviese vacía o que María Coral estuviese con alguien (el individuo que me había precedido en el cabaret, con seguridad) y que ambos, sorprendidos en su intimidad, guardasen escrupuloso silencio. En cualquiera de los dos casos, la lógica elemental aconsejaba una discreta retirada, pero yo no actuaba con lógica. A lo largo de mi vida he podido experimentar esto: que me comporto tímidamente hasta un punto, sobrepasado el cual, pierdo el control de mis actos y cometo los más inoportunos desatinos. Ambos extremos, igualmente desaconsejables por alejados del justo medio, han sido la causa de todas mis desdichas. Con frecuencia, en estos momentos de reflexión, me digo que no se puede luchar contra el carácter y que nací para perder en todas las batallas. Ahora que la madurez me ha vuelto más sereno, ya es tarde para rectificar los errores de la juventud. La perspectiva de los años sólo me ha traído el dolor de reconocer los fracasos sin poder enmendarlos.

¿Qué habría sido de mi vida si en aquella ocasión hubiera retrocedido, sofocado mis disparatados impulsos y olvidado la insana idea que me arrastraba? Nunca lo sabré. Tal vez se habrían evitado muchas muertes, tal vez yo no estaría donde estoy. Sólo sé que al abrir la puerta de aquella habitación abrí también la puerta de una nueva vida para mí y para cuantos me rodeaban.

– Y así fue -dijo Nemesio Cabra Gómez- cómo supe cuál era mi única misión en este mundo. El ángel desapareció y cuál no sería la luz que emanaba su cuerpo que quedé sumido en la oscuridad más absoluta por largo tiempo, a pesar de tener encendido el quinqué. A1 punto abandoné mi casa y mi pueblo natal, tomé un tren sin pagar billete, pues ha de saber usted que para mis desplazamientos utilizo el estado gaseoso, y me vine a Barcelona.

– ¿Por qué a Barcelona? -preguntó el desconocido, que parecía seguir con un divertido interés el relato de su interlocutor.

– Porque es aquí donde más pecados se cometen diariamente. ¿Ha visto usted las calles? Son los pasillos del infierno. Las mujeres han perdido la decencia y ofrecen sin rubor, por cuatro cuartos, aquello que deberían guardar con más celo. Los hombres pecan, si no de obra, de pensamiento. Las leyes no se respetan, la autoridad es escarnecida por doquier, los hijos abandonan a sus padres, los templos están vacíos y se atenta contra la vida humana, que es la más alta obra de Dios.

El desconocido apuró su vaso de vino y lo rellenó de la botella que tocaba a su fin. Con la colilla de un cigarrillo encendía otro. Tenía los ojos enrojecidos, los labios negros y el rostro abotargado.

– ¿Y no cree usted más bien que la miseria es la causa del vicio? -dijo con voz apenas perceptible.

– ¿Cómo dice?

– Que si no cree que ha sido la maldita pobreza la que ha obligado a esas mujeres… -se interrumpió, agotado por el esfuerzo, y se dejó caer sobre la mesa, dando un tremendo golpetazo con la frente en la madera y derribando botella y vasos, que se hicieron añicos en el suelo.

Las conversaciones se apagaron y reinó un silencio sepulcral en la taberna. Todas las miradas se concentraban en la exótica pareja que formaban Nemesio Cabra Gómez y su ebrio amigo. Nemesio, advirtiendo la incómoda posición en que se hallaban, zarandeó con suavidad el hombro del desconocido.

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